Tuesday, June 20, 2017

Galas del Ballet Clásico Cubano de Miami. Junio 2017 (por Baltasar Santiago Martín)


Tanto el viernes 9 como el sábado 10 de junio, el Ballet Clásico Cubano de Miami, fundado y dirigido con ejemplar dedicación por el maestro Pedro Pablo Peña, presentó su gran gala de temporada, el día 9 en el Teatro Colony de Miami Beach, y el 10 en el Miami Dade County Auditorium, con la diferencia de que en esta segunda función se presentó Le Corsaire Suite en vez de solo el pas de trois femenino de la primera, incluido por supuesto en la Suite, por lo que, aunque asistí a ambas funciones, reseñaré solo la función del sábado 10 de junio para no ser redundante.

La gala comenzó con Las sílfides, un ballet neorromántico breve y no narrativo en un acto, coreografiado por Mijaíl Fokine (1880-1942), con música de Frédéric Chopin (1810-1849), cuya premier como Chopiniana tuvo lugar en 1907 en el Teatro Marinski de San Petersburgo, Rusia, y luego fue presentado en Francia, por los Ballets Rusos de Serguéi Diáguilev, el 2 de junio de 1909, en el Théâtre du Châtelet de París, ya con el título con el que se le conoce actualmente.

Las sílfides, pese a que data de inicios del siglo XX, tiene una atmósfera de carácter eminentemente romántico, y en esta reposición miamense, Arionel Vargas, como “El poeta”, acompañó inobjetablemente a las tres sílfides –cargadas incluidas–, encarnadas por Masiel Alonso, Mayrel Martínez y Trisha Carter, quienes bailaron con gran virtuosismo totalmente dentro de ese estilo, con impecables grand jettés y elegantes arabesques, y un trabajo muy parejo.

 
Trisha Carter, Arionel Vargas, Masiel Alonso y Mayrel Martínez
 Las sílfides. Foto/Bernardo Diéguez
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Un solo detalle no me satisfizo: la desafortunada y precaria imagen de fondo –que pretendía ser un bosque–, en agudo contraste con las muy bien diseñadas “patas” del escenario, que tan teatralmente lo evocaban.

A continuación, Gretel Batista y Francois Llorente salieron a encender La llama de París –coreografía del soviético Vasily Vainonen y música de Boris Asafiev– con su baile vibrante y efervescente, donde Francois derrochó bravura en su variación, con grandes saltos y audaces volteretas en el aire casi horizontales, precisas caídas y vertiginosos giros, mientras que Gretel, a su vez, mostró un buen trabajo de pies y realizó una correcta media diagonal en punta, y luego una diagonal completa de piqués vertiginosos y elegantes, rematando su entrega con los correspondientes fouettés, con pirouettes al final, aunque no debió haberse desplazado hacia delante como lo hizo.

Gretel Batista y Francois Llorente en La llama de París
 Foto/Bernardo Diéguez
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De París, la magia del ballet nos trasladó a la capital cubana, para degustar Habaneras, un elegante y a la vez voluptuoso pas de six femenino, coreografiado por Eriberto Jiménez –a partir de una inspiración del Maestro Peña–, con la hermosísima música de Ignacio Cervantes para piano como banda sonora, donde Jennifer Villalón, Adriana Méndez, Tosin, Yaíma Méndez –la figura central–, Jessie Marrero y Claudia Lezcano recrearon con su estilizado baile la atmósfera de esa Habana de antes, que tuvo en Amelia Peláez a su más fiel pintora, por lo que considero más que justificada la selección de una de sus emblemáticas y coloridas creaciones como fondo.

Le tocó a Jorge Oscar Sánchez –en esta su primera aparición de la noche– ser el sensual galán descamisado de la habanera interpretada por Yaíma Méndez, y a mí me vino a la mente Yarini, Amalia Batista –y hasta Cecilia Valdés–; esos inolvidables personajes que pueblan el imaginario colectivo cubano, de ahí lo logrado de este estreno mundial, tanto por lo que muestra como por las reminicencias que provoca.

Yaíma Méndez (centro) en Habaneras
Foto/Bernardo Diéguez
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Y de esa nostálgica Habana de la primera mitad del siglo pasado, viajamos después un siglo atrás, nada menos que al Londres de 1845, donde, a iniciativa de Benjamín Lumley, director del Teatro de su Majestad, fue creado el ballet Grand Pas de Quatre, como un divertimento para reunir en escena a cuatro grandes figuras de la danza de su tiempo: Carlota Grisi, Marie Taglioni, Fanny Cerrito y Lucile Grahn.

Litografía de la época del Grand Pas de Quatre
Original: Carlota Grisi, Marie Taglioni,
 Fanny Cerrito y Lucile Grahn
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El coreógrafo Jules Perrot pasó un gran trabajo para poder conciliar los enormes egos de las cuatro divas juntas en escena, tanto que le dijo a un colaborador cercano algo en francés equivalente a nuestro “quedé puesto y convidado”, pero el ballet se pudo estrenar con gran éxito en Londres el 12 de julio de ese año. En 1847 la obra fue repuesta en el mismo escenario, pero después cayó en el olvido, hasta que el coreógrafo inglés Keith Lester, inspirado en la música de Cesare Pugni y en una litografía de A.E. Chalon, en 1936 recreó el ballet para la Compañía Márkova-Dolin, quien la repuso según su propia versión en Nueva York con el Ballet Theatre, el 16 de febrero de 1941, nada menos que con dos tocayas rivales en el escenario: Alicia Márkova y Alicia Alonso.
Alicia Alonso, Alicia Márkova, Nora Kaye y Janet Reed
 en Grand Pas de Quatre
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Sobre el Grand Pas de Quatre, existe la anécdota de una ocasión en que el Ballet Nacional de Cuba se presentó en una zona montañosa de la antigua provincia de Oriente, nada menos que con este ballet, acompañado del solo La bella cubana y otras coreografías más, y al final de la función, Aurora Bosch se dirigió a los campesinos presentes y les comentó que les debía haber gustado más La bella cubana, a lo que un guajiro montado a caballo, con polainas y machete al cinto, le respondió: “Pues a mí lo que más me gustó fueron las cuatro mujeres vestidas de rosado”.

No queda dudas entonces del gran reto que significa para cualquier prima ballerina participar en una reposición de este Grand pas de quatre, que por fortuna para Miami no tuvo a grandes rivales –que se sepa– bailando juntas, sino a cuatro talentosas bailarinas interpretando a María Taglioni, Carlota Grisi, Fanny Cerrito y Lucile Grahn: Lorena Feijóo, Manuela Navarro, Venus Villa y Marizé Fumero, en ese mismo orden.
Manuela Navarro, Venus Villa, Marizé Fumero y Lorena Feijóo
 en Grand Pas de Quatre. Foto/Bernardo Diéguez
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Si bien Giselle es el ballet romántico por excelencia, en el Grand Pas de Quatre es también requisito indispensable que ese estilo esté bien marcado por las cuatro bailarinas participantes, con un gran énfasis en la posición de las manos y de los brazos –“redondos”, suele decirse.

Antes de escribir esta reseña, busqué y vi en YouTube dos Grand Pas de Quatre que considero antológicos: el de las Cuatro Joyas cubanas, y el de Alicia Alonso, Carla Fracci, Eva Evdokímova y Ghislaine Thesmar, en un Festival Cervantino, porque no podía definir bien por qué esta reposición de Miami no me había dejado completamente satisfecho: faltó estilo y posesión o apropiación de cada personaje, aunque Manuela haya logrado hermosos balances; Marisé admirables renversés, entrechats y grand jettés; Venus desplegado su encantadora sonrisa y su indiscutible arsenal técnico, al igual que Lorena –solo que con expresión casi hierática–; y las cuatro hayan logrado impactantes composiciones “fotográficas”, gran acople en el trabajo de pies y elegancia, sobre todo en la parte de las castañuelas.

Lo repito: faltó el estilo romántico; no basta la mejor técnica si no se atiende el estilo que demanda cada ballet, si no se entiende bien la sicología de cada personaje, y aquí también estuvo ausente la contenida rivalidad, la ironía en las mutuas reverencias, porque es una competencia entre grandes divas del ballet y no una función benéfica entre colegas amigas.

Después de un adecuado intermedio, vino el plato fuerte de la velada dancística: La Suite de El corsario, con música de Ricardo Drigo (entre otros), cuya excelente versión completa ya había sido ofrecida al público de Miami por el Ballet Clásico Cubano de Miami en marzo de 2009.

Actualizo lo que escribí sobre aquella memorable ocasión:
Lord Byron se hubiera relamido de placer si hubiera podido estar en el Miami Dade County Auditorium la noche del sábado 10 de junio de 2007, al ver su poema The Corsair materializado en escena, gracias a la entrega del Maestro Eriberto Jiménez, que trabajó magistral y elegantemente la versión coreográfica de Marius Petipa, para eficaz soporte del desempeño de todos los talentosos bailarines participantes.
Y ahora, tal y como le dije al maestro Pedro Pablo Peña después que finalizó la estelar función, quiero enfatizar que esta Suite es una producción de lujo, a la altura de las mejores compañías de ballet del mundo, y sin los recursos y el apoyo que estas tienen.

Si bien el lujoso vestuario procede del Teatro Mariinski de San Petersburgo, Rusia, su eficacia depende de “cómo se lleve”, y en esta Suite, toda la compañía los “vistió” con gran elegancia y clase.

Desde el prólogo, esta Corsario Suite comenzó bien, con la acertada proyección de una gruta, con el mar y un navío fondeado a lo lejos, para dar paso a la primera escena: el bazar donde transcurre la venta de las bellas odaliscas, y desde el primer momento, Jorge Oscar Sánchez, como Lankedem, el mercader de esclavos, comenzó a brillar, tanto por su convincente caracterización como por sus sensacionales saltos acrobáticos, secundado por una segura y en total dominio escénico Venus Villa como la esclava Gulnara, tan perfecta y adorable que, al igual que el Pachá, me la hubiera querido llevar para mi palacio de Hialeah.

Tanto Jorge Oscar como Venus derrocharon bravura en el pas de deux, sin descuidar en ningún momento el “drama” inherente a la acción: Venus, asustadiza y temerosa; y Jorge Oscar, insolente, enérgico y provocativo.

Tras un partneo impecable, con giros muy centrados, sus variaciones fueron una demostración de pirotecnia, un verdadero mano a mano. Venus, muy musical, con bellos balances, raudos piqués, etéreos grand jettés y precisos arabesques; mientras que su “vendedor” la secundó con un óvalo de impresionantes saltos y luego vertiginosos giros.

Venus Villa y Jorge Oscar Sánchez en Corsario Suite
Foto/Bernardo Diéguez
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El multifacético Jesús Sanfiel, como Seyd, el Pachá –personaje secundario pero imprescindible en la trama– vistió su suntuoso traje con el histrionismo que demanda, sin excederse en la caricatura.

Desde su primera aparición en escena, Arionel Vargas, como el héroe Conrad, se creció como bailarín, con saltos y giros impecables, y como si no bastara, Marizé Fumero salió al ruedo convertida en una encantadora Medora, la otra esclava que Lankedem le trae al Pachá para que también la compre.

Marizé dotó a su Medora de toda la magia oriental requerida, e hizo ostentación de su facilidad asombrosa para los arabesques penché –no solo uno, sino todos.
Arionel Vargas y Marizé Fumero (en arabesque penché)
 en Corsario Suite.  Foto/Bernardo Diéguez
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En el pas de trois de las odaliscas, Masiel Alonso, Gretel Batista y Mayrel Martínez realizaron sus solos con elegancia y precisión, así como un gran acople en el trabajo de conjunto.

En cuanto al cuadro del sueño del Pachá (que se desarrolla en su palacio, ahora con las paredes revestidas de rosas), el cuerpo de baile –con hasta dieciséis bailarinas en escena– impactó por su acople perfecto, evidenciando el arduo trabajo del ensayador, que fue notable desde el inicio.

Un solo detalle a señalar: una vez que el Pachá despierta, no es lógico que las paredes del palacio continúen cubiertas de rosas, pues estas solo existieron en su ensoñación, que por cierto, si este es un ballet de tema oriental (se supone que la acción se desarrolla en Turquía), no es coherente el empleo de tutús clásicos occidentales, a la manera del Festival de las flores de Genzano, en esta escena, pero sé que este ballet fue concebido así, y que históricamente se baila con esa incoherencia cultural en el vestuario (a lo mejor el Pachá era clarividente, o había viajado a Francia alguna vez de incógnito, lo cual invalidaría la observación).

Birbanto, el pirata que se amotina contra Conrad cuando este pretende liberar a las esclavas, tuvo en Francois Lorente a un eficaz intérprete, que volvió a lucir con creces los atributos técnicos que ya había mostrado en La llama de París, pero ahora con unos pantalones bombachos que le sentaban cual si fuera un verdadero beduino.

Ya en la última escena del ballet tuvo lugar el esperado pas de troi para celebrar el triunfo del amor de Medora y de Conrad, con la insólita presencia de Alí, su esclavo favorito.

Por algo las compañías ofrecen este pas de trois “editado”, eliminando a Conrad, para que tenga mayor sentido, pues el original es demasiado “vanguardista”, al sugerir un entendimiento demasiado estrecho entre amo y esclavo, con Medora en el medio.

Y hablando de Medora, en este pas de trois Marizé subió la parada, con una rauda diagonal de piqués, amén de balances y extensiones, y deslumbrantes y vertiginosos fouettés –que intercaló con pirouettes– clavada en el lugar, sin desplazarse hacia adelante, siempre secundada fielmente por Arionel, su Conrad también en la vida real, quien se lució en las cargadas y con audaces saltos de tijera hacia atrás.

Rodrigo Almarales como Alí, el esclavo favorito de Conrad
 Foto:Bernardo Diéguez
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Rodrigo Almarales –el tercero en concordia de este menage dancístico– dotó a su esclavizado Alí del impacto visual y técnico que se espera en este recurrente trabajo coreográfico, en el que brilló en su variación, con elegantes y raudos giros, así como un óvalo de audaces saltos casi horizontales, a la par de Jorge Oscar y de Francois, por lo que podemos estar tranquilos: la Escuela Cubana de Ballet tiene garantizado su relevo masculino, al menos con estos tres jóvenes talentos.

Tras la efectista coda, Gulnara se incorporó al trío, y el cuarteto partió “a navegar en busca de nuevas aventuras”; “felices los cuatro”, tal y como dice la transgresora canción del colombiano Maluma.

Al frente: Venus Villa, Jorge Oscar Sánchez, Marizé Fumero,
 Arionel Vargas y Rodrigo Almarales
 Foto/Bernardo Diéguez
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¡Gracias, maestros Pedro Pablo Peña y Eriberto Jiménez, por mantener vivo el ballet en estas inefables comarcas miamenses!



Baltasar Santiago Martín
Fundación APOGEO
Hialeah, 20 de junio de 2017

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