Hace tiempo que quería escribir un artículo sobre la bendición de la abundancia, pero por una razón u otra lo había estado postergando, hasta que ya hoy me decidí a tratar de ordenar mis ideas sobre este tema y escribirlas, porque me parece que la mayoría de las personas que disfrutan de la maravillosa bendición de la abundancia –trátese de alimentos, ropa, calzado, muebles, aparatos electrónicos y electrodomésticos, medios de transporte, de comunicación y de entretenimiento– no la valoran lo suficiente, y casi siempre se quejan de lo que no tienen, con una inconformidad perenne que, si bien nos sacó de las cavernas, nos puede opacar la alegría de vivir, al no valorar como se debe lo que se posee.
Y aclaro que me estoy refiriendo exclusivamente a las personas que viven en sociedades con economía de mercado, con las fuerzas productivas libres, sin ataduras del estado.
Únicamente quien ha vivido bajo el imperio de una libreta de “desabastecimiento”, en un régimen de propiedad estatal sobre los medios de producción y servicios –léase socialismo al duro y sin guante– puede entender en toda su magnitud e importancia la bendición y la maravilla de la abundancia de que disfrutamos en los Estados Unidos y en la gran mayoría de los países con economías libres.
Orwell abordó de manera genial en su Rebelión en la granja –donde los cerdos acaban siendo “más iguales” que el resto de los animales y que las personas destronadas– el tema de los líderes mesiánicos totalitarios, que una vez que se apoderan del poder, ya sea por las buenas o por las malas, imponen el racionamiento, a la par que violan los derechos humanos de los que dicen libertar de la sociedad de consumo, “de la enajenación del consumismo”, mientras ellos y su entorno se rodean de lujos y de los productos a los que el pueblo no puede acceder, o solo por cuotas muy limitadas.
Por ejemplo, en Cuba, a partir de la imposición en 1962 de la mal llamada “libreta de abastecimiento”, la canasta básica asignada a cada núcleo familiar solo alcanzaba para la mitad del mes (o quizás mucho menos), y había que recurrir a la bolsa negra para poder llegar a sus finales, a la vez que los jerarcas del gobierno recibían jabas semanales, hasta con langosta y camarones; exquisiteces que ni racionadas el pueblo podía adquirir por la libreta. En fin, la escasez infinita de todo, incluidos ropa y zapatos, en una tragedia que pudiera parecer lejana para los norteamericanos y los europeos occidentales, pero no para los cubanos y los venezolanos –hartos de las orgías consumistas de la nomenclatura revolucionaria castrista, los primeros, y de los derroches de Chávez y ahora de Maduro, los segundos–, así como tampoco para los pueblos de Europa del Este (si no pierden la necesaria memoria histórica) que fueron víctimas del socialismo hasta 1989.
En su libro Rosas a crédito, la novelista Elsa Triolet condena a Martine, la protagonista, a morir en la choza miserable de su madre, con su hermosa cara comida por las ratas, solo por haber sido una pobre muchacha obsesionada por la limpieza, la belleza y el confort, ansias que le permitieron desde niña trascender el oscuro medio familiar en que le tocó nacer, y transformarse en una joven trabajadora, atildada y agradable, a diferencia de su madre y de sus hermanas. Enajenación consumista aparte, Martine es un personaje positivo, y por sobre todas las cosas, humano.
La vida, jueza suprema de lo humano, también a la larga se vengó de Elsa Triolet, quien, a pesar de ser rusa y comunista, no vivió en el Moscú difícil de los años 20 y 30, sino en el París del oropel capitalista hasta su muerte en 1971. Ella no pudo ver cómo 19 años después de su muerte, las Martine estealemanas, búlgaras, checas, rumanas, húngaras y soviéticas, que sí vivieron con sus respectivos pueblos toda la experiencia y la escasez socialista, y no la contemplaron panfletaria y esquemáticamente desde París, prefirieron cambiar la mediocridad del “paraíso de los trabajadores” por un arriesgado regreso al capitalismo, que después de ya más de 25 años, se encuentra bastante bien consolidado, y del que la mayoría no se arrepiente.
Análisis más profundos aparte, es indiscutible que el desbalance estético en contra del Socialismo en Europa del Este fue una de las causas del denominado derrumbe del Campo Socialista, a pesar de los llamados “logros sociales” del sistema durante más de 40 años en todos esos países.
Martine no es un engrendro burgués, sino una realidad de la vida, que necesita de la belleza, del confort y de la estética para sentirse realizada como ser humano, y tener alicientes para vivir y trabajar, pero en las sociedades de economía socialista los dirigentes califican esas necesidades como “desviaciones pequeño-burguesas”, mientras ellos viven con privilegios de grandes burgueses. En fin, “haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago”.
En 2014 estuve en Berlín, la capital de Alemania, y visité el “Museo de la R.D.A.”, donde me encontré allí con la limosina Volvo sueca que usaba Erick Honecker, el máximo jerarca del, por fortuna, extinto gobierno socialista de Alemania del Este, así como con sus equipos de sonido marca Sony, japoneses, en vez de tener un coche Trabant o un Walburg, de fabricación nacional antes de 1989, o incluso un Chaika o un Volga soviético.
Terrible también es la existencia en esas sociedades cerradas de intelectuales oportunistas, que le venden su alma al Racionador en Jefe –y a quien le suceda– con tal de no perder determinados privilegios, léase servicio de Internet, viajecitos al extranjero, y ciertas prebendas –como poder comprar en tiendas especiales para la nomenclatura–, mientras que en las sociedades con economía de mercado existe movilidad social, y solamente la barrera de los precios es la que puede limitar el consumo.
Si terrible es la llamada “enajenación del consumismo”, más terrible aún es la “enajenación del no consumismo”, por la escasez de todo lo habido y por haber, porque recuerdo que, en Cuba, cuando yo viví allá hasta 1994, los niños coleccionaban etiquetas de productos capitalistas y hacían álbumes con ellas, para paliar de algún modo la carencia y/o escasez de los bienes que dichas etiquetas representaban.
No obstante, no basta con reconocer y agradecer la bendición de la abundancia, si la sociedad en la que vivimos descuida lo moral, los valores y los principios, porque puede convertirse en una sociedad enferma y peligrosamente enajenada.
Una sociedad integrada por individuos temerosos y estresados en el trabajo no puede ser una sociedad sana, aunque exista democracia para criticar y cuestionar a la macroburocracia del gobierno en todas sus instancias –con una prensa libre que juegue su papel como el cuarto poder–, si a nivel micro, es decir, en la oficina, la fábrica o la escuela, el empleado no puede ejercer sin miedo la crítica y la defensa de sus derechos, incluso, la propuesta de innovaciones y mejoras a los productos que produce la empresa.
El vertiginoso ritmo de la vida moderna y el propio desarrollo del Mercado –que alienta el consumo y la adquisición de bienes y servicios que atan al consumidor a largos años de pago hasta liquidar el monto total y los intereses de su compra–, han hecho que el trabajador viva en el constante temor a ser despedido, por lo que lo piensa cuatro veces antes de reclamar un aumento, defender a un compañero o pedir respeto para su persona cuando se le grita o se le amenaza por parte de los dueños o managers de la compañía a la que vende su fuerza de trabajo o intelecto, por lo que es vital la existencia de frenos legales a esa prepotencia patronal, que, desgraciadamente, se da con mucha mayor frecuencia que la deseada.
La meta suprema del hombre en la vida es la felicidad, no la acumulación de bienes materiales, por lo que si poseer una casa y un buen auto es a costa de vivir a merced de los humores y veleidades de los patronos, como en los primeros tiempos del capitalismo, algo debe ser cambiado en la sociedad para que el hombre pueda vivir realmente feliz, sin sufrir una dictadura laboral en la compañía en la que trabaja y en la que pasa la mayor parte de su vida en vigilia.
Con la producción de bienes y servicios funcionando bajo las
leyes del Mercado, con total abundancia, como debe ser, la sociedad civil debe crear los mecanismos legales y jurídicos para que en caso de no existir sindicatos que representen a los trabajadores en esas compañías privadas y los defiendan ante la prepotencia y las arbitrariedades de los dueños, cualquier obrero pueda protegerse legalmente en caso de ser maltratado, gritado o amenazado por sus patronos.
De igual modo, la sociedad civil debe velar porque el gobierno de su ciudad apoye el arte en todas sus manifestaciones, para que los ciudadanos tengan opciones de calidad ante tanta proliferación de narconovelas, filmes de violencia, noticias amarillistas y vulgares reguetones.
Sí, no cabe dudas de que la abundancia material es una enorme bendición. Reconocerlo y agradecerlo es ya un muy importante paso, pero la abundancia espiritual debe ser su compañera siempre, porque uno no es el coche que maneja, la casa que habita, la comida que come ni la ropa que lleva, sino la forma en que interactúa con sus semejantes, y la conducta ética o no que cada quien mantiene ante Dios, la naturaleza y la sociedad.
Baltasar Santiago Martín
Hialeah, 4 de noviembre de 2017
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