Uno puede imaginar las miradas inquietas, el júbilo animoso de las hijas de Borrero al saludar al visitante. “Niñas, aquí está Casal”, les había dicho el padre, frase coloquial, sabrosa, que una también hubiera querido escuchar, aun cuando significara la mudez más absoluta. ¿Qué haber dicho, Dios mío? ¿Qué frase encontrar digna de la ocasión y del interlocutor? Nos llega, nos sigue llegando, como si realmente la escucháramos desde páginas imprescindibles para entender a Cuba.
Esteban Borrero recordaba el momento en una carta, cuyo destinatario es Enrique Hernández Miyares, escrita “entre los escombros de mi hogar en ruinas” y dedicada a conmemorar el sexto aniversario de la muerte de aquel que era también “de mi familia”:
Algunas de mis hijas estaban levantadas ya. —¡Niñas, dije, aquí está Casal, encárguense de él, volveré pronto! Y saqué un sillón y lo hice sentar en el portal de la calle que daba al río, permaneciendo yo de frente a mi amigo mientras venían mis hijas, algunas de las cuales habían cambiado desde el interior de la casa palabras de saludo afectuosas con el poeta. Bien sé quién fue la que primero habló así con él: era su amiga más entusiasta, la que no quiero ni puedo nombrar ahora(1).
La frecuencia de las visitas del poeta a “uno de los hombres que más valen y del que menos se oye hablar” puede ser vislumbrada en la familiaridad de la escena, tan cubana. Casal habló de ellos, del padre, de quien elogió su fuerza e inteligencia, y de Juana, ese enigma nuestro, arcano de nuestra sensibilidad. De Esteban, por ejemplo, dijo que era el conversante que más lo había asombrado: “Las palabras, al salir de los labios de Borrero, imitan las ondas de un torrente”. En Bustos y Rimas elogia a “Calófilo”, “modelo de nouvelle psicológica que supera a otras muchas que se han escrito en el extranjero y que gozan ya de fama universal. Aquí la han leído muy pocos”. Su obra maestra, en cambio, le parecía “La aventura de las hormigas”, “obra satírica superior a L’immortel de Alfonso Daudet, por la amplitud del asunto, por la manera de desarrollarlo y por los conocimientos revelados en sus páginas”(2). El elogio no era solo a un amigo, era “al triunfo del esfuerzo individual, secundado por una inteligencia superior. ¿Quién lo ha obtenido con más heroísmo que él?”(3)
También Manuel de la Cruz dedicó páginas al autor de Lecturas de Pascuas y vio en él, “en toda la fuerza de la expresión, un hombre hecho por sí mismo”:
Represento en Borrero al self made man de los cubanos modernos, no porque sea único en la escogida especie, sino por la magnitud del esfuerzo, el calibre del obstáculo y las proporciones del triunfo alcanzado. (…)Pocos, muy pocos de los cubanos modernos, están dotados de tan vigorosas y variadas aptitudes como ese médico y poeta, escritor originalísimo, pensador severo y profundo, docto en conocimientos antitéticos, artista consumado, causeur ingenioso, ameno y elocuente y satírico sin par, que vegeta olvidado en el aislamiento de pintoresco villorrio, casi desconocido, resignado y triste, devorando en silencio la nostalgia de mejores y más altos destinos.
No conozco en el pasado ni el presente ningún satírico de la talla y fuerza de Borrero. Es una figura única, aislada y soberana.
Cruz apreciaba en su historia un compendio del devenir de Cuba en los treinta años más recientes al momento de la escritura:
¿Por qué Borrero, que tiene entre sus planes escribir la historia del último indio, poniendo a contribución el caudal de sus conocimientos de naturalista y su genialidad artística, no emplea sus excepcionales facultades en narrar la historia del último cubano? El libro íntimo, la confidencia de su vía crucis, sería el nervio de este poema civil, como la autobiografía del ilustre Cervantes fue la médula de su grandiosa novela. La vida del satírico, al cabo, es un compendio de la vida de la colectividad. Trazaría la historia del alma cubana en estos últimos treinta años; diría cómo las masas, calzadas con las incontables uñas de la piara, se coronaron con las cien cabezas de la hidra; cómo nuestro pueblo, sin el móvil del fanatismo religioso, sin la cohesión de las sociedades organizadas, sin los estímulos de la gloria, del oro, del pan, realizó la epopeya más alta de la dignidad humana con abnegación sobrenatural; cómo esta cruzada, tan rica en heroísmos y en martirios, cauterizó el cáncer de la esclavitud, único beneficio moral de elevada trascendencia; abrió a una turba las puertas de la riqueza, del poder y de la influencia, dio una escala al soldado para su encumbramiento, y dejó en la conciencia, como el surco de una herida, el recuerdo de sus proezas(4).
Todo ello era representado por Esteban Borrero. Fina García-Marruz, en el prólogo a la poesía de Juana, brinda algunos datos que permiten entender el porqué de tal insistencia en el sacrificio, hasta el punto que, según Cruz, llega a simbolizar el de un pueblo. Desde pequeño tuvo que ayudar al sostenimiento de la familia, pues el padre había emigrado para seguir los empeños de Narciso López. A los once años ayudaba en la escuela materna y a los catorce era maestro experimentado. Después de un fracasado intento de estudiar Ingeniería en España —pues la difteria lo obligó a regresar—, abrió con gran éxito económico una academia nocturna para adultos en esta ciudad, “pintoresca escuela, dice Fina, donde el profesor y los discípulos leían y comentaban juntos, más allá de la materia del curso, la Lógica de Condillac, al Padre Varela, a Locke.” Parecía asegurada la posición económica, sin embargo, tras el estallido de la guerra del 68, “se alza con todos los discípulos al monte, acompañado de su madre y de dos hermanos más”. Es herido, sufre prisión y alcanza los grados de coronel. “Panadero, zapatero, maestro luego en la capital, trabajando hasta dieciocho horas diarias, se hace médico y perito de farmacia, llevándose la plaza de médico municipal de Puentes Grandes”. Cuando, al fin, logra ahorrar algo, quiebra el banco y debe comenzar, nuevamente, de cero. Durante los años de cierta estabilidad transcurridos en Puentes Grandes —época en que anuda la amistad con Casal— funda la Sociedad Clínica, la Sociedad Antropológica, y escribe sus historias.
Vendrá después la emigración, la muerte de Juana… Aun así, hace la reválida de sus títulos en el extranjero. Regresa a Cuba una vez fundada la República, como representante del tercer cuerpo del ejército en la asamblea de los libertadores. Luego ocuparía cargos en relación con la enseñanza. Afirma García Marruz, que nunca pudo recuperarse de la pérdida de su esposa, “que sobre la herida siempre abierta de la muerte de su hija Juana, acabó por conturbarlo definitivamente. Borrero se suicidó en un hotel de San Diego de los Baños, al que había ido en busca de salud”(5).
Es la entereza del carácter lo primero que celebran los modernistas en él, entereza que permite entender, en la estimativa casaliana, por qué se mantenía al margen de los periódicos de la época:
Un diario político, único género que aquí se conoce, suele ser el órgano de cierto número de hombres agrupados a la sombra de una bandera, por las mismas ideas, los mismos sentimientos y las mismas aspiraciones. Es un monasterio abierto a los cuatro vientos. Desde el instante en que el profano traspasa el dintel, tiene que someterse a las reglas de la cofradía, dejando a la puerta su individualidad. Los que tienen, como Borrero, la suya propia, distinta a la de los demás, si no en absoluto en partes esenciales, podrán modificarla en alguna ocasión pero al fin concluyen por romper el hábito en que se comenzaban a asfixiar(6).
Casal, por supuesto, parece hablar de sí mismo. Más allá de que Borrero, efectivamente, hubiera deseado colaborar en algún momento con la prensa, lo que me resulta significativo es que la reciedumbre moral se ha de traducir, en opinión de Casal, en asunto también de elecciones estéticas.
Rubén Darío llama la atención, en cambio, en la confluencia en el camagüeyano de preocupaciones por la ciencia y por el arte: “Fue un hombre sapiente y lleno de cultura, entre los mejores de su generación (…) encarnaba un espíritu de excepción, cuya curiosidad y anhelo asimiladores encontraron campo igual tanto en las ciencias como en las letras. Aunque él protestase siempre no ser lo que se llama un hombre de letras, su erudición era copiosa y su estilo agradable”(7).
De los Borrero, familia de poetas —¿quién de los Borrero no lo es?, dice Fina— escribió Darío. No solo lo hizo de Juana, tal vez la más fulgurante. Dulce María, la menor de las hijas, era, ya en el siglo XX, según Rubén, “posiblemente la mejor dotada de intensidad y de lirismo entre las «musas» de la isla de Cuba. Hablo de las actuales, pues en lo pasado se yergue bravamente una doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, con conmovió las Españas, y Juana Borrero, la admirable. ¿Y no existe actualmente otra benemérita del Parnaso, que se llama doña Aurelia Castillo de González?”(8). Si no fuera aldeanismo barato —bueno, en realidad no hay aldeanismo no barato, la idea misma es una redundancia—, si no fuera aldeanismo, reitero, resaltaría que habla de dos camagüeyanas y de las hijas de un camagüeyano ilustre. No digo más. Sigamos con su evocación de Dulce María: “Alejada de toda presunción de «preciosa» o de «femme savante», (…) ha ritmado su vida, de horas armoniosas y dolorosas, mas teniendo siempre como consuelo el amor, en lo inmediato o en el recuerdo, y el arte, que aliento y luz y miel del mundo”.
Para sorpresa mía la hallé en la abundante correspondencia que recibiera Mariblanca Sabas Alomá, la enérgica periodista, en su cruzada a favor de los derechos de las cubanas y que, generosamente, con clara vocación dialógica, incluyera en su columna en Carteles y luego en su libro Feminismo, editado en 1930. Nuestra deuda con ella es grande, pues además de lo ya dicho fue la depositaria de las memorias de la familia, de ella se conservan cartas en la Biblioteca Nacional —como una que pude leer— en la que se refiere a los días idos de Puentes Grandes, cartas que nos revelan la estela de una época.
Mas volvamos a Borrero, aunque espero que se me perdonen estas digresiones, ya que la evocación de un hombre —como también la de una mujer— está incompleta sin el recuento de su progenie. Estas autorizadas opiniones, entre otras que podrían ser traídas a colación, permiten entender la alta estima de que gozó Esteban Borrero entre hombres de claro entendimiento, su carácter de símbolo para la generación más joven, una generación que, injustamente acusada de evadida, se sintió heredera de los hombres del 68 al tiempo que se mantenía al tanto de las novedades de su momento. Textos afirmativos de los valores cubanos y de las potencialidades de la Isla son los de Casal, Cruz, Meza, Mitjans...
Del raro equilibro entre ciencia y arte también habla Enrique José Varona: “Cuando empezamos a tratarnos mi educación había sido más regular que la suya, pero también más rutinaria y en el fondo puramente verbal. Aquel joven que había recogido de aquí y de allí sus primeras nociones, en libros que el acaso había puesto en sus manos, pero sobre todo con la comunicación inmediata con la naturaleza que lo fascinaba sin desconcertarlo y lo llevaba no al éxtasis sino a la investigación, trastornó por completo mis ideas respecto a la manera de estudiar y abrió horizontes nuevos a mis deseos de saber”(9).
Sin embargo, casi todos los comentadores que he citado llaman la atención sobre lo poco conocido que era Borrero más allá de ciertos círculos. No creo que haya sido tan así; el asunto en el juicio casaliano tiene que ver con el conjunto de opiniones que sobre la prensa y sus mecanismos de funcionamiento —elecciones temáticas, ubicación de los textos en las planas según criterios de importancia y, por ende, de diseño, por ejemplo— forman uno de los ejes de las reseñas de personalidades reunidas en sus Bustos y rimas. Censura Casal que los periódicos prefirieran ocuparse, en sus columnas principales,
de lo que pueda interesar al suscriptor, de la barrabasada de algún ministro o de la hazaña de un bandolero, del saqueamiento de un burócrata o del homicidio último, del matrimonio de un par de imbéciles o de la llegada de cómicos de la legua, pero nunca de los esfuerzos artísticos de algunas individualidades, ni mucho menos de los de una niña de doce años que, como la presente, ha dado tan brillantes muestras de su genio excepcional, toda vez que eso tan sólo interesa a un grupo pequeño de ociosos, desequilibrados o soñadores(10).
Lo dice tan enfáticamente al referirse a Juana Borrero. El retrato de la muchacha es también una evocación del entorno privilegiado de Puentes Grandes, ese entorno de charla animada, donde sus versos eran conocidos, donde se le apreciaba como a uno de la familia, familia cubanísima, extensa y extendida, capaz de asumir como a uno más al buen amigo.
***
Un hombre que tanto vale y del que tan poco se oye hablar: la expresión de Casal parece dicha ahora mismo. ¿Qué sabemos de Esteban Borrero? ¿Cuáles de sus obras son leídas y estudiadas? ¿Cuánto de su tesón ejemplar le mencionamos a nuestros estudiantes en esa supuesta “formación de valores”, empeñada, en cambio, en repetir discursos trillados y endebles? ¿Cuánto de esa conjunción tan rara entre saber científico y sensibilidad artística comentamos, al menos comentamos, en nuestras clases a los científicos del mañana —tan necesitados de una formación humanística— y a nuestros futuros artistas, creídos de que basta el quererlo para ser considerados tales?
Es más: ¿qué sabemos de ese período formidable que es conocido como Tregua Fecunda; de las contradicciones de la colonia; de los afanes de jóvenes que se consideraban modernos y que ratificaban para la poesía un compromiso con la patria asentado en la belleza y la experimentación; de los periodistas y sus empeños, germen de prácticas posteriores; de la vida diaria, con sus frustraciones y retos, en esta isla “donde la tormenta no acaba de estallar ni asoma el disco dorado del sol”, para decirlo con las palabras de Casal?; ¿qué sabemos de los nexos, no tan secretos, entre la isla y su emigración; de la preparación silenciosa, y a veces hasta inconsciente, en pos de la Revolución necesaria?
Esteban Borrero nos convida desde sus admirables obras en prosa, reeditadas hace ya algunos años, con prólogo de Manuel Cofiño(11). Nos convida desde su propia vida. Fue un hombre bueno; un ser humano tenaz, un formidable padre de familia, de una familia, nos dice Darío, “privilegiada por el talento y las facultades artísticas”. Fue un patriota de impecable vocación de servicio: con las armas, la pedagogía, el pensamiento, la indagación científica, el arte, el cuidado de la familia… Este conversante estupendo aún nos convida a ese torrente que es su vida y su obra.
----------------------------------
- “In memoriam (Por Julián del Casal) El lirio de Salomé”, El Fígaro, año 1899, p.391. Incluido en Julián del Casal: Prosas. La Habana. Consejo Nacional de Cultura, 1963, t.I., p.38.
- Julián del Casal: “Esteban Borrero Echevarría”, en ed.cit., t.I., p.263.
- Ibíd., t.I., p.264.
- Manuel de la Cruz: Sobre literatura cubana. La Habana, Editorial Letras Cubanas, pp.174-175.
- Cf. Fina García Marruz: “Juana Borrero”, en Poesías. Compilación y prólogo de Fina García Marruz. La Habana. Academia de Ciencias de Cuba, Instituto de Literatura y Lingüística, 1966, pp.7-56.
- Julián del Casal: Ob.cit., t.I, p.261.
- Rubén Darío: “Los Borrero”, p.896.
- Rubén Darío: “Dulce María Borrero”, p.879.
- Citado por Fina García Marruz: Ob.cit., p.13.
- Julián del Casal: “Juana Borrero”, ed.cit., t.I., p.265.
- Esteban Borrero: Narraciones. Selección, notas y prólogo de Manuel Cofiño. La Habana. Editorial Letras Cubanas,1979.
No comments:
Post a Comment