Saturday, February 3, 2018

Anna Pávlova e Isadora Duncan (por Baltasar Santiago Martín)



Anna Pávlova e Isadora Duncan,
 dos sacerdotisas antagónicas del arte del ballet y de la danza 


por Baltasar Santiago Martín 


El nombre de la eximia ballerina rusa Anna Pávlova apareció en las carteleras habaneras en tres distintas ocasiones: 1915, 1917 y 1918, acompañada de su conjunto.

En sus dos primeros viajes se hospedó en el Hotel Plaza, ubicado desde 1909 en una de las esquinas del Parque Central, símbolo del esplendor arquitectónico de la capital a principios del siglo XX, donde también se hospedó Isadora Duncan (San Francisco, Estados Unidos, 26 de mayo de 1877 - Niza, Francia, 14 de septiembre de 1927), en diciembre de 1916, quien arribó el 23 o 24 de ese mes a la bahía habanera, acompañada por un poeta escocés, secretario de Paris Singer, amante en ese entonces de Isadora, quien era el padre de su hijo Patrick e hijo a su vez del magnate de las máquinas de coser.

Como la Pávlova detestaba a Isadora tanto como detestaba el jazz, al enterarse de esto durante su segunda estancia en 1917, juró no volver a hospedarse en este hotel, y en su tercer viaje lo cumplió.

¿Por qué razón Anna detestaba tanto a Isadora?; ¿era recíproca esa animadversión?

Con motivo de su primer viaje a San Petersburgo, en 1905, la ya entonces famosa Isadora fue invitada por la no menos célebre bailarina rusa Anna Pávlova a visitar su estudio, donde tuvo el privilegio de contemplarla realizando sus ejercicios. La propia Isadora lo relata en sus memorias: 
Encontré a Pávlova de pie, con su vestido de tul practicando en la barra, sometiéndose a la gimnasia más rigurosa, mientras que un viejo caballero con un violín marcaba el tiempo, y la exhortaba a realizar mayores esfuerzos; era el legendario maestro Petipa. Me senté y durante tres horas observé tensa y perpleja los sorprendentes ejercicios de Pávlova, que parecía ser de acero elástico. Su hermoso rostro adoptó las líneas severas del mártir. No paró ni un solo instante. Todo su entrenamiento parecía estar destinado a separar por completo la mente de los movimientos gimnásticos del cuerpo. La mente debía alejarse de esa rigurosa disciplina muscular. Esto era justamente todo lo contrario de las teorías sobre las que yo había fundado mi escuela un año antes. Lo que yo pretendía es que mente y espíritu fuesen los motores del cuerpo y lo elevasen sin esfuerzo aparente hacia la luz.
Continúa:
Algunos días más tarde recibí la visita de la encantadora Pávlova, y nuevamente tuve que ir a un palco para verla danzar en el adorable ballet Giselle. Aunque los movimientos de aquellos bailes eran contrarios a todo sentimiento artístico y humano, no pude menos que aplaudir calurosamente la exquisita aparición de la Pávlova, cuando flotaba sobre el escenario.

Cenamos en casa de la Pávlova, que era una casa más modesta que el palacio de la Kchessinska (sic) (la prima ballerina assoluta Mathilde Kchessínskya), pero igualmente bella, y yo me senté entre los pintores Bakst y Benoist, y por primera vez vi a Diáguilev, con quien entablé una ardiente discusión sobre el arte del baile, tal y como yo le concebía, en oposición al ballet.
Esta alusión en sus memorias a la prima ballerina assoluta Mathilde Kschessínskya –al comparar su palacio con la casa más modesta de Anna–, pudiera haber molestado a la Pávlova si hubiese llegado a sus oídos, al igual que esta otra afirmación suya en dicho libro:
Soy enemiga del ‘ballet’, al que considero como un género falso y absurdo, que nada tiene que ver con el arte. Pero no pude por menos que aplaudir la figura feérica (sic) de la Kchessinska (sic) cuando la vi volando en el escenario, más parecida a un pájaro o a una mariposa adorables que a un ser humano.
Dada la naturaleza extrovertida y apasionada de Isadora, es muy probable que no solo lo escribiera en sus memorias, sino que también lo “dijera” en público en 1905, y que sí llegara a oídos de Anna, por lo que ahí pudiera estar la génesis de su odio hacia la Duncan, pero más por su desdén y desprecio hacia el ballet –del cual la Pávlova era la más ferviente sacerdotisa– que por su entusiasta elogio a Kschessínskya, quien en su “palacio” acostumbraba a recibir a los más prominentes miembros de la sociedad rusa –como Fiodor Chaliapin, Vaslav Nijinsky, Tamara Karsávina y la propia Anna Pávlova, entre otros– y a ilustres visitantes del extranjero.


En 1905 Mathilde tenía 33 años, era la bailarina estrella y primera bailarina absoluta del Teatro Mariinski de San Petersburgo, y había sostenido una relación amorosa con el zarévich Nicolás Aleksándrovich (futuro Zar Nicolás II de Rusia). Cuando Nicolás rompió con ella, pidió al gran duque Serguéi Mijáilovich que se ocupara de sus asuntos artísticos y la tomara bajo su protección, lo que provocó rumores hasta de un supuesto ménage à trois con este y su pariente Andrés Vladimírovich, otro gran duque de la familia Romanov.

Mathilde podía ser muy colaboradora y amigable con las jóvenes bailarinas, siempre que no fueran sus rivales, pero una vez que las veía como tales, era despiadada e implacable con ellas. En 1902, mientras estaba embarazada, fue la coach (ensayadora, preparadora) de Anna Pávlova para el rol de Nikiya en La Bayadère, convencida de que Pávlova era técnicamente débil y que nunca sería una posible y talentosa rival que la pudiera sobrepasar, pero –¡craso error de apreciación! – el público quedó cautivado con la Pávlova por su frágil y etéreo aspecto, y nació una nueva y rutilante estrella, así que el elogio de Isadora a Kschessínskya no debe ser el origen del odio de Pávlova a la Duncan –quien también la había elogiado a ella tras haberla visto bailar Giselle–; sino que, más bien, a Matilde debe haberle sentado muy mal el calificativo de Duncan de “exquisita aparición cuando flotaba sobre el escenario” para el baile de Pávlova –si es que lo dijo en público durante su visita a San Petersburgo en 1905 y no solo lo recordó después en sus memorias. 

Un elemento de peso para suponer esto es que, como Diághilev y Fokín pensaban que Mathilde era un tipo anticuado de bailarina, no la escogieron para que fuera la estrella de la primera temporada de los Ballets Russes en París, en 1909, y entonces Kchessínskaya Mathilde usó su contacto con el Zar para suspender los subsidios requeridos por Diághilev para su compañía.

 
Anna, a su vez, nacida el 12 de febrero de 1881 en San Petersburgo, Rusia, tenía solo 24 años en 1905. Después de haber asistido a la Escuela de Baile Imperial, hizo su debut en 1899 y rápidamente se convirtió en bailarina principal. Su creación de La muerte del cisne, coreografiada para ella por Mijaíl Fokín, precisamente en 1905, se convirtió en su “caballo de batalla”, al punto de que se obsesionó con estas aves. Profesaba tanto amor por los cisnes, que mandó a construir un lago especialmente diseñado para albergarlos en su casa de Londres. Cuidó con verdadero esmero a estos animales y no dudaba en dejarse fotografiar con ellos siempre que podía, cuando posaba para las revistas y periódicos de la época.

Descartada la posibilidad de que el origen del odio “pavloviano” hacia Isadora tuviera como base las comparaciones entre su casa y el palacio de Mathilde, así como su afirmación de que esta era “más parecida a un pájaro o a una mariposa adorables que a un ser humano”, regresemos a lo que considero que sí fue el verdadero motivo, por supuesto que menos mundano y superficial (aunque en una guerra de divas nunca se sabe): el rotundo rechazo de Isadora hacia el arte del ballet: “Soy enemiga del ‘ballet’, al que considero como un género falso y absurdo, que nada tiene que ver con el arte”

Isadora concebía la danza como “un sacerdocio, una forma sublime de emoción espiritual y como una liturgia en la que alma y cuerpo debían ser arrastrados por la música para transformarse en puro arte”, algo también aplicable al ballet clásico; que Anna –una de sus más fervientes sacerdotisas– de seguro aprobaría, pero, al contrario, el completo desacuerdo de la Duncan con las más antiguas normas del ballet y sus afirmaciones de que “la danza debe establecer una armonía calurosa entre los seres y la vida y no ser tan solo una diversión agradable y frívola” la situaron en las antípodas de quien fuera una de sus anfitrionas en San Petersburgo.


Isadora danzaba descalza, con una simple túnica griega de seda transparente sobre su cuerpo desnudo, como una sacerdotisa pagana transportada por el ritmo. 

La presencia de la Duncan en La Habana pasó casi inadvertida para la prensa local, y el gran público no pudo disfrutar de su danza en ningún teatro, a diferencia de Pávlova, que, en su primera visita, apenas un año antes, se había presentado en el Teatro Payret, con el ballet El despertar de Flora, acompañada del bailarín Volinini. 

“Mi salud no me permitió dar ninguna función”, aclaró Isadora en su libro autobiográfico Mi vida (Losada Ed., 1938), escrito bajo su dictado por el periodista norteamericano Douglas McRose. Su viaje privado a La Habana, procedente de Nueva York, —sugerido y costeado por su amante, el millonario Paris Singer— fue “para restablecerme antes de comenzar mis cursos de primavera”, pero la trágica muerte de sus dos pequeños hijos, ocurrida tres años atrás, cuando el coche en que viajaban se hundió en las aguas del Sena, hace pensar que también huía de las festividades navideñas, tan tristes para quienes han perdido a seres tan queridos.

No obstante, ella describe en su libro con lujo de detalles su “actuación” en un café del bajo mundo —al que llama “un típico café habanero” —, donde se agitaban borrachos y fumadores de opio, y un pianista “maldito”, que, en medio del jolgorio, interpretaba obras de Chopin con singular maestría.

“Me envolví en mi capa, —cuenta— di algunas instrucciones al pianista y bailé al ritmo de los preludios. Todos fueron quedándose en silencio, y como yo continuaba bailando, advertí que no solamente había conquistado su atención, sino que muchos de ellos lloraban”. 

Alejo Carpentier, amplio conocedor de la historia de “la Ciudad de las Columnas”, no pudo localizar el mencionado café; y concluyó así una crónica que escribió al respecto: “Insinuaría con gusto que albergo mis dudas acerca de la autenticidad de esa aventura habanera de Isadora”, por lo que, después de haber indagado en los orígenes del odio de Anna Pávlova hacia ella, me aventuro a decir que Isadora inventó ese episodio en sus memorias para quedar equiparada de alguna manera con Anna en las páginas de la Historia. No se ubicó en un teatro específico –algo mucho más fácil de verificar–, sino “en un café del bajo mundo, ‘un típico café habanero’, del que no da el nombre. 

Por otro lado, si la gran bailarina venía en busca de paz y tranquilidad, ¿cómo fue a establecerse en el suntuoso hotel Plaza, ubicado en el mismísimo corazón de la ciudad, que colindaba con “la infernal bulla de nuestras calles, los escapes abiertos de los automóviles, los organillos de manubrio, las campanas de los tranvías y otros mil ruidos de la urbe (que) la ensordecían”?, según el periodista Francisco Acosta, quien publicó por esos días una entrevista a la célebre artista en la revista Social, correspondiente a enero de 1917, bajo el título de “Isadora Duncan. Hablando con las diosas”:
“El paso de Isadora Duncan por La Habana fue meteórico. Nos hemos perdido una manifestación de su arte, que es [algo] así como servicios divinos celebrados en una vieja catedral. [...] Expuse a Isadora mis esfuerzos en pro de una vulgarización artística en La Habana, donde manifestaciones musicales del más alto grado eran casi desconocidas y solicité su opinión sobre el particular. 

‘Va usted por mal camino’, me contestó. ‘¿No hay arte nacional aquí? Pues créelo usted. Usted quiere traer a La Habana a grandes artistas contemporáneos, que expongan la decadencia de Europa: hace usted mal. Europa es un continente salvaje, lo está demostrando con esta horrible guerra. Yo creí haber logrado mi ideal estableciendo una gran escuela gratuita para enseñar el arte clásico y los bailes de la antigua Grecia. Después de haber organizado clubes y sociedades en Atenas que marchaban con el mayor entusiasmo, fundé Le Dionysion. Hoy en día, debido a Europa, esta bella posesión está en manos de la Cruz Roja Francesa, a la que la he prestado y donde se alojan ochocientos pobrecitos heridos... No... En cuestiones de arte hay que tener patriotismo como se tiene en política. De nada vale que usted traiga a La Habana [a] grandes artistas, [a] virtuosos eminentes. Los mensajes que traigan [Rudolf] Ganz y Madame [Ethel] Leginska y [Albert] Spalding, y otros más, no llegan al pueblo, porque estos hablan un idioma que el pueblo no comprende. El mensaje de estos artistas [cuyas próximas actuaciones en la capital de la Isla ya eran anunciadas por la prensa] solo alcanza a un reducido número de personas que no pueden divulgarlos’.
No menciona a Anna Pávlova, pero en esos momentos la Pávlova era una luminaria mundial, que recién había estado en la isla en 1915 –y con gran éxito, además–; más aún famosa que los artistas mencionados en la apasionada respuesta de Duncan a Acosta, así que la trajo a colación precisamente por omisión.

Pienso que el hecho de que Anna Pávlova hubiera escogido el Plaza en su viaje de 1915 puede haber sido el motivo de que Isadora lo eligiera como hospedaje, elección muy incongruente con su necesidad de reposo y de evasión.

Su salida a unos días de su llegada –y no al cabo de tres semanas como estaba en sus planes–, permite conjeturar que la Duncan no partió de la capital de Cuba a causa de esos ruidos exteriores sino, “por el contrario, debido a aquellos que en su interior le producían un marcado estado de ansiedad por Singer y sus alumnas”, como sugiere Francisco Rey Alfonso, con conocimiento de causa, en su libro Isadora Duncan en La Habana, publicado por Ediciones Gran Teatro. 

Algunos de quienes la trataron en aquel tiempo atribuyen este suceso a que “Isadora no encontró el reposo deseado”. 

Cito de nuevo a Rey Alfonso:
Pero a despecho de estos y otros asuntos recreados en sus memorias que le impidieron atrapar el sosiego —como el tan escalofriante traslado de los leprosos desde su antigua sede en el Hospital de San Lázaro hacia un improvisado sanatorio en el Mariel, causante de la llamada ‘rebelión de los espectros’—, la Duncan guardó siempre de La Habana ‘el más delicioso de los recuerdos’, aunque tal vez aquí no pudiera evadirse de sus propios espantos. 
Una muerte absurda le aguardaría, a los 50 años, la noche del miércoles 14 de septiembre de 1927, en Niza. Isadora había conocido a un joven mecánico italiano, nombrado Benoît Falchetto, representante en Niza de la Bugatti, a quien le hace creer que está interesada en comprar un auto de esa marca, y lo convence para dar un paseo por la ciudad. (la marca del automóvil es objeto de controversia, pues existe la opinión generalizada de que se trataba de un Amilcar francés modelo GS de 1924, y no de un Bugatti, mucho más caro y lujoso –y más “apropiado” para la leyenda–, aunque si Falchetto era su representante de ventas, lo más lógico es que condujera un coche de esa marca y no un Amilcar.

Antes de subir al vehículo, Isadora profirió unas palabras recordadas luego por su amiga Maria Desti y algunos compañeros: “Adieu, mes amis. Je vais à la gloire!” (¡Adiós, amigos míos, me voy a la gloria!”). Sin embargo, según los diarios del novelista estadounidense Glenway Wescott, que estaba en Niza en ese entonces, y visitó el cuerpo de Duncan en el depósito de cadáveres (sus diarios están en la colección de la biblioteca de Beineke, en la Universidad de Yale), Desti admitió haber mentido sobre las últimas palabras de la bailarina, y confesó a Wescott que estas habían sido: “Je vais à l'amour” (“Me voy al amor”). Al parecer, Desti consideró estas palabras poco apropiadas como un último testimonio histórico de su ilustre amiga, ya que indicaban que Isadora y Benoît partían hacia uno de sus encuentros románticos. Cualesquiera que fuesen sus palabras, cuando Falchetto puso en marcha el vehículo, la delicada chalina de Duncan, una estola pintada a mano, regalo de su amiga Desti –aunque otras fuentes dicen que era su largo chal rojo, el mismo que había agitado ante la multitud que la esperaba a su regreso de la Unión Soviética–, de un largo suficiente para envolver su cuello y su talle y ondear por fuera del automóvil), se enredó en los radios de una de las ruedas posteriores del automóvil y provocó la muerte por estrangulamiento de Isadora. El dramático accidente tuvo lugar cuando el automóvil recorría veloz la Promenade des Anglais (El Paseo de los Ingleses, de Niza), y el infortunado desenlace dio lugar al siguiente comentario mordaz de Gertrude Stein: “La afectación puede ser peligrosa”. Uno de los hilos del fatídico chal se atesora en la actualidad en el Museo de la Danza de la capital cubana.

El obituario publicado en el diario New York Times, el 15 de septiembre de 1927, decía así:
El automóvil iba a toda velocidad cuando la estola de fuerte seda que ceñía su cuello empezó a enrollarse alrededor de la rueda, arrastrando a la señora Duncan con una fuerza terrible, lo que provocó que saliese despedida por un costado del vehículo y se precipitase sobre la calzada de adoquines. Así fue arrastrada varias decenas de metros antes de que el conductor, alertado por los gritos, consiguiese detener el automóvil. Se obtuvo auxilio médico, pero se constató que Isadora Duncan ya había fallecido por estrangulamiento, y que sucedió de forma casi instantánea. ​
Isadora Duncan fue incinerada, y sus cenizas fueron colocadas en el columbario del Cementerio del Père-Lachaise, de París.

Hoy es considerada la iniciadora de la modern dance norteamericana y su figura es evocada con fervor en todos los escenarios del mundo.

Regresando a la presencia de Anna Pávlova en La Habana, durante su segunda gira, dio a conocer al público cubano el ballet en un acto La flauta mágica, con libreto original de Lev Ivánov y música de Riccardo Drigo, cuando lo protagonizó en La Habana en 1917. Esta obra, en la que se entrelaza la comedia con elementos fantásticos, fue representada por primera vez en 1893 en San Petersburgo, y no tiene relación alguna con la famosa ópera homónima de Mozart, pues su origen, como espectáculo de danza, proviene de un antiguo ballet representado a comienzos del siglo XIX, en torno a una flauta encantada cuya música obligaba a bailar a cuantos la escuchaban.

En la tercera y última visita, su compañía presentó en el Teatro Nacional, el 17 de diciembre de 1918, coincidiendo con el día del milagroso San Lázaro, una versión en un acto del ballet La bella durmiente del bosque, el primer gran éxito de una partitura de ballet de Chaikovski, y una de las mayores producciones coreográficas acometidas por Marius Petipa.

Contrario a lo que se pudiera suponer, realmente Pávlova se burlaba de los convencionalismos, pues llegó a bailar en el Hipódromo de Nueva York, entre elefantes amaestrados y y coloridos titiriteros. Su deseo era prodigar el arte, llevarlo a todos los rincones, no solo el de encontrar públicos fáciles de contentar; por el contrario, se lamentaba de la falta de exigencia en el público norteamericano, del que una vez dijo:
El público de aquí es tan excesivamente generoso que, aunque me conmueve, no me ayuda. Sé que esta noche no he bailado La muerte del cisne tan bien como de costumbre, pero los aplausos han sido los mismos.
Anna Pavlova murió el 23 de enero de 1931 en La Haya, Holanda, víctima de una neumonía, faltando solo tres escasas semanas para cumplir los 50 años, durante una gira por Holanda. Su tren se averió, y ella descendió muy desabrigada a caminar a lo largo del convoy para averiguar lo que pasaba, con resultados funestos.

 
El día de su muerte, Anna Pávlova pidió que la vistieran con su traje de La muerte del cisne, y sus últimas palabras fueron: “Tocad aquel último compás muy suavemente”.

Entre las tantas cosas que Isadora dijo durante su vida, me llama la atención sobre todo esto: 
Aquella noche, en mi cama del tren, soñé que saltaba desnuda, por la puerta a la nieve, y que me abrazaban, me rodeaban y me helaban sus brazos de hielo. ¿Qué hubiera dicho el doctor Freud de este sueño?. 
No sé qué hubiera dicho Freud sobre este sueño, pero, si fue verdad, Isadora soñó con el preludio de la muerte de Anna, su obsesión, su rival.


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Bibliografía:

Ortega, Josefina. Isadora Duncan: su meteórico paso por La Habana. (Fotos cortesía de la autora)
Alfonso, Francisco Rey. Isadora Duncan en La Habana, Ediciones Gran Teatro, La Habana, Cuba.
Duncan, Isadora. Mi vida, Losada Ed., 1938.

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