Cada viernes, Aleisa Ribalta nos presenta un escritor sueco
Hace ya muchos años de ese, mi segundo exilio. Cuando me iba definitivamente de España, compré una antología de poemas de Tomas Tranströmer y un libro de relatos de Lars Gustafsson, traducidos al castellano. Me subí a aquel avión más vacía que cuando me fui de Cuba. Esta vez lo había perdido todo. En aquel primer exilio me servía de asidero la lengua. Con eso se siente cualquiera menos solo, menos exiliado. Ahora sí era este el viaje de un desamparado. Un paria sin palabras, más desamparada que al quedarme sin patria, por contradictorio que parezca.
Estaba convencida de que llevar libros de dos grandes poetas era suficiente talismán. “Con estos dos voy en coche, por lo menos para ir entendiendo”, me dije. Leía y leía en el avión. La verdad es que no entendía ni papa, ni en español, ni en chino. Pertenecían a una realidad tan distinta, tan desconocida, tan lejos de la mía. Necesitaría muchos años de aprendizaje y de esos amigos buenos que me acogieron, de otros poetas por descubrir, libros y más libros. También me ayudaría la dulce voz de Helena dell’Ara, mi profesora de literatura. Me ayudarían la propia naturaleza y esas bruscas estaciones que jamás soñé. Me ayudarían la nieve, el frío, la neblina y la lenta llegada de la primavera, esa cosa que los suecos llaman “längtan”, una mezcla de nostalgia por lo nuevo y la añoranza de lo perdido.
De aquellos primeros meses en Suecia recuerdo que pasaba horas en la biblioteca, donde sacaba una y otra vez los mismos libros que antes había leído en español, me sentía medianamente a salvo si mis lecturas eran “relecturas”. Quería leerlos en la lengua que necesitaba aprender pero aquellos garabatos seguían siendo pura y dura runa-jeroglífico, enigma que se resistía como podía a ser revelado. Probé de todo. Largas sesiones bilingües, cabezazos de ampanga con los diccionarios y muchas horas de anotar y anotar en unos cuadernos que hoy me dan un poco de risa. Al cabo de largos meses y de esos inolvidables e intensos cursos de sueco, Dios y Tranströmer mediante, ya balbuceaba como podía el vocabulario básico del día a día y dos o tres palabras de esas ”cultas” que me regalaba el poeta.
Con los años me fui haciendo amiga de un buen tipo, me especialicé en mirar amaneceres del polo, parejas de amantes furtivos, escuché a Schubert y a Bach haciendo del piano un ejercicio poético de lector canuto pero con curiosidad inusual, yo que siempre he creído no entender ni jota de música. Pero el poeta sí sabía y yo me dejaba guiar. Si miraba el amanecer no era por el amanecer en sí, sino por descubrir cómo es que lograba alguien describirlo así. Curiosa y muy asiática su manera de contar pero a la vez tan nórdica. Desde las lecturas de Tranströmer pude llegar a otros poetas, entre ellos Strindberg. Nadie como él para entender el mundo, y al describirlo, casi pintarlo con palabras, dejarlo como delante de los ojos, detenido. Un instante perfectamente dibujado ante los ojos, eso es su poesía. Una precisa y certera foto.
Una fría tarde del Norte, me atreví a compartir con una bibliotecaria mis progresos y el impacto de la escritura de Tomas Tränstromer en mí. Fue así que intentaba fulminar con mi entusiasmo a la bibliotecaria de turno, sobre el manejo de sus metáforas, la fuerza de las imágenes tan nítidas, el talento de un hombre a la vez poeta, psicólogo y virtuoso del piano… Lo intentaba careciendo de herramientas lingüísticas sólidas y con poco más que una vehemencia más que pueril que nunca me abandonará. Mientras me hundía en un mar inconexo de tartamudeos incomprensibles como ese universo brusco de contrastes que es Tranströmer, se me detuvo la alegría, ella me dijo muy seria:
— ”El hombre no puede hablar, ha sufrido una trombosis y se ha quedado sin voz y sin movilidad de un lado del cuerpo, está sentado en una silla de ruedas, ahora es su esposa quien transcribe".
— “¿Y qué hace el poeta si se queda sin voz? ¡Ah, pobre tipo, no, por favor, no me digas eso! ¡Qué mala suerte, caramba!”, balbuceaba yo.
Y la mujer, tratando de consolarme:
- “No, no, pero escribe, hay Tranströmer para rato”
Me fui casi llorando, llegué a casa y escribí un texto con tristeza, con rabia, con decepción por mi pésimo dominio del sueco ”machaca´o a palos”, un texto en el que lloraba por mí misma y que aún me duele: “El silencio del poeta es también poesía”. No lo volví a leer hasta ese 26 de marzo de 2015, cuando me llegó la noticia de su muerte.
Con ese adiós me enfrenté a los días terribles de mi tercer exilio, quien sabe si el peor. De Cuba a España, no me sentía una desterrada, tenía mi idioma, la capacidad de comunicarme. Pero cuando llegué a Suecia y tuve que aprender una lengua que jamás será mía, lo único que me consoló de mi destierro, fue ese poeta, sus sombras, su silencio, su mundo desde dentro e intacto, como el mío. Sin poder comunicarnos pero vivos nos encontramos aquí. Hoy que no está, o que habita en otro lugar, leer una y otra vez los libros de ese valiente que no detuvo la escritura, que desde el silencio le plantó cara a la vida y me regaló los poemas que hoy son parte indisoluble de la mía, me reconforta como la patria.
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Poesía de Tomas Tranströmer
(Traducción de Aleisa Ribalta)
Yo, Edvard Grieg, fui hombre libre entre hombres,
bromeé copiosamente, leí los periódicos, viajé y surqué.
Dirigí la orquesta.
Hice temblar triunfante el auditorio con sus luces
como el carguero del buque
en el instante de atracar.
He llegado hasta aquí para pactar con el silencio
encerrado en una cabaña pequeña
y un piano de cola tan preso como la golondrina
debajo de la teja.
Los bellos acantilados también callan.
No hay un solo atajo
aunque a veces una rendija se abra
para que entre la luz que mana del duende.
¡Abreviemos!
Que un golpe de martillo en la montaña resuene
que suene
que suene
que llegue en noche de primavera a nuestra habitación
disfrazado de latidos de corazón.
El año anterior a mi muerte, enviaré cuatro salmos
para rastrear a Dios.
Todo comienza aquí.
en esta canción de lo cercano.
Canción de lo cercano.
Grito de guerra dentro de nosotros
allí donde los Huesos de los Muertos
luchan para volver a la vida.
Allegro
Toco a Haydn después de un día obscuro
y siento un tenue calor en las manos.
Las teclas quieren. Golpe suave de martillo.
El sonido es verde, vivo y tranquilo.
El sonido dice que la libertad es posible
y que alguien no pagará impuestos al César.
Meto las manos en los bolsillos de Haydn
y me parezco a aquel que va tranquilo por el mundo.
Izo la bandera de Haydn, y digo:
"No nos rendimos. Pero queremos paz ".
La música como invernadero en la ladera empinada
donde las piedras vuelan, las piedras ruedan.
Y las piedras ruedan otra vez al revés
pero cada casilla permanece completa.
Música lenta
El edificio está cerrado. El sol penetra por las ventanas
y calienta sobre el escritorio
tan fuerte que sostiene el peso del destino del Hombre.
Hoy hemos salido, a una ladera larga y ancha.
Gente de ropa oscura. Se puede estar al sol y cerrar los ojos
y sentir cómo el aire se escapa lentamente.
Raramente vengo al mar. Pero hoy estoy aquí,
entre grandes piedras de espaldas tranquilas.
Piedras que lentamente van de vuelta a las olas.
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Aleisa Ribalta (La Habana, 1971). Reside en Suecia desde 1998. Es
ingeniera de profesión y actualmente se desempeña como docente de
asignaturas no directamente relacionadas a la literatura como: Diseño de
Interfaces Gráficas, Diseño Web y Programación de Aplicaciones. Escribe
desde muy joven, mayormente poesía. Alega que los lenguajes de
programación son también un modo de entender la comunicación y hasta de
saborearla. Para la autora, en esos símbolos para algunos
incomprensibles está también la literatura como forma vital de
expresión. Recientemente publicó Talud (Ekelecuá Ediciones, 2018), su primer poemario.
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