José Triana Triana: Vivir después
por Matías Montes Huidobro
(para el blog Gaspar, El Lugareño)
Acaba de morir en Francia José Triana (1931-2018), uno de los más importantes dramaturgos cubanos de todos los tiempos, autor de “La noche de los asesinos”. Y destaco este texto con toda intención, porque si bien Triana es el autor de otras de similar importancia (El Mayor General hablará de Teogonía, Medea en el espejo, La muerte del Ñeque, Ceremonial de Guerra, Palabras comunes, Cruzando el puente y algunas piezas cortas), ninguna supera el logro, la importancia y el significado de “La noche de los asesinos”.
Contra el discurso de poder
Con ella se llega al clímax del período de vanguardia y experimentación del teatro cubano del siglo XX, donde culmina, entre la República y la Revolución, el movimiento escénico que tiene su efervescencia a fines de los cincuenta y principio de los sesenta, hito teatral que marcar una línea de continuidad y ruptura del buen quehacer nuestra dramaturgia, que es mucho más importante que las consignas demagógicas. Al recibir el Premio Casa de las Américas en 1965, en pleno apogeo del castrismo, y convertirse en El Gallo de La Habana, se vuelve un éxito irreversible que nadie le puede escatimar. Pero el mismo reconocimiento que recibe dentro y fuera de Cuba, su triunfo internacional, montajes y traducciones, van a representar un cambio de giro que no deja de ser paradójico: gestada en Cuba es un acto de repudio contra el totalitarismo, sea el que sea, de derecha o de izquierda, con revolución y sin ella, “La noche de los asesinos” cargada de vida propia, no se podía detener, ni enterrarla ni acabar con ella porque de inmediato se había vuelto historia. De hecho, esta dependencia de su genética histórica es el motivo de su éxito y su permanencia internacional, lo que le da vigencia a ella y al autor, porque llevando la marca de fábrica de “hecho en Cuba”, era al mismo tiempo una antagonista de lo que Cuba oficialmente presumía ser y era, particularmente a las puertas del más rígido parametraje. Por un conjunto de factores de cariz político va a representar una posición ambigua ya que el triunfo y reconocimiento de la experimentación escénica como fundamento de nuestra dramaturgia, clímax del teatro de la crueldad y del absurdo, personifica una contradicción estética contra los objetivos del quehacer revolucionario cuyas metas pasarían a estar representadas por el Teatro Escambray y la creación colectiva, antítesis de toda vanguardia. Si “La noche de los asesinos” era un acto revolucionario contra el discurso de poder, ahora era un acto contrarrevolucionario implícito. Del pasado republicano y el presente revolucionario se convertía también en un ejercicio rebelde en medio de un estado totalitario. Por lo tanto, Triana no muere sino que pervive.
Ya en el volumen II de mi libro “Cuba detrás del telón. El teatro cubano entre la estética y el compromiso (1962-1969)”, discuto extensamente los altibajos que ha sufrido esta pieza ante la crítica. A pesar del éxito internacional, que la convierte en el mejor vehículo de la Revolución para darle resonancia mundial al teatro cubano y, por extensión, a la Revolución misma en los círculos teatrales, lo que ella representa dramáticamente hablando está sujeto a múltiples críticas en el espacio nacional, ya que, al modo de ver de aquellos que van a restringir su alcance, “La noche de los asesinos” no miran de frente a “un mundo exterior del cual puede llegar la única posibilidad de rescate verdadero [es decir, el comunismo]. Por ello, cuando José Triana la escribe, este ritual de la violencia está operando en el vacío, con la precisión exacta de una maquinaria que mantiene fuera de tiempo un funcionamiento autónomo” (según Graciela Pogolotti). Si la dramaturgia de resistencia estética se estaba viendo, por los más intransigentes, con signos de decadencia que no funcionaban de acuerdo con los designios de la Revolución, la pieza va a ser un grito de alarma que conducirá a la crisis explícita de “Los siete contra Tebas”, porque, después de todo, aquel teatro de la crueldad era un peligro y cuando veas las barbas de tu vecino arder pon las tuyas en remojo. Mucho menos el absurdo, que es un trabalenguas. Lo cierto era que aquellos hermanos desatados y frenéticos serían unos malcriados, unos irresponsables que no había modo de meterlos en cintura, unos niños bitongos o lo que fueran, hasta rebeldes y revolucionarios que no eran de confiar; pero no eran, ni remotamente, marxistas-leninistas, y no creían en ninguna creación colectiva. Eran, en síntesis, unos contrarrevolucionarios esquizofrénicos a los que había que ponerles camisas de fuerza y meterlos en el manicomio.
El chisme: mito trágico
Triana y yo nos conocimos en Cuba entre 1959 y 1961, precisamente dentro del marco de la conmoción escénica que vivía Cuba, uno de los momentos de mayor efervescencia del teatro nacional, que era parte de lo que estaba pasando, pero que no era exacta y necesariamente la Revolución. Compartimos vivencias parecidas en cuanto a lo que ocurría en el teatro en Cuba y tuve el privilegio de asistir al estreno de “Medea en el espejo”, dirigida por Francisco Morín, en Prometeo, que fue un montaje impactante y que ya dejaba constancia de la calidad del dramaturgo. En esos años yo ejercía la crítica teatral en el periódico Revolución y tuve la oportunidad de reseñarla, con un título que me pareció que se ajustaba a las dimensiones de un texto cuyos valores reconocí de inmediato: “el chisme, mito trágico”. Que era como decir, “la bola, mito trágico”, como si no se anticipara nada bueno. Eran años en que la amistad y las rivalidades mantenían una cierta separación que permitía una valoración objetiva de un texto dramático, a mi parecer dentro de una saludable distancia. Porque Triana y yo nos conocíamos, nos tratábamos amistosamente, pero no éramos amigos, ese término tan engañoso con el que delira mucha gente: éramos profesionales en gestación con un ideario común en torno al teatro.
De “Medea en el espejo”, resumí su contenido con un título que siempre me ha gustado mucho: “El chisme: mito trágico”, y escribí, entre otras cosas, que “José Triana nos lleva directamente a una comunión entre las fuerzas cósmicas que conducen a Medea, al cumplimiento de su destino y la corriente humana, de esta tierra, que la impulsan de modo ineludible también, al cumplimiento del mismo. Ambos elementos son los factores que juegan de modo esencial en la misma y conducen a nuestra Medea de solar hacia su fin. Sin embargo, las voces determinantes y fatales no son griegas, sino nuestras. Erundina grita: “A María le han echado un bilongo”. Y María se pregunta: “¿O será cierto que verdaderamente tengo un chino encima? Oh, no me persigas, chino de Cantón”. Entramos así en un universo criollo típico, que va más allá del mundo griego y que constituye no sólo un acierto de contenido sino también de estilo. Pero lo que sobresale de manera verdaderamente única, es el chisme, como expresión de la tragedia griega nacionalizada, y María se siente arrastrada por él, como si fuera un agente activo de la pieza que la conduce a un final inevitable: “La madre, la hija, la madre de su hija. La hija, la madre, la hija de su madre. ¡Que cachumbambé! Ni el médico chino le pone fin a esto”. Pero esta chusmería chancletera, solariega, coral, africana, griega, que es pura estética cubana, no se queda ahí, y un par de años después, en “La muerte del Ñeque”, la tragedia de la sexualidad desenfrenada que paga su hedonismo con la muerte, hace gala de un ludismo coreográfico y crea, con Ñico, Pepe y Juan, un tríptico de la fatalidad que es también un delirio verbal.
Una tragedia nacional
En 1960 se estrena también, esta vez en la Sala Arlequín de Rubén Vigón, una obra que escribe fuera de Cuba, entre 1956 y 1957, “El Mayor General hablará de Teogonía”, durante el proyecto Lunes de Teatro Cubano que se había iniciado poco antes con el montaje de mi obra “Los acosados”. Con “El Mayor General” inicia Triana su obsesión contra la tiranía, como si estuviera en espera del Tirano, aunque ya habíamos conocido a algunos y teníamos a Batista. Lunes de Teatro Cubano fue un proyecto importantísimo a principios de la Revolución y antes de que el teatro estuviera bajo el control del gobierno revolucionario, con un sentido de experimentación que le abrió las puertas a un nutrido grupo de dramaturgos, entre ellos a Triana y a mí. La lucha entre los hermanos que plantea es anterior a “Medea en el espejo”, y aunque tiene menor impacto que esta, es más arriesgada y experimental particularmente por el uso del lenguaje. Es básicamente un alegato absurdista con un lenguaje fragmentado, irracional y esquizofrénico que nos traslada a un devenir alucinante. Escrita antes del triunfo revolucionario, no es un texto que se refiera directamente al castrismo, pero que al paso de los años acrecienta su significado porque todas las tiranías son iguales.
Como me voy de Cuba en 1961, pierdo contacto con Triana. Antes que él saliera de Cuba, durante el proceso represivo que se recrudece a fines de los sesenta y principios de los setenta, escribe “Ceremonial de Guerra” y “Revolico en el Campo de Marte”, que reflejan, cada una a su manera, el estado de persecución, intranquilidades y desajustes, que vive la escena cubana, sometida a presiones insostenibles.
Para 1990, mi esposa y yo, que habíamos fundado Editorial Persona en Hawai, donde publicamos obras dramáticas de autores cubanos (Leopoldo Hernández, José Corrales, Manuel Pereiras y mías), editamos “Ceremonial de guerra”, que Triana había escrito entre 1968 y 1973, en años que debieron ser muy difíciles. De ellos, Triana declara en una entrevista publicada en la revista Encuentro:
Esta obra está escrita porque yo tenía una especie de pesadilla recurrente en la que yo estaba en el campo y alguien me daba un machetazo, yo me veía la pierna podrida y no me podía mover. Era todo un delirio, como sucede en las pesadillas, donde los hechos y las personas se entrecruzan, se transforman y toman niveles diferentes, donde lo imaginario asume una importancia violenta.
Por su parte, Revolico… es una pieza radicalmente transgresora, en muchos sentidos, en franca pugna con el discurso hegemónico de los sesenta, del cual el propio autor dijo: “El de Revolico es el período de mi peor crisis de creación y de injusticia, porque fue una época en la cual todo y todos se confabulaban para negarme después de La noche de los asesinos”. En ella, Triana une sus valores como dramaturgo con los que tenía como poeta, y el discurso se vuelve más transgresor que nunca. La pieza es un revolico entre las piernas cubierto por los taparrabos del deseo, cuyo barroquismo conceptual y metafórico acaba creando un total desparpajo entre La Habana elegante y el delirio habanero, lo que podríamos llamar un barroco bufo.
La última vez que nos vimos fue en el año 2013, cuando se celebró el Congreso “Celebrando a Virgilio”, que organizamos mi esposa y yo, con la colaboración de numerosos intelectuales, escritores y artistas, en la Universidad de Miami, gracias a la cooperación de la bibliotecaria Lesbia Varona; en el cual José Triana, en reconocimiento de su obra dramática y la reciente publicación de sus Obras Completas, fue nuestro dramaturgo invitado y vino en compañía de Chantal, su esposa, resultando un privilegio que ambos estuviera con nosotros.
Ciertamente, a pesar de los valores de todo su teatro y de “La noche de los asesinos”, que se escribe en Cuba, se estrena en Cuba y se premia en Cuba, no deja de ser notorio que en el marco de “nuestro” teatro, Triana muera en París y no en La Habana.
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