En una de mis recientes clases de Apreciación Literaria que imparto a los alumnos de cuarto año de la Facultada de Lengua Inglesa, en el ambiente siempre apacible de la Biblioteca Diocesana, refería a los textos poéticos, que han sido admirablemente convertidos en canciones, y esta ya inolvidable, del también galardonado Premio Nobel de Literatura, Bob Dylan, y que me sirve de título, era el objeto de nuestra lección.
La susodicha canción-poema, del bien conocido músico, cantante y sobre todo poeta norteamericano, data de principios de la década de lo sesenta del pasado siglo XX.
Convertida de inmediato en un verdadero clásico, la canción tuvo una sorprendente acogida. Incluso, increíblemente, en estos predios camagueyanensis, en aquella época de distanciamientos…, no precisamente brechtianos, y aunque nací en 1966, sí tengo el recuerdo muy nítido, de mi infancia y quizás primera adolescencia, de haber escuchado aquella pegajosa melodía, en una muy original parodia, que se entonaba como canto litúrgico durante la Misa, en mi parroquia de San José.
Del hecho podrán dar fe, la generación que me antecede, la de tantos católicos dispersos, de aquella ciudad nuestra que hoy habitan allende la mar, que algunos insisten que es la que nos reúne, y no “la que nos separa” como siempre se acostumbra a pronunciar.
Indagando pues con los que todavía sobreviven y perseveran en la fe por estos predios, no he podido sin embargo, sacar nada en limpio, de la génesis de aquella reproducción, de la susodicha canción del poeta de Minnesota.
Alguno, con buena memoria, me da un dato que me resulta singular, y del que quizás otros puedan tener igual remembranza. Me cuenta Enrique Cabrera, nuestro entrañable hermano, mejor conocido con el apodo de “Fidelito”, que tiene el recuerdo, de que fue el siempre inolvidable P. Sarduy, que el buen Dios tenga a su vera, el que trajo aquel canto desde la Habana, incluido en uno de aquellos ya inexistentes cassettes, entonces el último grito de la moda musical, y del que llegó a formar una increíble fonoteca. Según Fidelito, esto pudo suceder a comienzo de los años 80’s, o quizás a finales de los 70’s.
El estribillo de aquel canto litúrgico, como todavía lo recuerdo rezaba así:
Saber que vendrás/saber que estarás/partiendo a los pobres tu pan.
Y en verdad, escucharlo, con aquella muy delicada melodía, es todavía una muy dulce evocación para mí, experiencia que me retrotrae, a aquellos años siempre felices de nuestras más entrañables memorias de niñez, ese minuto cuando la vida eclesial era experiencia de muy pocos, pero impregnada de una fraternidad y una alegría que nos hacía parecer que éramos más que aquella exigua minoría.
Una vivencia que nos sirvió para paliar aquellos años duros, y para crecer como hermanos inseparables, doquier la vida nos puso después, dispersos por el cruel signo de la obligada separación; en aquel tiempo ya irrecuperable pero siempre evocado con mucho de inevitable nostalgia, y cuando acaso, remedando a Hemingway en su período parisino: “fuimos muy pobres, pero siempre tan felices”.
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