Mi testimonio personal sobre Mons. Adolfo.
A 15 años de su muerte.
por Mons. Wilfredo Pino
Arzobispo de Camaguey.
Al comenzar estas líneas le he pedido a nuestra Madre del Cielo, la misma a quien tanto amó Monseñor Adolfo, esté ahora a mi lado cuando, por la solicitud que se me ha hecho, escribo mi testimonio para su Proceso de Canonización. Sé que es una gran responsabilidad la que asumo, pero confieso que no tengo ningún temor, y si tuviera alguno, sería el de, como decimos los cubanos, “quedarme corto” al destacar las virtudes que acompañaron la vida de este gran hombre de Dios, de Cuba y de la Iglesia.
Mi primer encuentro con él fue cuando recibió mi solicitud de entrada al Seminario. Tenía yo 13 años y estaba muy lejos de imaginar ese día cuánto aprendería de él y qué estimación llegaría a tenerle.
Luego de su muerte, cuando tuve el privilegio de leer documentos para preparar un número extraordinario del Boletín Diocesano, descubrí que Monseñor Adolfo llamó la atención desde que era seminarista. En la carta de presentación que le hace su obispo, Monseñor Enrique Pérez Serantes, a Monseñor Manuel Arteaga, Arzobispo de La Habana, dice textualmente: “El que va se llama Adolfo Rodríguez. Ya terminó brillantemente el tercer año de Filosofía, y va a comenzar la Sagrada Teología. De los míos, es el número uno en todo, y creo sea quizá el alumno más querido en El Cobre”.
Yo destacaría, por encima de muchas cosas, su confianza en Dios. Las citas bíblicas escogidas por él para su ordenación sacerdotal y luego la episcopal, así lo demuestran: “Sé en quien he confiado” (2 Tim. 1, 12) y “Es bueno confiar en el Señor” (Salmo 118, 8), respectivamente. No sólo supo vivir él esta confianza sino que animaba a los que estaban a su alrededor a vivirla. Esa confianza lo hacía ver la luz en medio de cualquier oscuridad por la que se estuviera pasando.
Fue un hombre de “luz larga”. Sabía no perder el rumbo de a dónde se debía llegar. No se dejaba desanimar por los tropiezos del día a día. La esperanza siempre lo sostenía. A sus sacerdotes, en los tiempos difíciles, nos llamaba a no desanimarnos y a tener paciencia. “A la Iglesia cubana Dios la está probando en su paciencia”, nos decía. Y añadía: “Hasta ahora hemos esperado 20 años. Tal vez Dios quiera que esperemos 20 años más”.
Pude descubrir en él un estilo de oración que yo llamaría “en la vida”. Solía rezar el rosario mientras iba de camino desde el Obispado hasta su casa. Cuando iba por la carretera con su chofer, sacaba discretamente su rosario del bolsillo y lo rezaba. Cada día, al llegar al Obispado, antes de abrir su oficina, iba a la Capilla y rezaba. Gustaba de repetir jaculatorias, especialmente: “Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío”.
A pesar de ser un hombre de amplia cultura, se sentía muy bien visitando las pequeñas comunidades de la Diócesis, y nos invitaba a los sacerdotes a cuidar esas comunidades “porque en ellas está el futuro de la Iglesia de Cuba”.
Nunca vi en él un gesto de vanidad, ni la búsqueda de un aplauso o reconocimiento. Reafirmé esto cuando, después de su muerte, tuve en mis manos un sencillo librito de pensamientos de San Agustín, a quien él admiraba y citaba con frecuencia y que estaba junto a su breviario, en la pequeña capilla de su casa. En una de sus páginas, San Agustín se pregunta: “¿Qué es la humildad?” Y la respuesta que da es: “No buscar ser alabado.” Monseñor Adolfo había subrayado con su bolígrafo la respuesta.
Algo que llamaba también la atención en él es que podía hacerte una crítica, o darte una queja por algo que hiciste o dijiste, o sea, ponerte su dedo en la llaga que dolía… pero tú sentías que la otra mano la tenía puesta en tu hombro. Y reconocías que era un padre el que te hablaba, alguien que no quería hacerte daño, alguien que te quería mejorar.
Monseñor Adolfo dormía poco. Cuando visitaba las comunidades de la Diócesis era el último en irse. Muchas veces llegaba en horas de la madrugada luego de estar visitando una comunidad lejana. Y podías ir a su casa a las 7 de la mañana, que ya estaba listo para comenzar otro día. Los vecinos pueden dar testimonio de que la luz de su oficina era la última que se apagaba en la cuadra y la primera en encenderse.
Nunca aprendió la mecanografía, pero escribía velozmente con sólo dos dedos. Y en la época de casi ninguna noticia religiosa en la prensa, él mismo ponía varios papeles cebolla con papel carbón en su pequeña máquina de escribir y copiaba noticias que a él le llegaban. Luego nos enviaba copias a los sacerdotes bajo el título de Noticias Católicas Internacionales y nos pedía que las pusieran en los murales de las iglesias.
Monseñor Adolfo amó y cuidó mucho a Clara Esther, su mamá. Es verdad que ella se dedicó a él, pero también él la atendía con esmero. Cada noche, después de comer, se sentaba veinte, treinta minutos, en un balance frente a su mamá y conversaba con ella “del sol, la luna y las estrellas”, cualquier tema que estuviera a la altura de ella. Siempre la trató de “usted”, algo que es llamativo entre los cubanos.
Llamativa fue también su gratitud y cariño para quien fuera su secretario y chofer durante 41 años, el “fiel” Padilla, como le llamó en la Misa donde celebraba 25 años de ordenación episcopal.
Clara Esther y Padilla fueron los familiares más cercanos a él. Y cuando ambos se enfermaron, varias veces me decía que él le pedía a Dios morirse primero para no sufrir la muerte de ninguno de ellos dos. Me decía que quien debía morirse era él y no Padilla, y como argumento ponía que “Padilla tiene esposa, hijos y nietos que atender”. Dios escuchó su oración y se lo llevó consigo antes de la muerte de Padilla y Clara Esther.
Mucha era su capacidad de conocer a las ovejas por sus nombres. Y conocer igualmente sus problemas y necesidades. Esas personas necesitadas, cuando menos se lo esperaban, recibían la visita de Padilla que iba, en nombre del Obispo, con algo en la mano. Monseñor Adolfo estaba pendiente de los enfermos en el hospital, del seminarista que no tenía armario en su casa, o del joven que siempre andaba con una única camisa… Como sabemos, lo que hizo pocas horas antes de morir fue ir al Hospital Amalia Simoni a visitar a dos enfermos: una religiosa y un laico.
No quiero olvidar su amor al Camagüey. Se molestaba, igual que Monseñor Pérez Serantes en su tiempo de obispo de Camagüey, cuando decían que los camagüeyanos eran personas orgullosas. Y se defendía diciendo que Camagüey más bien era “legendaria”.
Muchas conjeturas se hicieron cuando quedó vacante la sede arzobispal de La Habana. Y no pocas hablaron de que fue propuesto para ella pero siempre dijo que no.
Cuando, años después, escribió a los fieles anunciando que el Papa había aceptado su renuncia, afirmó: “Las escasas fuerzas que me queden las coloco a disposición del nuevo Arzobispo, en lo que él estime conveniente disponer de mi servicio a la Iglesia de Camagüey”.
En ocasiones me citó una frase de quien lo nombrara obispo, el Papa Juan XXIII, pero que no recuerdo con exactitud. Se refería a que un obispo cumplía un gran por ciento de su trabajo episcopal si tenía a sus sacerdotes unidos y trabajando alegres en el apostolado. Ese gran por ciento lo había conseguido Monseñor Adolfo. Vivió siempre preocupado por sus sacerdotes e incluso por los familiares de los sacerdotes. Ver a un sacerdote alegre, lo alegraba, y la renuncia al ministerio de un sacerdote, lo estremecía.
Rezaba mucho antes de ordenar a un sacerdote. Y de manera especial lo hacía en la sacristía minutos antes de la Misa de ordenación, recostado a un mueble y con su cara entre las manos. Como Jesucristo, la noche antes de elegir a los doce.
Gozaba con la presencia de sus sacerdotes los lunes en su despacho del Obispado para compartir juntos los hechos del quehacer pastoral. Esperaba con ilusión esas mañanas de lunes. Solía dejar para los lunes las buenas noticias. No le gustaba que en esas reuniones informales se hablara de problemas o se plantearan cuestiones que iban a obligar a demasiada reflexión. En eso imitaba a ese buen padre de familia que enseña a sus hijos que “hay un tiempo para trabajar y otro tiempo para compartir con la familia”. Se preocupaba si alguno empezaba a aislarse faltando a esas reuniones no obligatorias. Y si conocía de antemano que alguno de sus sacerdotes no podía estar por algún compromiso de importancia, él era el primero en explicar a todos el motivo de su ausencia. Nos pedía a los sacerdotes, cuando íbamos a La Habana, que no dejáramos de ir al Seminario y reunirnos con los seminaristas de Camagüey. Por supuesto que, al regresar, nos preguntaba si habíamos ido a ver a los seminaristas.
Estaba convencido de que la fraternidad sacerdotal había que empezarla desde el Seminario.
Si es cierto que conocía bien a sus ovejas, igualmente conocía muy bien a sus sacerdotes. De vernos la cara, ya se daba cuenta de si algo andaba bien o mal. Y su paternidad entraba en acción.
Este “invento” suyo de las reuniones de los lunes hicieron posible lo que parecía imposible: lograr una mayor unidad y afecto entre jesuitas, claretianos, salesianos, marianistas y diocesanos; entre sacerdotes ancianos y sacerdotes jóvenes; entre los de muchos años de ordenación y otros recién ordenados; entre españoles, dominicanos, polacos y cubanos. Como buen padre, sabía perfectamente que no hay dos hijos iguales… Pero Monseñor Adolfo se encargaba de despertar, en cada uno de sus hijos sacerdotes, lo positivo que encerraba en su corazón.
Monseñor Mario Mestril, que fuera su obispo auxiliar y luego primer obispo de Ciego de Ávila, escribió para el Boletín Diocesano de Camagüey, el siguiente testimonio: “A Mons. Adolfo le debo y le agradezco la preocupación porque los sacerdotes nos reuniéramos cada lunes a compartir con él, a confraternizar entre nosotros; me hizo descubrir el sentido de lo que es el presbiterio”.
Monseñor Adolfo decía, poéticamente, muchas verdades. Sus homilías eran al estilo de las que hace hoy el Papa Francisco. Sin embargo, cuando se las pedía para publicarlas en el Boletín Diocesano que yo dirigía, me hacía resistencia. Yo me defendía diciéndole que, al haberlas dicho en público, yo las tenía grabadas. Era mi interés luchando contra el “no ser alabado” de San Agustín…
Hay frases suyas antológicas que todavía hoy día muchos repiten o citan de memoria. Quisiera mencionar varias de ellas:
• “En el Señor miramos con serena confianza el futuro siempre incierto, porque sabemos que mañana, antes que salgo el sol, habrá salido sobre Cuba y sobre el mundo entero, la Providencia de Dios” (Discurso de apertura del Encuentro Nacional Eclesial Cubano, 17-2-1986)
• “Cuba es la tierra buena del evangelio”
• “El tiempo siempre se venga de lo que se hace sin él”
• “Un corazón helado no puede ser misionero”
• “Cuando no hay amor, nos cerramos al diálogo, diciendo que no se puede dialogar, y nos abrimos al monólogo, a la violencia, a la polémica estéril, a la pretensión de reducir al silencio al adversario y hacerlo polvo, a la trampa del ‘nosotros’ y ‘ellos’
• “El pueblo sencillo entiende las cosas sencillas y recuerda mucho las cosas sencillas”
• “La fuerza de los jóvenes es la amistad”
• “En nuestro trabajo pastoral no debemos gastar pólvora en salvas”
• “El diálogo será siempre el camino mejor, necesario, posible y único, en todos los niveles: familiares, sociales, religiosos, pastorales, etc. Mucho más en Cuba que está llena de once millones de cubanos dialogantes de los que proverbialmente se dice: “los cubanos, hablando se entienden” (Homilía en la Toma de Posesión de su Monseñor Juan, 24-8-2002)
• “Una Iglesia sin cruz no es la Iglesia de Jesucristo; una Iglesia sin cruz es una cruz mayor”
• “No podemos avergonzarnos de predicar la misericordia de Dios y de despertar la misericordia humana en este mundo que no se perderá por falta de cerebros, de dinero, de armas… pero sí por falta de amor” (Apuntes para el Adviento de 1988)
• “En Cuba, ni los ateos son tan ateos, ni los cristianos somos tan cristianos”
• “No hay peor descanso que el descanso de un trabajo no realizado. Uno puede cansarse de descansar” (Homilía del 24-8-2002)
• “Si volviera a nacer, volvería a ser sacerdote, y si alguien me preguntara dónde, le contestaría que en Cuba, incluso con sus nubes; en esta Iglesia que es todo menos aburrida, y con este pueblo cubano que cada vez veo más claro que es un pueblo religioso desde sus raíces y que quiere seguir siendo religioso” (Homilía por sus 50 años de sacerdocio, 18-7-1998)
• “No me arrepiento de haber repetido millares de veces, en las buenas y en las malas, en las horas fáciles y en las difíciles: “Señor, en ti confío” (Homilía por sus 50 años de sacerdocio, 18-7-1998)
• “Siempre será más fácil pedir paciencia a los generosos, que pedir generosidad a los impacientes” (Discurso de apertura del Encuentro Nacional Eclesial Cubano, 17-2-1986)
• “Que todos seamos capaces de cumplir nuestra misión como hermanos, en familia, responsables y colaboradores sinceros y leales, que no quiere decir incondicionales, porque todo incondicional siempre es mediocre, y nos pasaría lo que les pasa a los pinos, que a su lado no crece nada” (Homilía 6-3-1999)
• “Lo que alguna vez es pensado es ya, desde ese momento, una realidad” (Homilía 6-3-99)
• “El poner la otra mejilla que nos pide Jesús no es, en definitiva, otra cosa que salir siempre con la serenidad, salir siempre en esta vida con algo desconcertante” (Intervención en el Sínodo de los Obispos de diciembre de 1985)
• “Tenemos que agradecer al Concilio Vaticano II que no hubiera condenado a nadie, porque hoy nos parece que, de cara a los protestantes, a los ateos, a los masones, a la religiosidad popular, dio resultados más positivos el anuncio sereno del Evangelio, la vivencia gozosa de la fidelidad cristiana, la alegría de ser cristianos, que una actitud meramente condenatoria o meramente defensiva” (Intervención en el Sínodo de los Obispos de diciembre de 1985)
• “En Cuba, en lo que se refiere a las relaciones Iglesia y Estado, el presente no se parece al incómodo pasado, y como la dialéctica es terca si es dialéctica, estamos seguros que el futuro no se parecerá al presente” (Homilía en la Toma de Posesión de su sucesor, Monseñor Juan (24-8-2002)
¡Y tantas otras verdades más!
Monseñor Adolfo fue capaz de hacer afirmaciones muy sabias no sólo con una sonrisa en sus labios sino provocándola en sus oyentes. Bastaría recordar su manera de explicar las “tres edades” de la vida de toda persona: “la niñez, la adultez y ¡qué bien te ves!”. Solía advertir la brevedad de la vida humana indicando que entrar a la “tercera edad” era una forma bonita para no tener que decir la última edad. Hablando de su propia vejez, dijo en una homilía: “A mí nadie me decía antes: “Cuídese”… Ahora me dicen demasiadas veces: ¡Qué conservado está usted!, con lo que me están queriendo decir que “para los años que usted tiene, está bastante bien”…
Ocurrente su forma de expresar gráficamente su consejo de cómo un buen pastor debía preocuparse de todo lo relacionado con sus ovejas: “Hay que hacer como los gorriones, que pican y miran para los lados”.
¡Con qué serenidad afrontaba el tema de su muerte, que presentía cercana! Baste leer, la carta que dejó escrita para los obreros que estaban reparando algunas iglesias de la Diócesis: “Me gustaría despedirme uno por uno… pero eso sería un espectáculo raro, más aún cuando uno no tiene ya el pasaje en la mano porque está en lista de espera. Pero sí decirles que, ya en la terminal, los recuerdo, los admiro y les agradezco su obra”.
A los matrimonios solía decirles que “un matrimonio sin un sí o un no, debía ser una cosa muy aburrida”. Y al presentarle a alguien sus sacerdotes más jóvenes decía: “Él todavía no ha hecho la Primera Comunión”. Y a todos los sacerdotes nos invitaba a preparar bien nuestras homilías y clases, “para que no resulten una agüita bomba”. Y si alguien empezaba a elogiarlo en público, interrumpía para decirles a todos: “Atiéndanlo todos, porque cada vez que él ha dicho una verdad, se le ha caído un brazo”. Y así desviaba el elogio hacia otro tema.
Años después de su muerte, muchos seguimos hablando de él, o citando sus frases, como si siguiera vivo entre nosotros. Personalmente, le rezo y trato de imitarlo a él en mi episcopado. Sigo agradeciéndole sus consejos, su amistad, su paternidad, sus observaciones, sus regaños, su cercanía, su paciencia y confianza para conmigo.
Los cubanos, cuando mencionamos el nombre de alguna persona difunta, solemos decir a continuación “que en paz descanse”. Confieso que no me nace decir esa frase cada vez que menciono a Monseñor Adolfo. No me lo imagino “descansando” sino muy activo, intercediendo por todos.
Convencido estoy de que, aquella noche del 9 de mayo del 2003 en la que él murió en mis manos pidiéndome que le diera la bendición, nuestro Padre Dios lo recibió diciéndole: “Ven, siervo bueno y fiel, entra al banquete de tu Señor” (Mt. 25, 23).
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Ver Mons. Adolfo Rodríguez en el blog
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