Fragmento del texto publicado en la Gaceta de Puerto Príncipe, 20 de febrero de 1839. Incluido en Escenas cotidianas, Ministerio de Cultura, La Habana 1950.
Muchas veces he tenido que responder a gente preguntona que no se satisface con ver y leer las cosas, sino que han de averiguar el porqué y el cómo se hicieron y están así. No contentos algunos con leer en letra de molde El Lugareño, han de escudriñar por qué uno se llama El Lugareño, y se lo han de preguntar al mismo Lugareño, que es como mentar la soga en casa del ahorcado.
... este conjunto de calles tortuosas, sucias, desniveladas y estrechas; y estos grupos de casas gachas, disformes y desvencijadas, ¿no se llaman la siempre fiel, muy noble, y muy leal Ciudad de Santa María de Puerto Príncipe? Y llamar Santa a una ciudad tan pecadora; Puerto a la que dista por lo menos 14 leguas del mar; y Príncipe a la que sólo tiene de real la realidad de sus males, ¿no es como llamar al pelado, pelón, y al pájaro sin rabo, rabón? ¿No es una pulla? Yo, que ni en chanza gusto de pullas, he preferido, como lo habrán notado mis lectores, llamarla modestamente Camagüey, hasta tanto que reformemos nuestras costumbres y sea ésta la Ciudad Santa, y hagamos nuestro camino de hierro y sea Puerto, y tengamos cosas de Príncipes, digo cosas reales como cátedras de todas las ciencias, fábricas de todas las artes, talleres de todos los oficios, colegios y escuelas para todos nuestros niños, hospicios para todos nuestros inválidos, huérfanos y articulistas que hemos de perder la chaveta, edificios v calles que anuncien un pueblo industrioso, opulento, culto y feliz. Entonces, reuniendo como en un misterio sagrado los tres consabidos nombres, quedará para mí y para todo el mundo formada la siempre fiel, muy noble y muy leal Ciudad de Santa María de Puerto del Príncipe. Ahora bien (y para esto es todo el preámbulo), lectores míos, ¿qué se diría por esos mundos de mí, si tomando un nombre altisonante, sólo se encontrasen aldeanismo, provincialismo, ideas retrógradas, vaciedades y ridiculeces, en prosa y verso…
¿No dirían con razón que yo los había engañado, como engañan los relojeros franceses con las tapas de los relojes? ¡No quiera Dios que yo engañe a nadie, ni que mis lectores leer se lleven el chasco con un nombre retumbante! Quiero que al leer El Lugareño entiendan que habla un lugareño. En todo prefiero presentarles pichones y sorbetes sobre un mantel de crea, a serviles brillante alemanisco tayuyos y ahogagalo. Esto, al menos, es honrado, y la sorpresa les aumentará el pIacer.
Otra razón que he tenido para escoger el humilde nombre de El Lugareño. ¿No es cordura vestirse a la moda? ¿Y cuál es la moda reinante, el aire de tono para presentarse ante el público? Venga un figurín, tipo del buen gusto. Es una muchacha romántica: los párpados a medio cerrar; fijas las pupilas en el humilde suelo; la cabeza oblicuamente inclinada sobre el pecho; los labios ligeramente contraídos (es la sonrisa del niño que al despertar ve a su madre) cuanto baste sólo a formar dos hoyuelos que un enamorado filósofo llamó niditos de amor; los brazos muellemente abandonados y cruzadas las manos sobre el regazo: he aquí la modestia en carne humana: el materialismo embelesando al idealismo. En tal postura ¿no se os antoja ver la tímida tojosita, la inocente mariposa? Y lo será, tal vez; yo no lo dudo; pero muy bien pudiera ser la sagaz y codiciosa abeja que acecha el cáliz de la flor, no para herirla porque moriría, sino para sorberle la miel y fabricar su panal, en lo que ciertamente hace muy bien. Pues de la misma manera he tomado el nombre, el aire y apostura de El Lugareño para que en mí se os antoje el tímido lugareño, el inocente lugareño, que bien podré serlo; pero si acechare la hermosa flor del Camagüey, y sorbiere en su cáliz la rica almíbar, y fabricare un panal, ¿qué daño hay en esto? Coméos el panal, buen provecho os haga.
¿Bajo el nombre de El Lugareño qué esperáis encontrar? Un lugareño. Pues no os engaño: acoso hallaréis un mocito bobalicón, guanguero, bullabulla, echador de roncas como un andaluz, y llorón como hijo de vieja, que regaña como marido, y suplica como amante, que os tiende lacitos aquí y allí, y os descubre los lazos que os tienden otros, que censura vuestras costumbres, maldice vuestras malas manías y repugna vuestras rutinas, y se deja arrastrar de todas ellas: tal es un lugareño: firmóme pues
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