Corría el año de 1809. La aparente paz de la apacible villa principeña, tuvo un sobresalto inopinado. A las puertas de la casona bien dispuesta del por entonces comandante de marina Manuel Gómez de Avellaneda, encontró uno de los esclavos del servicio, “un ancho papel escrito por ambas caras el que puso enseguida en manos de su amo"(1).
Luego de leerlo de corrido, Don Manuel no dudó en ponerlo de inmediato en conocimiento del teniente gobernador de la ciudad, que lo era entonces Don Juan Benito González.
El contenido de lo allí escrito era particularmente preocupante, no ya por lo que reseñaba en su primera parte: una oportuna denuncia contra cierta injusticia cometida por funcionarios de la Audiencia, al zanjar los entresijos de la herencia de Doña Ana Hidalgo, a favor de sus herederos, en la que según la denuncia, cierto oidor se había vendido, por la bonita suma de cuatro mil pesos en un pleito que involucraba una carnicería.
Pero lo era aún más, por el cierre de aquel primitivo “anónimo” que imputaba a los peninsulares de “ser los mismos carniceros que asesinaron a Hatuey”, y añadían a continuación unas estremecedoras palabras: “orror al nombre español: si camagüeyanos, orror a esos asesinos ladrones, yegó por fin el deseado día de vuestra enmasipación”(2).
Según se narra de seguido, aquel “primer cartel separatista”(3) fue enviado a la Audiencia, donde por acuerdo de los oidores, se sometió a un inmediato cotejo con cualquier otro documento que se guardara en el citado tribunal, donde tomaron parte “los maestros de escuela Antonio y Manuel Valdés y Luis Caballero, con el escribano Domingo Márquez”(4).
El resultado resultó unánime: el culpable lo era Diego Antonio del Castillo Betancourt, un reconocido y acérrimo enemigo de todo lo español quien ciertamente no se escondía para sostener tal postura y de quien se conocía la costumbre de:
quando corrían desgracias de la Madre Patria”, formar tertulia con otro sujeto no menos inransigente y de sus mismas opiniones, el licenciado José María de Acosta, para comentar burlonamente las calamidades que agobiaban a la Península(5)
Pero como dice el castizo adagio: “en pueblo chiquito, infierno grande”; enseguida el interesado supo el resultado del cotejo, por mediación de la indiscreción de uno de los peritos: Luis Caballero. Como resultado, el “lenguaraz” terminó en la cárcel, y a partir de ese minuto, el suceso del pasquín tan celosamente resguardado, se hizo del dominio público.
Una cosa trajo a la otra, y decenas de otros anónimos cargados de insultos contra la Audiencia, sus funcionarios y hasta los españoles, comenzaron a diseminarse por la villa. Para evitarlo lo oidores mandaron a poner “cedulones” por toda la población, avisando que se entregasen todos y cada uno de aquellos ofensivos libelos, donde uno en especial hasta amenazó con un pronto levantamiento popular que estallaría ipso facto.
En el ínterin, Castillo Betancourt, el supuesto transgresor, permanecía en libertad. Nadie se atrevía a ponerlo preso, conocido su carácter de armas tomar, y además,
“conexionado con todo lo distinguido de Puerto Príncipe” cuyos componentes “podían juntar y convocar más de mil esclavos bien armados” palabras que más sonaban a amenaza que a sana advertencia”(6)
Sin embargo, el propio Castillo Betancourt en un acto de osadía mayor se atrevió a presentarse ante el Capitán General para airear su caso. Después de escucharlo, aquel tuvo a bien ordenar se le pusiese en prisión a disposición del Jefe del Apostadero, pues el susodicho transgresor era crease o no, Delegado de Marina en Puerto Príncipe.
El 13 de febrero de 1810, un nuevo anónimo fue dejado en el despacho del licenciado Acosta, nombrado juez de la causa, y reconocido enemigo personal del acusado. El texto simplemente decía: “O morir o irse”(7).
Considerado en aquel minuto “reo de lesa megestad”, el 15 de abril de aquel año el Capitán General Someruelos, decidió el embargo de todos sus bienes, sin embargo ya para el mes de mayo, el oidor José Francisco de Heredia elevaba un informe donde clamaba por la libertad del procesado aduciendo que “si bien era verídico que este había redactado un pasquín “horrible, ni le fijó en ningún paraje público, ni le esparció entre varias personas"(8).
El asunto fue finalmente librado a su favor. La condena solo precisó el pago de “las costas del proceso, ascendentes a una crecida cantidad”(9). Al buen ver de todos los vecinos, en el asunto se habían manejado oportunas y poderosas influencias a favor de Castillo Betancourt, a quien podrían tildar de “afrancesado, pero no de peligroso enemigo de la tranquilidad pública”(10).
Increíblemente, para el año de 1812, believe it or not!, el mismísimo autor de aquel fiero pasquín, el primero en tener notoriedad en aquella comarca principeña, ocupaba el cargo de Alcalde ordinario “de la ciudad escenario de sus intemperancias”(11).
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- Historia de la Nación Cubana. Ramiro Guerra et al. Editorial Historia de la Nación Cubana, S.A. La habana, 1952. Tomo III, p.130
- Ibíd.
- Ibíd. Acotado por Ximeno
- Ibíd. p. 131
- Ibíd.
- Ibíd. p. 132
- Ibíd.
- Ibíd.
- Ibíd.
- Ibíd.
- Ibíd.
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