De oír tanto a mi hermano Leopoldo repetir en casa el nombrete de “arroz blanco”, no tardé en recordar quién era el sargento que nos había dado la arenga revolucionaria antes de salir de la unidad aquel domingo de marcha fatigosa. Pero, ¿cuál de los dos “arroz blanco” era? ¿Cómo identificarlos si solo era uno el que estaba presente sabiendo que eran mellizos idénticos? Nunca lo supe.
Están como el arroz blanco, decía mi hermano, no se pierden una ceremonia. Prefiero no recordar cómo se llamaban, pero me parece verlos enjutos, con sus espejuelos en fondo de botella y un tinte siniestro en la mirada. Eran inconfundibles. Ora portando la cruz, ora portando el cirio o el incensario, allí estaban los mellizos vestidos con sotana negra y roquete al frente de toda procesión. No sé a qué parroquia pertenecían, pero tanto podías verlos en la Catedral ayudando una misa que siempre al lado de un cura en cualquier tipo de ceremonia. ¡Vaya, que más piadosos no podían ser los dichosos muchachos! La piedad era solo de fachada.
Para ese año 1966, “arroz blanco” y su hermano ya no vestían sotana y mucho menos asistían a ceremonias religiosas. Lo de ellos era entonces estar siempre vestidos de miliciano. Dicen que se les vio participar en aquellos momentos en que las turbas organizadas por el gobierno saqueaban las iglesias y gritaban en plena calle los curas, ladrones, que se quiten las sotanas y se pongan pantalones. Decididamente, los “arroz blanco” habían adoptado las consignas revolucionarias y olvidado el confiteor y otros kyrie eleison.
Ahora, yo los veía cada vez que me citaban para marchar o para entrevistarme en el comité militar. Para mí eran simples cagatintas con ínfulas de generales cuando se hacían llamar sargentos, pero se creían todopoderosos. De hecho, lo eran, sobre todo ante una masa de hombres que se complacían en tratar de someter.
Muy aplicados eran los hermanitos “arroz blanco” a la hora de cazar cristianos, sobre todo católicos. Ya no rezaban sino blasfemaban emulando entre ellos para ver quién lo hacía mejor. Yo con mis dieciséis años les hacía frente y eso les jodía. Los “arroz blanco” sabían que éramos de ir a la Iglesia y que yo pasaba más tiempo entre la Catedral y el entonces obispado, que en mi propia casa. Para ellos era yo una presa ideal.
Era fácil para el “arroz blanco” de turno hablar de un futuro luminoso, de sacrificios, de luchas delante de 120 hombres que deseaban más que todo que terminase su maldita arenga para largarse. Ya veríamos que el futuro sería más bien tenebroso, el sacrificio sería esclavitud y la lucha sería, en muchos casos, para sobrevivir.
“Arroz blanco” es una de esas caras que nunca se olvida. Nunca supe quién de los dos era quién, nunca supe ni sus nombres. Los recuerdo con sotana y vestidos de miliciano. En algún cajón de fotos viejas en el arzobispado de Camagüey o en el archivo de la arquidiócesis debe haber fotos de esos mellizos otrora tan piadosos en primera fila en una procesión. Yo las vi.
Quizás, así como el sargento Sacker, ya no formen parte de este mundo o quizás, como muchos se reconciliaron con la Iglesia. Como habría dicho mi madre, nada mijo, son cambiacasacas.
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Texte en français Riz Blanc
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