Salí del comité militar diciéndome que a Dios se le estaba yendo la mano en el apretón que me estaba dando. Mucho me repetí que solo se trataba de una citación militar, pero cierta duda me asaltaba. ¿Y si me llevaban para las UMAP? Lo conversado con Jorge Llaguno días atrás me daba que pensar. ¿Por qué citaban también a tanta gente mayor si el servicio militar era obligatorio entre las edades de 16 a 27 años? ¿Por qué tanto desprecio por aquel que practicara una religión?
Mientras que la ciudad de Camagüey se preparaba tranquilamente en junio para sus carnavales con sus comparsas, congas y colores, en toda Cuba se activaban los comités militares para una entrega en masa de mano de obra barata. Como a muchos más, me tocaría formar parte de esa entrega cual si fuera un paquete más que la alta jerarquía revolucionaria le regalara a su comandante en jefe. La “fabricación” del hombre nuevo, calculada de la manera más fría y metódica posible, estaba en marcha.
Apenas tuve tiempo de pensar en carnavales, para fines de la primera semana de junio, fui convocado nuevamente, sería la última vez. Esta vez el proceso fue rápido. Me tocó de nuevo el “sargento” Aguilera quien luego de una cortesía inhabitual, me dijo: Tiene que presentarse en la unidad adonde acostumbra a marchar los domingos el viernes 24 de junio a las 6 am. Lleve solamente cepillo y pasta de dientes. Y pase por una barbería para que lo pelen a lo militar, los barberos ya saben, añadió, antes de entregarme un papel donde estaba escrito que debía presentarme en tal lugar, a tal hora y en letras más pequeñas el inciso tal, número tal de la ley del servicio militar obligatorio. Sentí que se me aflojaban las piernas. ¿Y para dónde me llevan? Atiné a preguntar con voz que debió denotar miedo.
- Ya lo sabrá cuando llegue a su destino.
- Pero… es para que sepan mis padres.
- Es todo, puede retirarse.
- Pero…
Se levantó y sin mirarme llamó al siguiente.
Se jodió esto, me dije. Ya saliendo miré a los otros que esperaban, están tan jodidos como yo y todavía no lo saben. Algunas de sus caras se me fijarían en la mente como la de aquel que parecía un dandy, vestido de saco y corbata, listo, diría yo, para ir a una fiesta de 15 a media mañana.
De inmediato fui a la cafetería a decírselo a papá, en fin, fui a llevarle una preocupación más, me digo ahora. Bueno mijo, que sea lo que Dios quiera. ¿Para dónde te llevan? Me preguntó dándose cierto aire de estoicidad.
- No sé.
- ¿No te dijeron?
- Lo sabré cuando llegue.
- Trataré de averiguar con un amigo.
Papá terminaría sin saber adónde me iban a llevar.
La idea de pelarme al rape no me gustaba, lo dejaría para última hora. A partir de ese momento los días se irían en un abrir y cerrar de ojos, quería aprovechar lo que me quedaba de libertad, no lograba ver bien el futuro.
Cuando mamá se enteró se echó a llorar. Por mucho que le decía que muchos jóvenes hacían el servicio militar, no quería entender. Nunca le había mencionado lo poco que sabía de las UMAP. ¿Habría oído decir algo?
El 23 de junio por la noche fui a la Catedral como de costumbre a despedirme de todos aquellos con quienes compartía. La atmósfera no era de mucha alegría. Cada cual venía con su consejo tratando de darme ánimo, sobre todo los más viejos. Días antes había ido a ver a Monseñor Adolfo, obispo entonces de Camagüey, piensa en lo peor que te puede pasar y mantén la fe, me había dicho.
Esa noche dormí apenas, entre los sollozos de mamá, papá tratando de calmarla y las mil y una cosas en las que pensaba fue difícil conciliar el sueño.
A las 5 papá vino a despertarme. El desayuno fue frugal, un poco de café y un pedazo de pan. No queda leche, mijo, me había dicho. Me hacía el duro, pero por dentro sentía mucho miedo. La despedida fue breve. Trata de mandarnos la dirección de donde estás, exclamó papá.
Salí de la casa después de abrazar a los viejos. Me imagino el dolor, la angustia que deben haber vivido en ese momento. Pienso en ese drama multiplicado por cientos de familias que pasaban por lo mismo. Solo ahora, después de haber sido padre me doy cuenta. El espacio que dejaba vacío en mi casa era repentinamente reemplazado por una infinita tristeza. Era el 24 de junio de 1966.
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Ver textos anteriores de Víctor Mozo, en el blog
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