La caravana con aquella carga humana enfiló su rumbo hacia la Doblevía para luego tomar la calle Francisquito y buscar la carretera central. Al parecer, orden debió darse de ir lo más rápido posible para evitar a toda costa que los camiones se detuviesen, que algunos sintieran la tentación de escapar e impedir a la vez cualquier comunicación con algunos transeúntes que pudieran ser interpelados. Había un silencio que solo era interrumpido ocasionalmente por el ruido característico de los frenos de aire de los camiones Zil.
Ya en la carretera central, más o menos pasado el Instituto, algunas lenguas comenzaron a soltarse. No sin desconfianza cada cual trataba de dirigirse al de al lado y la pregunta surgía casi al unísono: ¿Adónde nos llevan? En mi cabeza trotaba solo una idea y se la comenté a Robertico: Mi amigo, nos llevan para la UMAP. No se sorprendió, también había oído hablar de estas unidades y nada bien. De repente se le oyó decir a alguien que tenía más o menos nuestra edad: Nos llevan para el Mariel a pasar el SMO en la marina. Sigue durmiendo de ese lado, contestó de repente un negro mucho mayor que nosotros a la vez que soltaba una bocanada de humo. El que contestaba terminaría años después fusilado por abuso de menores y era conocido con el apodo de Perico. En el camión había de todo, desde lo mejor hasta lo peor y con esos bueyes habría que arar. En lo adelante tendría que abrir bien los ojos y aprender a hablar solo cuando fuera necesario. El miedo hacía de las suyas.
El trayecto comenzó a ser interminable. En cierto momento pasamos por el pueblo de Florida. El sol quemaba y las gargantas estaban más que secas. Tenía hambre, en fin, todos teníamos hambre y sed. En cierto momento la caravana se desvió. Alguien que reconoció el lugar mencionó que íbamos para Esmeralda. Detalle sobre el que “Perico” dio rápidamente su opinión: sigan comiendo mierda pensando que van para la Marina. Nadie le respondió. De repente la caravana disminuyó la velocidad y se detuvo. El miliciano que nos cuidaba dispuso su metralleta apuntando en nuestra dirección.
Nuestro camión se detuvo frente a uno de esos bohíos que a veces se encuentran a orillas de la carretera. Según oímos, uno de los camiones de la vanguardia tenía problemas. Le pedimos a nuestro centinela que nos dejara bajar para pedir agua en el bohío, pero se negó rotundamente amenazándonos con su arma. Finalmente, al grupo que estaba en el camión que nos precedía se le permitió bajar para ir a pedir agua. Un militar vino y dio la orden a nuestro centinela de que nos dejara bajar. Tienen suerte, si fuera por mí, de aquí no se baja nadie, dijo tratando de hacerse el guapo. Era impensable fugarse, ¿para ir adónde? ¿para esconderse en dónde?
Un campesino trajo un jarro y así pudimos apagar un poco la sed que tanto nos agobiaba. Fue el inicio de algo que luego se haría habitual. Nadie se preguntó si tal o más cual tenía tal o más cual enfermedad. Todos bebimos en el mismo jarro. El otro problema era orinar y prácticamente ahí mismo lo hicimos delante la mirada atónita de los campesinos, ¡al carajo el pudor!
Al cabo de media hora, la caravana se puso de nuevo en movimiento. Cuando entramos a Esmeralda pasando delante del parque, un mulatico flaco que iba en el camión aprovechó que se aminoraba la velocidad para arrojar un papel con su nombre y dirección, lamenté no haber tenido la misma idea. Me consolé diciendo que a lo mejor nadie lo recogería. Aquel mulato estaba pidiendo auxilio.
Nuestro primer destino iba a ser el central Jaronú cuyas chimeneas ya se avistaban y allí llegamos alrededor de las 4 pm. A gritos nos hicieron bajar de los camiones en un parque que se me hacía inmenso y donde soldados armados con armas largas estaban omnipresentes.
Mientras estaba con Robertico me sentía confiado, tiempo después me confesaría que sentía lo mismo. El conocernos nos reconfortaba, lo importante era que no nos separaran. Al cansancio y el hambre se unía la preocupación y la angustia, ¡cuánto hubiera dado al menos por un pedazo de pan!
No tardó mucho en que empezaran a llamar por un altavoz y los camiones se fueran llenando nuevamente. Seguíamos sin saber. Entre gritos y voces de mando nos arreaban como ganado que iba al matadero.
Oí el nombre de Robertico y se me hizo un nudo en la garganta, esperaba que me llamaran también pero no fue así. Lo seguí con la vista hasta que dejé de verlo perdiéndose en aquella multitud. Sentí que se me aguaban los ojos pero me aguanté.
El tiempo fue pasando y cada vez fuimos quedando menos. De aquellos cientos de personas solo quedamos once vigilados estrechamente por más de veinte soldados armados con fusiles M-52 y bayoneta calada. El simple hecho de ir a orinar detrás de un árbol conllevaba que fuéramos escoltados.
Nuestras miradas se cruzaban buscando una explicación, la incertidumbre se volvía tortura. El hambre no dejaba de atormentarme y prepararme para lo peor se me hacía cada vez más difícil. Dicho en otras palabras, tenía miedo.
Ver textos anteriores de Víctor Mozo, en el blog
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