Por mi mente vaga la imagen de aquel heterogéneo grupo, cansado, hambriento, cubierto por el polvo del camino recorrido y sin saber cuánto tendría aun por recorrer. No me quedaba más remedio que aceptar aquello que se me presentaba diciéndome que había que esperar y sobre todo aguantar. Lo peor seguía siendo no saber nada. El silencio de los que nos custodiaban era insultante, pero tampoco ellos sabían. Salvo el que los mandaba, todos eran reclutas del SMO, jóvenes como muchos de nosotros.
Yo no sé qué cojones se cree esta gente, porque a mí si me ronca. Deja que hable con mi familia, que de aquí me van a sacar en un dos por tres.
El que así hablaba era Pedro Valero Caballero, un negrito de dieciséis años al que le faltaban los cuatro incisivos superiores que se daba aires de guapetón de barrio.
A la espera de un próximo traslado, los soldados nos habían confinado alrededor de una ceiba que nos regalaba su sombreadora protección. Parece que esto va de largo, dije buscando conversación. El que espera, desespera y ya yo estoy hasta los cojones, me contestó Gilberto Castillo Domínguez, el clásico tipo de la calle, un par de años mayor que yo, fumador de cigarros suaves.
Cerca de mí se encontraba una persona que me parecía conocida, Luis Peix Riverón, 33 años. Inspiraba tranquilidad. Junto a él otro muchacho, muy reservado, Carlos Balseiro, ambos parecían conocerse. Me parece haberlo visto en alguna parte, le dije al señor Peix.
- En el comité militar.
- ¿De verdad? ¿No fue en la cafetería de mi padre?
- “Dios aprieta pero no ahoga”.
- ¡Sí, ya me acuerdo. ¿Usted es católico?
- Sí, de la iglesia de la Soledad.
Sentí un alivio tremendo, me sentía acompañado. Yo también voy a la Soledad, me dijo Carlos Balseiro dirigiéndose a mí. Vaya, al fin Dios me apretaba un poquito menos.
Completaban los once Miguel Ángel Montejo Lamas, quien tan pronto oyó mi apellido me asoció con la cafetería. Israel Areli Marrero Mesa, joven discreto y tímido; Jonatán Tejedor Pérez, de unos 17 años con algunos baches en la cara, dentadura inmaculada y sonrisa de oreja a oreja, pasara lo que pasara. Ambos se identificaron como adventistas. Un señor cuyo nombre no recuerdo que pasaba de la veintena y pertenecía al Bando Evangélico de Gedeón, cuyos adeptos eran conocidos con el mote de los batiblancos. El resto lo conformaban dos testigos de Jehová, Tomás Muecke Serrano y Lázaro, un hombre ya mayor, casado y con hijos.
El tiempo pasaba y seguíamos sin comer. Siempre acompañados por un soldado, cada cual podía al menos satisfacer la sed gracias unos tanques de agua no muy lejos de donde estábamos. Los que fumábamos, pensábamos que así entreteníamos el hambre sin darnos cuenta de que pronto nos quedaríamos sin cigarros.
Por ahí viene otro camión, exclamó con cierto regocijo el adventista Jonatán. Coño, ni que fuéramos de paseo, me dije. ¡A formar! Gritó el militar que estaba al mando. ¡Atención! Volvió a gritar. Qué formadera ni que tanta mierda, si solo somos once, tuve ganas de decir. Obedecimos. Allí hambrientos y sucios, estábamos derechitos como estacas.
Volvimos a subir a otro camión Zil. A partir de allí empezamos a recorrer guardarrayas, solo se veían cañaverales. El polvo que levantaba el camión a la velocidad que iba, añadía más suciedad a la ya acumulada durante todo el día. El trayecto fue relativamente corto, quizás media hora. Pensamos que sería nuestro destino final, pero no, el calvario parecía no tener fin. Habíamos llegado a un lugar donde había un gran bohío y muchos árboles, nada de cercas. No podía ser un campamento.
Alguien gritó que nos bajáramos. Era el sargento sin grados Vicente Nodarse Pérez, un rubio bajito de ojos azules. Venía acompañado por una perra cruzada con pastor alemán llamada UMAP. El animalito resultó ser manso y por mucho que el sargento lo llamara, no se separaba de nosotros buscando a alguien que le pasara la mano. Su acogida, meneando la cola, distrajo mi mente adolorida mientras estuvimos allí. Desgraciadamente, la distracción no duró mucho tiempo. No muy lejos veíamos la polvareda que levantaban varios camiones que se acercaban adonde estábamos.
Los camiones venían llenos. Al ver a todos aquellos hombres prácticamente hacinados en esos vehículos, pensé que a ningún lugar bueno nos iban a llevar. Parecían guiñapos humanos y así debían vernos a nosotros. El cansancio se reflejaba en sus miradas. Tan pronto pararon se nos dio orden de incorporarnos al grupo. Completábamos la carga para el destino final.
No recuerdo la hora, pero la oscuridad comenzaba a hacerse presente mientras rodábamos por aquellos campos. Experimentaba una extraña sensación ayudada por un silencio entorpecido solamente cuando el camión pasaba por un bache y brotaban las quejas y palabrotas de los que allí íbamos. Nos transportaban como bestias.
Llegamos a un crucero llamado México. No muy lejos comenzaban a verse las tenues luces de algunos mechones de luz brillante. El campamento que nos esperaba sería conocido con el nombre del país de los mariachis. No serían los corridos acompañados con violines, trompetas y guitarrones quienes nos darían la bienvenida.
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Ver textos anteriores de Víctor Mozo, en el blog
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