Padre nuestro que estás en la tierra, en la fuerte
y hermosa tierra,
en la tierra buena:
Santificado sea el nombre tuyo
que nadie sabe; que en ninguna forma
se atrevió a pronunciar este silencio
pequeño y delicado…, este
silencio que en el mundo
somos nosotras
las rosas...
Venga también a nos, las pequeñitas
y dulces flores de la tierra,
el tu Reino prometido…
Hágase en nos tu voluntad, aunque ella
sea que nuestra vida sólo dure
lo que dura una tarde...
El sol nuestro de cada día, dánoslo
para el único día nuestro...
Perdona nuestras deudas
–la de la espina,
la del perfume cada vez más débil,
la de la miel que no alcanzó
para la sed de dos abejas...–,
así como nosotras perdonamos
a nuestros deudores los hombres,
que nos cortan, nos venden y nos llevan
a sus mentiras fúnebres,
a sus torpes o insulsas fiestas...
No nos dejes caer
nunca en la tentación de desear
la palabra vacía,–¡el cascabel
de las palabras!...–,
ni el moverse de pies
apresurados,
ni el corazón oscuro de
los animales que se pudre...
Mas líbranos de todo mal.
Amén.
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