Nota del blog: Texto incluido en el libro Nostalgias de Tinajón (Miami, 2017), historias y recuerdos del Camagüey de los 50s.
Agradezco a su autor, Eduardo F. Peláez, que lo comparta con los lectores de este espacio virtual.
Agradezco a su autor, Eduardo F. Peláez, que lo comparta con los lectores de este espacio virtual.
Vivía a una cuadra del Parque Agramonte. Siendo muy pequeño mis padres se mudaron para la calle Cisneros entre Luaces y Raúl Lamar. Recuerdo perfectamente que Olga, mi manejadora, me llevaba caminando al parque los domingos cuando había retreta, y me quedaba horas oyendo embelesado a la Banda Municipal que dirigía Joaquín Mendivel, novio de Marta la cocinera de la casa y prima de mi manejadora. Debo de ser muy viejo porque cierro los ojos y me veo paseando por el parque de la mano de Olga por el lado en que caminaban las mujeres y cruzándonos con los hombres que lo hacían en dirección opuesta.
Tan pronto prescindí de la manejadora, me aventuraba a ir solo al parque todas las tardes a jugar a los escondidos con el último "salva", a los cogidos con sus dos versiones: el topatieso y el caimán de agua dulce, y a los pasos gigantes y pasos enanos, donde la persona que cantaba los pasos lo hacía desde una de las pequeñas escalinatas de la estatua de Agramonte. Después vino la época de jugar pelota con una bola que construíamos con papel y tiras de cartón de las cajetillas de cigarros "El Cuño", "Competidora" y "Partagás". Jugábamos en una plataforma de cemento a un costado de la Catedral, donde tocaba los domingos la Banda Municipal. La primera y la segunda base eran las columnas de la iglesia, la tercera era un punto imaginario al borde de la plataforma y el home plate era el sitio desde donde le pegábamos a la bola con la mano, señalado mediante cualquier objeto que recogiéramos del suelo. También jugábamos al trompo, a las bolas (el pegao, la cuarta y la olla) y a las postalitas con sus dos alternativas: el soplao y la fallunca. Esta fue una época peligrosa para estos juegos porque los trompos, los bolones de acero y las postalitas eran codiciados por los muchachos de los barrios marginales y no había una semana que los juegos no terminaran en pelea.
Fuimos creciendo y aparecieron los patines "Unión Cinco" que venían acompañados con una llave que cuidábamos celosamente colgada del cuello para apretar las ruedas que se aflojaban continuamente. Hacíamos carreras y todo tipo de piruetas. Aprendimos a caernos de rodillas y nuestras madres se hicieron expertas en primeros auxilios y en coser parches a los pantalones.
En esa época surgieron los primeros enamoramientos y el parque, además de ser nuestro patio, se convirtió también en el sitio donde las chicas nos arrancaron otro tipo de lágrimas sin habernos caído de rodillas o habernos fajado con muchachos de otros barrios.
No solamente es el parque lo que recuerdo, sino también sus alrededores: "El Parque Bar" donde, desde una vidriera, Vicente Cal nos llamaba por nuestros nombres y nos despachaba diariamente con una sonrisa; la "Dulcería Roxi" con sus inigualables coffee cakes, la "Esquina del Cambio", el "Edificio Collado", la "Farmacia Tomeu" y el puesto de frutas en la esquina de Cisneros; el Liceo con sus venerables ancianos dándose balance, y unos zánganos que en época de San Juan les tiraban almagre a los ingenuos paseantes; la Liga de los Veteranos (vergüenza me da confesar que durante los carnavales, desde un camión de paseo, les cantábamos: “los viejos de La Liga tienen barriga”); una barbería donde me hicieron mi primer corte de pelo; "La Casa Cabana", donde compré mis primeros discos "Panart" de 78 revoluciones; la casa de los Robirosa, y la esquina de Cristo por donde doblaban todos los entierros al campaneo de la Catedral.
Más de treinta años transcurrieron y regresé a Camagüey por motivos familiares unos meses después de la visita del Papa Juan Pablo II. Llegué un sábado por la tarde, y al siguiente día, domingo, asistí a misa en la Catedral. El Padre Pepito Sarduí la oficiaba y en su homilía llamaba por sus nombres a varios feligreses recomendándoles ciertas labores de la parroquia. Todos nos dimos el abrazo de la paz y cuando salía con el alma estremecida de tanto afecto y bondad, me encontré con mis queridos amigos el Dr. Raúl del Pino, Pinito como le decíamos, ex preso político, y el Dr. Manolín Paisán, el médico que me diagnosticó y curó una alarmante leucopenia cuando terminaba el bachillerato, ambos hoy ya fallecidos. Nos abrazamos y nos sentamos en uno de los bancos a conversar sobre las viejas amistades, Miami, y el Camagüey que todos habíamos dejado atrás. Mi mirada recorría atentamente la calle Independencia donde ya no existía "El Roxi" ni "El Parque Bar"; ya no había "Esquina del Cambio"; en la calle Martí, el "Edificio Collado" mantenía su nombre casi ilegible en una pared sin pintura desafiando las innumerables lluvias, y solamente quedaba la sombra de la que fuera la "Farmacia Tomeu"; y en la calle Cisneros, el Liceo, ahora convertido en biblioteca; al lado, ya no existía barbería, ni Liga, ni "Casa Cabana" ni casa de los Robirosa, ni puesto de frutas en frente. En el parque nadie patinaba y nadie jugaba a la pelota con cartones de cigarros; sin embargo, todo era igual. Bastaba un solo banco, la estatua del Bayardo, la Catedral y un par de amigos para que el mundo hubiera girado vertiginosamente y me encontrara otra vez en mi pueblo, en mi parque, en mi hogar.
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ver en el blog
La Esquina de Rancho Chico (por Eduardo F. Peláez)
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