Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.
Los textos anteriores se pueden leer en este enlace.
A pesar de la tranquilidad aparente que acompañaba la rutina diaria desde hacía ya unos cuatro o cinco meses meses y el hecho de haber cortado cercas y adornado el campamento, nada garantizaba que fuéramos considerados de otra manera que simples confinados sometidos al trabajo agotador y mal pagado. Por siete pesos se laboraba duramente de sol a sol, con buen o mal tiempo. El mal llamado gobierno revolucionario había encontrado un filón en nosotros y lo explotaba como mejor le parecía. No obstante, tenían la poca madre de llamarnos combatientes o soldados.
Las noches seguían con su ritmo de lecturas ya fueran políticas o del código penal militar que se blandía como amenaza suprema. Tampoco estábamos lejanos del risible discurso de la invasión imperialista en el que pocos o casi ninguno de nosotros creía. El enemigo imperialista puede atacar en cualquier momento y debemos estar preparados para hacerle frente, repetía con frecuencia el sargento Rodríguez. Muchos nos mirábamos cuando como disco rayado repetía sus sandeces y muchos disimulábamos más mal que bien alguna sonrisa burlona. El sargento tapón nos caía decididamente muy mal.
Una de esas madrugadas en que dormíamos después de habernos disparado la consabida monserga revolucionaria, fuimos despertados bruscamente. Volvían los improperios acompañados de gritos de alarma de combate, recojan todas sus pertenencias. Serían entre las 3 y las 4 de la madrugada, justo cuando Morfeo te abre los brazos, cuando ya ni los ronquidos de otros compañeros te molestan y piensas a través de los sueños que estás en otro mundo.
No paraban de gritarnos. ¡Arriba, arriba, muévanse! Apenas atinamos a recoger nuestras escasas pertenencias incluidas las hamacas. No nos quedó más remedio que correr hacia el lugar de formación acostumbrado.
Algo pasaba y la cosa no estaba para bromas. Ya formados vimos varios camiones militares fuera del campamento con soldados armados que no eran reclutas del SMO sino del servicio regular. Aquello intrigó a más de uno, pero no podíamos decir nada. Al cabo de un rato se nos ordenó subir a los camiones. Había también un par de jeeps rusos que precedían los camiones en los que íbamos. Se nos dio orden de no hablar, comunicábamos con la mirada y con ella combatíamos entre angustia e interrogación.
Como siempre, no sabíamos adónde nos llevaban, muchos pensamos que se trataba de un simple traslado, pero todo se hacía de manera tan callada y metódica que imaginábamos más de un escenario posible. Habían llamado aquello alarma de combate, pero los únicos armados eran los soldados porque ni machetes teníamos. ¿A quién íbamos a combatir desarmados como estábamos?
Después de una media hora aproximadamente los camiones pararon en una guardarraya delante de un campo de caña cortado desde hacía días si nos fiábamos a la paja que estaba bien seca. Nos dieron la orden de bajar de los camiones y ya formados se nos dijo seguidamente que avanzáramos hacia el medio del campo. Una vez allí hicieron que nos sentáramos. Lo curioso era que los cabos de la UMAP estaban con nosotros como otros confinados más. Aquellos grados de cabo de color azul que algunos llevaban con cierto orgullo, no les servían de nada. Ahí estábamos todos metidos en el mismo saco.
Cada vez que alguno de nosotros se movía o trataba de susurrar algo a un compañero, nos mandaban a callar. El grupo de soldados y oficiales que nos vigilaba se mantenían a cierta distancia y nos rodeaba prácticamente. Los oficiales iban y venían, hablaban entre ellos y nosotros sin enterarnos de nada. ¿De qué hablaron? Nunca lo supimos, pero la situación más que absurda no dejó de inquietarnos. Estábamos rodeados por soldados armados para la guerra con cascos, cananas y fusiles. Indiscutiblemente no era para cortar caña.
Eran pasadas las doce del mediodía cuando se nos formó para subir a los camiones una vez más. Sin darnos explicación alguna nos llevaron de vuelta para el campamento. La alarma de combate dizque para la guerra había servido única y exclusivamente, creo yo, para meternos miedo. Temible arma la del miedo.
Vaya el lector a saber qué le había pasado por la mente a aquellos que tenían el mando y que podían avasallarnos como mejor les conviniera. Sigo pensando cincuenta años más tarde que la hipótesis de eliminarnos en una situación determinada y de forma expedita, era probable. Para ellos nosotros no significábamos nada, salvo quizá la mano de obra esclava tan necesaria para trabajar en el campo.
Regresamos al campamento con el estómago pegado al espinazo. No dejé de recordar aquel triste día del 24 de junio cuando había llegado por primera vez a ese campamento. Para colmo, el almuerzo preparado a toda velocidad, fue una lata de sardinas y plátano verde hervido. Con la barriga algo llena terminamos aquella tarde inundados en todo tipo de elucubraciones. Nuestros verdugos de pacotilla podían sentirse satisfechos una vez más. Si algo lograron en aquel “combate” fue que en lo adelante nos fuéramos a dormir pensando siempre en que las noches podrían ser cortas, muy cortas. Éramos enemigos de la revolución y como tal había que tratarnos.
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