Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.
Los textos anteriores se pueden leer en este enlace.
La limpieza de la caña tocaba a su fin. No dejo de recordar cómo era de fácil entrar con la guataca por aquellos surcos por los que habíamos pasado más de una vez para eliminar la mala yerba. El verdor de las hojas de esa planta magnífica que ya alcanzaba una altura respetable, resaltaba aún más en aquella tierra roja en la que a veces se tropezaba con aquellas piedras de origen calizo, filosas como cuchillo comúnmente llamadas diente de perro, los gusanos meones y algún majá que pasaba a peor vida luego de un machetazo propinado gratuitamente por alguno de los sargentos.
Las noches empezaban a ser más frescas en aquel mes de noviembre de 1966. Afortunadamente nos habían suministrado unas colchas azules con unas listas grises que nos protegían de cierta manera del comienzo de nuestro invierno tropical. Lejos estaba de pensar en aquella época que un día viviría inviernos nevados y con temperaturas de hasta -25°C y más.
Nuestra rutina del guataqueo cambiaría un buen día en el que la guataca desaparecía para cederle sitio al machete. Y si de guataca o azadón nunca había sabido, tampoco sabía de machete.
Para estrenarme en aquellas lides me pusieron de compañero a un nuevitero mucho mayor que yo de apellido Morgado cuya edad debería rondar entonces por los 30 años. Era un flaco musculoso que le gustaba hablar y que al parecer ya había cortado caña anteriormente. Llegada la hora de entrar en el surco, entre él y Segundo el político me explicaron cómo tenía que hacer y así me estrené como cortador de caña.
Entre el abajo y de un solo tajo como rezó una vez cierta propaganda, con un guante en la mano izquierda y el machete en la derecha corté mi primer plantón que hizo reír a Segundo, quien no muy lejos, me seguía con la mirada. 28, si la zafra dependiera de ti, estaríamos muy jodíos, me había dicho sonriendo. Aun suenan en mis oídos esos chasquidos característicos de cuando se corta la caña y el ruido que produce el movimiento de nuestros pies sobre el cogollo que se acumula. Nunca sería buen cortador de caña, pero algo siempre se pegaba como pelar una caña y saborear su dulce néctar.
Con Morgado la conversación no era agradable, no porque fuera mala persona sino porque veníamos de dos mundos diferentes. Salvo raras excepciones, Morgado solo hablaba de sus proezas sexuales.
En una de esas mañanas de corte, Morgado me había contado, dando todo tipo de detalles, como había violado a una mujer. Tan inocente era con mis dieciséis años que me había tomado tiempo comprender que aquel encuentro suyo con una mujer no tenía nada de romántico y sí mucho de crimen. Por suerte, no fue mi compañero de corte por mucho tiempo.
Tampoco tardó mucho para que el corte de caña deviniera tragedia. El primero en cortarse los tendones de la mano izquierda de un machetazo fue el confinado Alberto Mohimenta Sotolongo. Y bueno, cortarse, se puede cortar cualquiera, pero para que a un guajiro como Mohimenta se le fuera el machetazo de esa manera era porque algo había detrás.
El correo-corre fue grande y cogió desprevenido a todo el mundo, empezando por los sargentos. Cuando Mohimenta pasó delante de mí, caminaba ayudado por dos confinados que lo sostenían, con el brazo izquierdo en alto y la manga de la camisa empapada en sangre. Poco fue lo que se laboró ese día, la imagen de Mohimenta ensangrentado daba miedo y pena a la vez.
Dos días más tarde Mohimenta estaba de regreso en el campamento con su brazo enyesado y en cabestrillo. Según decía le dolía, pero sus ojos brillaban cuando contaba que para empezar lo habían rebajado de servicio durante 30 días. El machetazo le había cortado parcialmente los tendones de su mano izquierda y según él recuperaría la movilidad.
Mohimenta nunca dijo que se había cortado a propósito, pero a muchos nos asaltaba la duda. Curiosamente, apenas habían transcurrido un par de semanas que ya otro confinado se había cortado más o menos de la misma manera. Aquella zaga apenas comenzaba y se iría multiplicando por todos los campamentos de las UMAP. Con tal de no trabajar en el campo muchos se mutilaron. Al final hubo compañías completas con rebajados de servicio por esta causa. Me tocaría conocer posteriormente a confinados que habían perdido parcialmente el uso de una de las manos.
Debo reconocer que me pasó por la mente, y de haber sido así lo más que hubiera conseguido habría sido una buena contusión porque tampoco mi machete estaba amolado como se debía. Fue una locura que a muchos le debe haber pesado años después. ¿Valía la pena? No lo creo, aparte de no trabajar, tenías que quedarte en el campamento y en muchos casos realizar labores con la mano que te quedaba libre. La desesperación era a veces muy mala consejera.
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