Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.
Los textos anteriores se pueden leer en este enlace.
Obtener el pase para la visita médica en Camagüey fue prácticamente un juego. Ningún militar se objetaría a un médico sobre todo si este portaba grados. Laborí, el jefe de personal no dijo ni pío y de su oficina en el batallón de Navarro, salí a coger el tren que me llevaría al Senado, luego tomaría una guagua hasta Minas y de allí a Camagüey.
En Minas, tierra de mis ancestros por parte de madre tenía parada obligatoria en casa de mi tía Carmelina una mujer bondadosa y campechana que en una época más floreciente había tenido con su marido una bodeguita en la que se vendían entre otras cosas, durofríos de todos tipos y sabores. Sin hijos, siempre habían tenido con ellos al más fiel de los animalitos y el de aquella época se llamaba Clavelito. Mi tía, como toda la familia de mi madre venía del campo, específicamente del Central Senado donde aun vive mucha familia. Así y todo, durante los años 30 mi tía Carmelina había vivido en Georgia, Estados Unidos, gracias a unas amistades y allí había pasado unos dos años.
Mi tía me quería muchísimo y su gran preocupación era lo flaco que estaba por esa época y por ello no dejaba de atiborrarme de comida cada vez que pasaba por su casa. A decir verdad, era un güin. Cuando me veía con el uniforme de la UMAP, siempre me decía: un muchacho bueno como tú no debería estar allí. Mira lo flaquito que estás. Estoy segura de que Fidel (Castro) no sabe nada de eso. De mis tías por parte de madre era la única que creía en el energúmeno que nos gobernaba. No valía la pena que discutiera con ella. Fidel Castro era un hombre bueno y le ocultaban muchas cosas. Pero así era ella mi buena tía Carmelina.
Con la barriga llena agarré otro tren que me llevó hasta Camagüey. El pase era solo por 72 horas, pero fue suficiente para ver la familia, los amigos, pasar un buen rato y de pasó ver a un oftalmólogo que me dijo que no tenía nada y que tomara aspirinas o ridol para los dolores de cabeza. Había ido a la consulta con el uniforme de la UMAP pensando que aquello surtiría algún efecto, pero nada.
De regreso al batallón, le dije a Laborí que debía regresar a ver el médico de Jaronú y al día siguiente, viendo que no era proclive a las fugas, me dejaron ir solo. El médico ya conocido no tardó mucho en decirme que lo único que podía hacer era darme reposo por 30 días, pero debía pasarlos en el campamento. Era algo mejor que nada y me despidió deseándome buena suerte.
A los pocos días de regresar al campamento rebajado de servicio lo cual consistía en lavar las letrinas, recoger cuanta colilla de cigarro pululara por el campamento y cuadrarse ante el teniente, sargentos y más. Ese lavado cotidiano de letrinas no se lo deseaba a nadie así que paso por alto los detalles. La única ventaja era que comíamos antes que los demás confinados y siempre se agarraba un poquito más.
Sin zafarrancho de combate se nos dijo al cabo de dos semanas que seríamos trasladados de campamento así que no hubo alertas de madrugada y un buen día nos encontramos de nuevo montados en aquellos camiones Zil que ya nos eran familiares. Solamente era un cambio de zona porque el traslado no duró mucho tiempo.
El nuevo campamento, si podía llamarse así, era una gran nave donde nos pusieron a los 120 confinados. Encontramos cierta mejora porque el techo era de tejas de zinc y el piso de cemento. La otra particularidad era que estaba situado al lado de una grúa cañera lo que nos permitía ver cierto movimiento aparte del nuestro. Con nosotros no viajaron ni el jefe de compañía ni los políticos, de repente me quedaba sin Segundo, mi ángel de la guarda.
Al frente de la compañía se quedó el segundo al mando, quien más interesado en comer su bistec y sus plátanos maduros con el consabido vaso de leche, que según el debía tomar para curar una úlcera estomacal, se ocupaba poco de la disciplina. Como rebajado de servicio pude pasármela mejor y librarme de la limpieza de las nauseabundas letrinas. El segundo al mando me había ordenado hacer algo mejor: ocuparme de su caballo algo viejo. Y así le buscaba cogollos de caña para comer, lo llevaba a tomar agua montado en él y hasta en una oportunidad el segundo al mando me dejó ir en él a una suerte de carnicería que estaba algo distante para que le buscara su siempre bienvenida cuota de carne. Carne de la cual me robé un pedazo cortando un trocito con un machete y que me comí cruda ahí mismo. Carne era carne y tenía hambre.
Así pasaba aquellos treinta días de rebaja de servicio con los otros herniados y estropeados yendo además a buscar la borra del café que se hacían los cocineros y hacernos nuestro “café” colando la borra hasta dos y tres veces. Al menos algo de aroma tenía.
Poco antes de acabados los treinta días se presentaría otro traslado. Nuestra vida comenzaba a “mejorar” un poco, con otros verdugos, pero en algo mejoraba. El campamento de Méjico se alejaría en la distancia, pero no de nuestras mentes, tristes y duros recuerdos quedarían para siempre.
No comments:
Post a Comment