En el inmejorable marco del III Festival Internacional Casandra de Teatro dedicado a la Mujer se presentaron dos obras muy diferentes entre sí, pero con un gran punto en común: la maternidad frustrada de las protagonistas.
Si bien Yerma se consume en esa frustración –que a mi juicio enmascara otra mucho más grande: la de la falta de amor y atracción sexual por su seco marido–, atrapada en el rígido corsé de las cuatro paredes de su casa, y, por supuesto, de los prejuicios y convencionalismos culturales que aún hoy condicionan el comportamiento de la mayoría de las mujeres (por muy liberales que se consideren), Frida se realiza como mujer, libre pensadora y artista, y se crece y trasciende sobre el terrible infortunio de su enfermedad, su accidente y la mutilación de su pierna.
Yerma está sana del cuerpo, pero enferma del alma, del espíritu; Frida, en cambio, es prisionera de un cuerpo enfermo, pero su alma vuela, la libera de ese cruel encierro. Sí, ambas sufren, pero de distinta manera.
Lilliam Vega, que gracias a Dios está muy sana, tanto del cuerpo como del espíritu, y es una madre y una mujer totalmente realizada, ha podido entender y atrapar muy bien – quizás por lo mismo– universos tan contrapuestos entre sí como los de Yerma y Frida, y nos ha regalado dos puestas memorables: Yerma y La fiesta de Friducha, por supuesto que con la complicidad de Raquel Carrió y de los excelentes actores que corporizaron la inmortal tragedia lorquiana, y de Rosalinda Rodríguez y Carmen Olivares, en el difícil reto de mostrar en escena de modo tan explícito y magistral la batalla –y la victoria (¡sí, la victoria!) – de Frida sobre su tragedia corporal.
Ivanesa Cabrera, sin lugar a dudas, se convirtió en Yerma esa noche, y me admira cómo una mujer que es madre pudo olvidarlo para sentir el drama de lo contrario, y mucho más que eso, el de no sentir pasión por su pareja, y sí atracción reprimida por lo prohibido, que es Víctor (Frida, en cambio, no lo hubiera dudado).
Anna Sobero, como María, la amiga felizmente embarazada de Yerma, volvió a demostrar que es una actriz que engrandece cualquier papel pequeño al que se enfrente, y su María es totalmente opuesta a la amargada Yerma: fresca y alegre como cascabel, creíble aun desde la perspectiva actual.
Susana Pérez estuvo inconmensurable en su rol de la vieja Dolores, en una actuación muy diferente –como ella misma me dijo cuando la saludé y felicité al final de la obra– a las que nos tiene acostumbrados desde Sol de batey.
Jorge Luis Álvarez, a su vez, fue absolutamente convincente como Juan, el esposo de Yerma, “quien pasa mucho tiempo trabajando en el campo, especialmente de noche, y pone más esfuerzo en ganar dinero que en crear una familia”, como reza la sinopsis de la obra, y el afable Jorge Luis se transmutó en ese hosco labriego andaluz “al que no le importa tener hijos”, pero que tampoco parece sentir el apremio de la carne de su esposa (quién sabe si se desahoga por su propia mano en las largas noches en que duerme fuera de casa, o si alguna cabra sustituye a Yerma en sus urgencias viriles).
Rodolfo Jasper, como su amigo Víctor, fue la contrapartida perfecta de Jorge Luis. Joven, fresco y extrovertido, encarnó perfectamente a quien hubiera podido ser el escape de Yerma de su infelicidad, pero el temor al qué dirán y a la maledicencia de la aldea la bloquean e inmovilizan.
Raquel Carrió, en su admirable versión del texto original de Lorca, nos ahorró tener que soportar a las “metiches” hermanas de Juan, que bien mirado, no fueron necesarias para recrear la ya de por sí opresiva atmósfera de la casa de Yerma y Juan (en La fiesta de Friducha, como leerán a continuación, tendremos en cambio a una hermana casi omnipresente).
“No os acerquéis, porque he matado a mi hijo, ¡yo misma he matado a mi hijo!, finaliza así esta impactante tragedia, con una tremenda Ivanesa Cabrera dando ¿fin? al calvario de Yerma, para dejarnos pensativos sobre si el nuevo y terrible destino al que la frustración la ha arrastrado está justificado o no. Se los dejo de tarea.
En La fiesta de Friducha, en cambio, la Khalo no mata a Diego, ni se coarta de serle infiel con otros hombres, e incluso con otras mujeres, imponiéndose sobre el qué dirán y la maledicencia de la sociedad mexicana de la época.
El teatro, la televisión y la sociedad floridana y miamense en particular han –¡hemos!– tenido la grandísima suerte de que la absoluta y exquisitamente mexicana Rosalinda Rodríguez haya decidido asentarse en nuestros playeros predios, y que –¿quién mejor que ella? – aceptara, “a calzón quitado”, con total devoción, admiración y amor, el reto enorme de apropiarse del mito y la leyenda de Frida, para humanizarla y hacerla cercana, tangible, y mucho más admirable que cuando solo leíamos sobre ella o veíamos sus desgarradoras pinturas.
Rosalinda, sin dejar de ser ella misma, ha logrado también desdoblarse en Frida: entenderla, justificarla, transitar con ella por los episodios más traumáticos de su vida, como la polio, el accidente del pasamanos del autobús que la desgarró –“¡vaya manera de perder la virginidad!”, acota Frida/Rosalinda–; el affaire con Trotski y su asesinato, ordenado por Stalin desde el rojo Moscú, y la traición, por partida doble, de su hermana al acostarse con Diego, y de este al hacerlo.
Por si fuera poco, Ivanesa me contó que el texto fue escrito entre Lilliam y Rosalinda –que sin dudas fue la que le aportó la enjundia mexicana, tequilera, alburera y mal hablada de la protagonista–, con un poder de síntesis y de escalpelo que atribuyo con total convencimiento a la directora.
No faltó nada, desde la eficaz, efectiva y bien escogida banda sonora, hasta la sugerente y surrealista escenografía (no es casualidad que se mencionara a André Breton; fue en cambio muy “causal”), ni que Carmen Olivares, como la hermana puta de Frida, se desdoblara en ella para cantarnos; ni tampoco los mariachis omnipresentes en la vida diaria mexicana, con la “exYerma” Ivanesa Cabrera cantándonos Si nos dejan.
No comments:
Post a Comment