Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.
Los textos anteriores se pueden leer en este enlace.
Desgraciadamente aquellos días rebajado de servicio pasaron volando. Otros cambios se avecinaban y con ellos otro traslado para un campamento que se encontraba en las afueras del central Jaronú y desde donde se podían ver perfectamente las chimeneas de aquel coloso de hierro que en otras épocas era orgullo de Camagüey.
La llegada al nuevo campamento se hizo como era de esperar, sin bombos ni platillos. Nos esperaban como nuevos jefes el teniente Gilberto Cause Ferrer y el teniente Rafael Silva Segura, el primero sería el segundo al mando y se jactaría siempre de su cojera, producto decía él, de un balazo recibido en combate en la Sierra Maestra. Si por un lado los tres sargentos de Méjico se unían al corro de los jefes, por otro lado, los políticos eran otros dos y ambos venían de Oriente, un par de guajiros que más brutos no podían ser, pero con aquel título de políticos se creían muy importantes.
Habíamos llegado de día. Tuvimos la grata alegría de encontrarnos con unas barracas limpias con techo de zinc y piso de cemento. Había un tipo de armazón para poder poner las hamacas y estirarlas. El campamento, cercado, digamos dentro de la normalidad de un campamento militar, parecía haber sido construido desde hacía poco. El comedor era amplio y limpio con aquellas mesas y bancos de cemento hechos como para que nunca se movieran de allí. Las dos barracas contenían 60 hombres cada una, las consabidas letrinas un poco más aceptables y una serie de duchas individuales, pero sin puerta, salvo la de los oficiales, en las que un pedazo de saco de yute hacía de puerta.
Ya instalados se nos entregó un mosquitero a cada uno. Mala señal, pensé. El tiempo me daría razón. Si el campamento de Méjico se compartía con ratas, alacranes y arañas peludas, el flagelo de este serían las hordas de mosquitos que atacaban tan pronto se ponía el sol hasta ya entrada la mañana. ¡No daban tregua! A la hora de la formación vespertina y nocturna el mantenerse en atención era un suplicio y los mosquitos aprovechaban para ensañarse con sus víctimas como si supieran que ningún manotazo podría espantarlos. Por suerte no eran tiempos de dengue.
De este campamento vería partir pronto a todos aquellos rebajados de servicio que me acompañaban desde Méjico, así como a los mayores de 27 años. Así vi partir a mi buen amigo y consejero Luis Peix Riverón, el 33, al gago Miguel Ángel Montejo Lamas, el 26. No dejó de ser un poco triste la despedida, pero eso significaba la libertad para ellos. El grupo era bastante numeroso y fue reemplazado rápidamente por otros confinados venidos de Pinar del Río, La Habana y Santiago de Cuba. De aquellos 12 de Méjico solo quedaríamos Valero, el 18, Castillo, el 20, y Salgueiro, el 34. Los testigos de Jehová como es ya sabido terminarían todos en la cárcel.
Ahí conocí al habanero cuyo maletín había sido robado por aquel preso de La Habana que llevaba el número 15, hecho que ya narré anteriormente. También hice buena amistad con un mulato santiaguero estudiante de física en la universidad de Oriente, fino, culto y estudioso. Cada vez que tenía una oportunidad sumergía su vista en los libros que lo acompañaban, decía él, desde el primer pase. No podía vivir sin estudiar. La última vez que lo vi fue cuando cuatro soldados lo sacaron de la barraca por la fuerza. Mi amigo había osado encarársele al jefe de compañía. Lo habían lanzado en un camión como si fuera un saco de papas y se lo llevaron sin que nadie supiera adónde. Fue triste y no podíamos hacer nada.
Para el teniente Gilberto Cause Ferrer, el segundo al mando, la vida se organizaba dándonos órdenes y arengas por un lado y ocupándose de su cría de gallinas por otro. Para ello explotaba al confinado Alberto Cabrero, el 14, a quien ya describí como alguien con problemas mentales. El Tte. Cause le había dicho al 14 que sus gallinas y gallos era una tropa de que la que tendría que ocuparse haciéndolo responsable de todo lo que pudiera pasarles a las aves de marras. Daba grima ver a Cabrero, aquel guajirito rubio de ojos azules, siempre abotonado hasta el cuello, pararse en atención tres veces al día para rendirle el parte al Tte. Cause
Así, cuando el 14 veía al Tte. Cause acercarse al gallinero para allá corría a rendirle el parte y parado en atención empezaba:
- Compañero teniente, el recluta no. 14 se presenta ante usted para rendirle el parte.
- Póngase cómodo.
- Compañero teniente, están presentes 8 gallinas y un gallo. Tres gallinas pusieron, una está culeca, dos están echadas con más de una docena de huevos y las otras dos están al poner.
- ¿Cuántos huevos tenemos?
- Con los de ayer 4.
- ¡Atención! ¡Media vuelta! ¡De frente, march…!
Alberto Cabrero, el 14, como buen soldado que se creía, daba media vuelta y se retiraba marchando hasta que viniera de nuevo el Teniente Cause quien siempre se retiraba del lugar con una sonrisa burlona. El teniente Cause era un hijo de mala madre. Gozaba con aquel momento en que un inocente, porque eso era Cabrero, un inocente, que creía que lo tomaban en serio. Tengo que admitir que al principio no dejamos de burlarnos también para luego sentir pena por aquel guajirito de ojos azules llamado Alberto Cabrero, el 14.
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