Sintiendo mi fantasma venidero
bajo el disfraz corpóreo en que resido,
nunca acierto a saber si vivo o muero
y si sombra soy o cuerpo he sido.
Mitad cuerpo, mitad sombra es todavía para nosotros Gastón Baquero (Banes, 1914 – Madrid, 1997). Durante años los autores de mi generación no pudimos leer de él otra cosa que esa decena de textos - fundamentales sí, pero desgajados del quehacer mayor que los produjo- incluidos por Cintio Vitier en la antología Diez poetas cubanos. Era, desde luego, el autor de “Palabras escritas en la arena por un inocente”, de “Testamento del pez”, de “Saúl sobre su espada”, más se llegó a decir de él que era un autor de ocasión, caballero que abandonó la liza poética para dedicarse a una hedoné particular – su bien financiada labor en el Diario de la Marina. Lo demás parecía perdido, o era el placer de unos pocos decir que así era. Temíamos el tener que dar la razón a la frase tremenda que nos dejó en su ensayo “Los enemigos del Poeta” : “La poesía perece a cada instante”. La suya parecía haber naufragado entre viajes, ausencias, silencios voluntarios e impuestos.
Años después, en 2001, con La patria sonora de los frutos, una antología de sus poemas mayores, preparada por Efraín Rodríguez y que dio a la luz la editorial Letras Cubanas, buena parte de esa creación nos fue restituida y demostró formar un corpus resistente, desafiante, dentro de la cultura cubana. Sin embargo ¿cuántos autores de las nuevas promociones se detienen ante el quehacer de un poeta cuya difusión continúa resultando parca?
En 1942 el escritor había definido el apresamiento del ser de la poesía como “punto menos que un alto imposible, un absurdo glorioso”, años después, en su ensayo “La poesía como reconstrucción de los dioses y del mundo” aseveró con más precisión: “la poesía es la prolongación en el hombre de la imagen y semejanza de Dios, en cuanto a creador”. El “imposible” de sus inicios, la identidad con lo divino de la madurez, coinciden en la búsqueda de la belleza a gran altura en la que el hilo conductor es la fábula.
Para Baquero la invención es esencial, en su obra, la fábula, como en el mundo preteológico de ciertas culturas, es la vía para lograr una visión totalizadora de la realidad, en la que conviven la búsqueda ontológica y el ansia de belleza, la unidad de ambas le otorga hondura:
La poesía es una penetración. Tienes que entrar rectificando mucho lo personal privado. Si esa manera, que es un poema ahora distinto, puede ser bella, mejor. Se supone que en la poesía interviene, aparte del elemento filosófico, ontológico de la averiguación, la búsqueda de la belleza. No sólo basta que sea ontológicamente valiosa, sino que además ha de ser bella. Y ese es el problema de la poesía, uno de los problemas ante los cuales yo me he enfrentado y me sigo enfrentando.
Eliseo Diego se ha referido alguna vez a la duplicidad que él descubría entre “el buen Gastón” y “el bachiller Baquero”, es decir, la coexistencia en el autor de una vertiente íntima, sentimental, confesional, junto a otra más ambiciosa y dominada por el embrujo de lo verbal, aunque esta observación, parcialmente válida para la obra del escritor hasta 1959, comienza a ser cada vez más inexacta en la medida en la que el poeta madura y va conciliando ambos modos en una personalísima manera de hacer.
El autor del “Soneto a las palomas de mi madre” está todavía muy cercano a la poesía de la generación anterior, la deuda con Florit es tan evidente como la perfecta asimilación de los autores del Siglo de Oro español:
A vosotras, palomas, hoy recuerdo
decorando el alero de mi casa.
Componéis el paisaje en que me pierdo
para habitar el tiempo que no pasa.
El soneto dedicado al “Nacimiento de Cristo” está sellado ya por esa mirada angustiosa sobre la realidad, en vez de contemplar como otros poetas el esplendor navideño, sólo ve el anuncio de la Pasión en el niño:
Siendo recién venido eternidades
a sus ojos acuden en tristeza.
Ya nunca sonreirá. Hondas verdades
ciñéndole en tinieblas la cabeza,
van a ocultar su luz, sus potestades,
mientras en sombras la paloma reza.
Décadas después, confesará en una entrevista: “Mi tema verdadero es, según creo, la desaparición de las cosas, la destrucción de lo bello, sobre todo”. Esta destrucción se anuncia ya en “El Caballero, el Diablo y la Muerte”, basado en el grabado homónimo de Durero, donde la Muerte es a la vez el destino fatídico y la piedad y “memoria del Señor”:
Cuando es llamada
por aquel que no puede con su alma,
se oculta entre la malla de los días;
luego se cubre el pecho
con su coraza negra,
y armada de su lanza,
su caballo y su escudo,
se arroja inesperada
entre la hueste erguida.
Tala sin ruido
lo pesado y lo leve.
Gastón recorre su existencia en el ámbito de la duda, como cristiano espera la Resurrección, mas la fragilidad de la vida le espanta. Observa cada día esa destrucción de lo que le rodea y como tantos antes de él –Pascal, Kierkegaard, Unamuno- siente la soledad como una agonía, una resistencia al fluir. El pasaje bíblico de Saúl llorando a sus hijos muertos en batalla, le hace componer de los poemas más desolados de la literatura cubana, Saúl sobre su espada:
Busca las cenizas de su cuerpo
Sombra ya, muerto ya, vencido.
Perdido en la llanura oscura de la muerte
Solo solemne muerto
Padre más solitario que todos los muertos.
Tal vez el texto mayor de Baquero sigue siendo “Palabras escritas en la arena por un inocente”, parábola de la condición del poeta: un ser infantil, marginado, no escuchado, que inocentemente redacta su discurso, mientras a su lado transcurre la gran Historia que no va a tenerle en cuenta. En su sueño los tiempos se funden, a su alrededor se mezclan Juliano el apóstata, la emperatriz Faustina, el Patriarca Atanasio, pero no entiende sus conversaciones, sus empeños, sus herejías. El poeta sólo sabe que las palabras que se le ocurren, incomprensibles para los humanos “en Dios tienen sentido” y esa justificación lo redime porque, según él:
Porque está en las manos de Dios y no conoce sino el pecado.
Y porque sabe que Dios vendrá a recogerle un día detrás
del laberinto.
Buscando al más pequeño de sus hijos perdido olvidado
en el parque.
Y porque sabe que Dios es también el horror y el vacío del mundo.
Y la plenitud cristalina del mundo.
Y porque Dios está erguido en el cuerpo luminoso de la verdad
como en el cuerpo sombrío de la mentira.
Parece exagerada la afirmación de Cintio Vitier en Lo cubano en la poesía de que este poema “contiene la metafísica de la irresponsabilidad en su sentido más radical”, sobre todo si ésta se interpreta como la sujección de la Isla a la imagen falsamente paradisíaca que le regalara Occidente. El sueño del poeta no está marcado por un fatalismo geográfico sino por la otredad de su condición, es un ser diverso de aquellos que representan el poder temporal o espiritual, e inclusive distinto de los que detentan una sabiduría “canónica”. Su justificación no está en la falta de responsabilidad pura sino en el sentido de su discurso, que se eleva sobre lo accidental, para ir hacia la sustancia imperecedera, lo que lo acerca a la gran tradición mística hispánica.
El poeta en su vejez rechazó en su Autoantología comentada (Signos, Madrid, 1992) este texto y muchos otros de juventud, por la carga sentimental o dramática que creía los lastraba. Frente a estas escrituras, contrapone la fabulación supuestamente pura, el delirio verbal de poemas cuyo propio título anuncia ya su condición de juego con la realidad y la cultura, marcos suntuosos que rodean las glorias y miserias humanas, recuérdese “Confesión de un fiscal de Bizancio” o “Luigia Polzelli mira de soslayo a su amante y sonríe”, producciones típicas del “bachiller Baquero”. Pero detrás de estas ricas tapicerías está la honda reflexión sobre el misterio de la existencia humana. El poeta no puede vivir siempre en el reino de la ironía y el elegante escepticismo, por entre las grietas de su máscara brota la efusión sentimental; así, la figura del anciano pordiosero junto a las cúpulas de San Carlos le lleva a meditar sobre la caridad y la angustiosa limitación de las relaciones humanas en “El mendigo en la noche vienesa”:
y allí aquel mendigo, fiero testigo en pie, con la mano tendida hacia la nada,
acompañado solamente
por las abrumadoras sombras de su soledad y de la soledad que ve en los otros.
Y nadie, nadie puede ayudarle, ni hacerle la caridad que mudamente pide,
ni hoy ni mañana ni nunca,
porque al hombre le es fácil compartir sus monedas
pero a ninguno le es dado pelear contra la soledad de un semejante.
A todo ello habría que añadir otras muchas cualidades, como la mirada de ternura con que reinventa pasajes ocultos de la cultura cubana en “Joseíto Juai toca su violín en el Versalles de Matanzas” o esa elegancia con la que retoma un tema tan cantado y al parecer agotado por los poetas de la generación anterior – Florit, Brull, Ballagas- la perfección escultórica de la rosa, símbolo de la pureza poética, en su “Discurso de la rosa en Villalba”.
Hay poetas que legan a sus culturas un sabor, la marca discreta discreta de un estilo, sólo unos pocos logran el empeño mayor: la fijación de todo un orbe en sus páginas. Gastón es de estos últimos, ya lo había descubierto María Zambrano cuando preparaba su ensayo “La Cuba secreta”:
Bastarían la poesía de Lezama y la de Gastón Baquero para que se probara esto: que la suntuosa riqueza de la vida, los delirios de la substancia están primero que el vacío: que en el principio no fue la nada. Y antes que la angustia, la inocencia, cuyas palabras escritas y borradas en la arena permanecen sin letra, libres para quien sepa algo del Misterio.
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