Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.
Los textos anteriores se pueden leer en este enlace.
Con el tiempo y un ganchito, como se dice a veces, conocí y trabajé con otros confinados que no venían precisamente de Camagüey. Entre ellos se encontraba un cuarteto formado por Noel Valdivia Morciego, Marquitos, Palmirio López López y Humberto García Silveira. Con ellos muchas losas que ayudé a transportar. Según decían cada losa pesaba 130 libras. El jabao Palmirio, dado a hacer pesas, las levantaba como si fueran plumas. Bueno, lo hacía para la exhibición porque como él decía había que cuidarse y no curralar mucho.
Como el aeropuerto no quedaba tan lejos, la tentación de fugarse, aunque fuera para tomarse un refresco o un yogurt no dejaba de ser grande. Nadie osaba por mucho que se comentara hasta el día en que Palmirio me propuso la escapada. Algunos trataron de disuadirnos a la vez que nos prometían no decir nada y cubrirnos mientras pudieran. Así que sin mucho pensarlo nos aventuramos.
Nos lanzamos en aquella aventura escabulléndonos entre montones de vigas y otras piezas prefabricadas que se apilaban por todos lados. Así fuimos avanzando hasta llegar a la carretera. De ahí agarramos camino rumbo a el aeropuerto donde llegamos y nos instalamos en la cafetería como dos clientes más.
Por un breve momento nos habíamos escapado en todo el sentido de la palabra, vivíamos en otro mundo hablando de una cosa y de otra a la vez que gozábamos cada uno de un yogurt y un son de cola. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos en aquella plática, pero si recuerdo la mirada de asombro que me echó Palmirio. Detrás de mí se encontraba el sargento Hipólito. ¿Tomando yogurt, no? Nos espetó haciendo un gesto con la mano para que nos levantáramos y lo siguiéramos. Mientras caminaba delante de nosotros no sabíamos qué mascullaba entre dientes. Después del gustazo vendría el trancazo y hasta nos permitimos reírnos de nuestra hazaña.
De regreso al campamento después del trabajo el sargento Hipólito nos llevó ante el jefe de compañía quien solo se limitó a decirnos que se nos quitaba el pase semanal por un mes. El trancazo no había sido tan duro, mis padres podrían venir a visitarme los domingos.
Llegada a la tercera semana de aquel castigo ya no solo tenía ganas de salir de pase e ir a casa, sino salir por lo menos del campamento y ver otra cosa, aunque solo fuera para trabajo voluntario y los sábados siempre había. Por mucho que me quise colar en uno de los camiones ahí estaba el sargento Hipólito para decirme que no.
Así vi partir en uno de aquellos camiones Zil sin protección ninguna a un grupo de confinados de mi unidad como al negrito Humberto García Silveira. El muy jodedor, con su sempiterna sonrisa se burlaba de mí ya montado en el camión diciéndome: Te jodiste, eso te pasó por querer tomar yogurt. Sería la última vez que lo vería.
Unas dos horas más tarde comenzó a correr la noticia en el campamento de que un camión se había volcado. No era de extrañar, había choferes que conducían como locos. Había varios heridos, decían. La noticia que me dolió llegaría un poco más tarde. Hubo un fallecido y era el negrito Humberto. Fue triste perder a Humberto, un muchacho humilde, siempre risueño que quizá tenía todo un futuro por delante.
Hipócritamente, el jefe de batallón ordenó que se le hiciera un funeral casi militar y que se velara en su casa de Ciego de Ávila. De repente éramos militares, el jefe del batallón, el 1er teniente Pineda llegó hasta sugerir que hubiera banda de música para el entierro, cosa que nunca sucedió, por supuesto.
Un grupo de confinados dirigido por el político Colina acompañaría el carro fúnebre hasta su casa y allí se le haría guardia de honor durante toda la exposición del cadáver. Me brindé para ir y me aceptaron. Así, al día siguiente, salimos para Ciego de Ávila con varios compañeros, entre ellos los hermanos Marcano quienes curiosamente vivían justo al lado de la casa del fallecido Humberto.
Curiosa la familia Marcano, la mamá era adventista como sus dos hijos, pero el papá, no. Los Marcano tenían otro hermano que era capitán del ejército y fue uno de los que dirigió la guardia de honor. La familia Marcano fue muy atenta con nosotros, nunca nos faltó el café o alguna chuchería porque lo que fue comer de verdad nunca comimos hasta nuestro regreso.
Creo que el fallecido Humberto era hijo único. Su familia vivía en una casa muy humilde. Fueron momentos muy tristes con escenas que nunca he olvidado. Lo enterraron en el cementerio de Ciego de Ávila. Antes de cubrir de tierra el sarcófago el teniente Colina dijo unas palabras que a mí me parecieron falsas. De momento Humberto era como un mártir que daba la vida por la revolución. Como decía Juan Antonio Mella, exclamó, Humberto García Silveira era ancho de espaldas y fuerte de espíritu. Había que ser hipócrita y el teniente Colina era experto en ello.
Regresamos al cabo de 24 horas al campamento cansados y muertos de hambre. Para mí había valido la pena acompañarlo hasta su última morada. Siempre he recordado la cara de ese negrito risueño en todo momento, lleno de vida, llamado Humberto García Silveira. Demasiadas e innecesarias muertes había causado y causaría esa infamia llamada UMAP.
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