Nota del blog: Ultimo texto de la sección semanal a cargo de Víctor Mozo, desde la que compartió sus vivencias en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.
Los textos anteriores se pueden leer en este enlace.
Nunca me habría imaginado la existencia de ese central azucarero si no hubiera sido porque devendría mi último destino de aquellos dos años que pasaría en las UMAP. Prefiero recordarlo con su antiguo nombre porque otro nombre de país suramericano le había dado aquel que nos avasallaba desde 1959.
Allá fuimos a parar. El campamento estaba situado entre Ciego de Ávila y el antiguo central Stewart con sus calles limpias, su batey llamativo, su iglesia, el túnel debajo de la línea férrea para llegar al pueblo y la antigua casona otrora casa del administrador devenida hospital. Del batallón 30 sacaron una compañía que la componíamos mayormente camagüeyanos, moronenses y avileños.
Eran tiempos de grandes locuras y al gran megalómano que dirigía los destinos del país se le había ocurrido ampliar el central ordenando la construcción de un tercer tándem y nada mejor para esa obra faraónica y luego innecesaria que la mano de obra barata que brindábamos nosotros.
Para dirigir la compañía estaba el teniente Verdecia jefe de una de las compañías del batallón 30, un tipo de malas pulgas que hasta en una oportunidad, descargó su ira cayéndole a tiros a su pobre perro. No recuerdo si el perro se salvó. Al parecer, el teniente Verdecia no parecía haber aceptado con agrado que lo sacaran de Camagüey.
Allí nos harían trabajar día y noche, bueno trabajar en mi caso sería un eufemismo porque siempre me las arreglé después de todo por lo que había pasado de trabajar lo menos posible. Los cimientos construidos para el tercer tándem eran tan grandes como túneles y era fácil “perderse” por un buen rato.
Eran otros tiempos. Recuerdo que gracias a la invitación del negrito Cordobí para que entrara en nota, supe que hasta mariguana se fumaba en el campamento. Cortés y risueño le dije que no por mucho que me repitiera prueba Mozito que esto es una maravilla. Nunca supe de dónde sacaba su yerbita.
Las nunca amadas Unidades Militares de Ayuda a la Producción cesarían pronto de existir. Un buen día del mes de mayo del 68 nos anunciaron que pasábamos a ser civiles a condición de seguir trabajando allí hasta el cumplimiento de nuestro servicio militar.
Sencillamente los militares le soltaban una papa caliente a los civiles de la construcción y estos últimos se las verían negras con nosotros. Ya no estábamos militarizados y cansados de recibir órdenes. Así que tomamos aquello suavemente y haciendo de las nuestras.
Entre las múltiples venganzas se encontraban las de llegar tarde a trabajar, hacer siempre lo menos posible y hasta veces dejar el trabajo, coger la guagua e irse para Ciego de Ávila a comernos una pizza. Los capataces civiles nos tenían terror porque no se podía confiar en nosotros además de ser contestones, ¡bastante nos habíamos callado! La venganza era un plato que siempre serviríamos frío.
Como es de imaginar nuestros jefes tomaron medidas y una de ellas fue la de no darnos los cupones que nos daban para ir a comer si no trabajábamos. Fue perder el tiempo porque siempre teníamos a alguien que nos apreciaba y nos los daba, aunque no fuéramos a trabajar. La mayor parte de la gente del central nos acogía con buen agrado y hasta uno más que otro se echó su noviecita en el pueblo.
A pesar de reuniones y otras arengas un buen día agarramos nuestras cosas y nos largamos cada uno para su pueblo. Ansiábamos y queríamos más libertad. Puede que quedaran algunos, pero la mayoría nos fuimos del central Stewart sin decir ni adiós. Aquel central del que hoy solo quedan las chimeneas.
Salíamos de una larga noche que había durado entre dos y tres años. Larga noche de vejaciones, sufrimientos, locuras, suicidios y hasta asesinatos nunca merecidos. Todo por el capricho de un solo hombre que quería que fuéramos a su imagen y semejanza.
Contrariamente al título del conocido libro de Jan Valtin la noche no quedaría atrás. Las UMAP, aquellas cuatro letras, serían siempre sinónimo de aquella infamia que nunca se borraría y por la cual, 54 años más tarde se siguen esperando disculpas.
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