Laura Alemán, Yani Martín,
Beatriz Valdés y Alina Robert
Fotos/Julio de la Nuez
Cortesía del autor y de Alexa Kube
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¿Quién alguna vez en su vida no ha estado esperando por algo o por alguien durante bastante tiempo?; ¿quién no ha cifrado sus esperanzas de una mejor vida, o de un cambio beneficioso, en la llegada o el regreso de algo o de alguien que no acaba de llegar?
Creo que los cubanos –y más recientemente los venezolanos– sabemos algo de eso, pero afortunadamente los que vivimos en Miami pudimos escapar de esa espera, no así los que continúan allá, atrapados, “esperando que llegue la lluvia”, como estas cinco mujeres que Jean-Luc Lagarce, quizás como su alter ego múltiple, concibió –sobre todo la hermana mayor.
Jean-Luc Lagarce (1957-1995), “uno de los autores franceses modernos más representado y traducido” (como he leído de modo reiterativo a raíz de esta puesta miamense), estrenó esta obra un año antes de su muerte, causada por el terrible SIDA, y estoy convencido de que su estado de (des)ánimo debido a la certeza de su muerte inminente es el que explica que después de tanta espera no haya redención alguna con la llegada del “joven hermano”, y que, para colmo, este muera sin poder dar detalles ni explicaciones de sus avatares después de su destierro del hogar materno/paterno/abueleño y hermaneño debido a la muy presumible e indudable intolerancia de su progenitor.
“Siempre he querido morir en noviembre, si pudiese elegir (...)
Contar el mundo, mi parte miserable e ínfima del mundo, la parte que me toca, escribirla y ponerla en escena, construir apenas, una vez más, la chispa, la dureza, hablar con lucidez de la evidencia. Mostrar en el teatro la fuerza exacta que nos atrapa a veces, esa, exactamente esa, los hombres y las mujeres tal como son, la belleza y el horror de sus conversaciones y la melancolía que los invade de pronto cuando esta belleza, este horror, se pierde, y huyen y quieren destruirse a sí mismos, espantados ante sus propios demonios.
Decirle a los demás, buscar la luz y volver a decirlo, otra vez. Decir la gracia suspendida del encuentro, la detención entre dos seres, el instante exacto del amor, la dulzura infinita del sosiego; intentar decirles en voz baja la pureza perfecta de la muerte, el rechazo del miedo y el grito frecuente del odio, el grito, nuestro pánico y nuestra angustia infantil, y esconder la cabeza entre las manos, la fatiga de los cuerpos después del gozo, el cansancio que precede al dolor y el agotamiento que sigue al terror”.
Jean Luc Lagarce
Muy acertada entonces la decisión de Arca Images, de Alexa Kube como su productora, y de Larry Villanueva como su director, de presentar esta difícil obra en Miami, para exorcizar esos demonios que esboza Jean Luc y repensar la gran alegría que es vivir y disfrutar de todo lo bueno que tenemos, y sí, sin la menor duda, ¡han salido muy airosos de la prueba!, por supuesto que en gran medida gracias a las actrices seleccionadas para interpretarlas: cinco mujeres que desgranan sus frustaciones en escena, con sus vidas en suspenso desde que el padre alejó al hermano de la casa; y a esa dupla de excelencia integrada por Pedro Balmaseda y Jorge Noa, que diseñaron una escenografía que evoca lo mismo una casa que un manicomio o cárcel (no en balde el vestuario recuerda uniformes de presas, diseñado “para realzar la atmósfera claustrofóbica que prevalece a la largo de la trama”, como se ha justificado acertadamente.
Zully Montero, Yani Martín,
Laura Alemán, Alina Robert
y Beatriz Valdés
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Una lectura que hago, entre tantas posibles, es que todas se refugian en la espera para encontrar una justificación ante sí mismas para su abulia existencial y su falta de acción; una especie de “autovictimización”, que por desgracia es bastante común, ya que es más fácil culpar a alguien o a algo de nuestro estancamiento o nuestra frustración que aceptar la propia responsabilidad en ello.
Como ya hice cuando escribí la reseña de la obra Bayamesa, voy a referirme al trabajo actoral de todas de modo “impresionista”, por lo que me hicieron sentir, más allá del borde de lo expresado, ya sea con la palabra (que es la acción fundamental de la obra; una letanía obsesiva, de discursos que reiteran el trágico destino autoimpuesto de cada una), o con su lenguaje corporal (uno de los grandes aciertos de la dirección de Larry Villanueva).
Con un texto nada gratuito, repetitivo, pero ágil, cada gesto está justificado, incluso el grito ahogado…
Yani Martín, como la hermana mayor –y a mi juicio, el principal alter ego del autor en esta obra– es la única que logra escapar de vez en cuando de su opresiva vida familiar, con sus huidas a la ciudad en busca de amores pasajeros, y paliar así un poco “el tedio de ser decente” (como expresara la sin par Carilda en uno de sus formidables poemas eróticos): Yani me hizo “sentir” que el autor empleó esa misma especie de “ruleta rusa” en su vida real, con los resultados ya conocidos, tanto por su desenfado al decirlo como por su bien dirigido y logrado lenguaje corporal (su momento de baile de discoteca fue delicioso).
Yani Martín y Alina Robert
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Mi admirada Zully Montero fue, sin ningún titubeo al decirlo, “la abuela”: la matriarca de esa familia totalmente femenina que aquí confirma que muchas veces las madres y las abuelas muestran ¿inconscientemente? preferencia por el hijo o el nieto macho que por sobre su descendencia del propio género.
Beatriz Valdés, a su vez, fue “la madre”, con el mismo “pecado” de la abuela, tan absorta en ese hijo macho ausente que apenas tiene mente para sus hijas, y Beatriz reinó en escena, amarga y hierática, muy distinta a la mujer dulce y amable que saludé a la salida del teatro.
La joven Laura Alemán, como la hermana del medio, da la justa medida – y más allá incluso– de su personaje: casi sentí correr una fresca brisa marina salir de su aliento hacia mi asiento, y pocas veces un semidesnudo ha estado tan justificado como el suyo, con esos senos espléndidos, de pezones pequeños y turgentes, reforzando así su rebelión, corporal y con todos los sentidos, cual la Adela de La casa de Bernarda Alba, o la Esperanza de Tarde en la siesta, ese precioso ballet, coreografiado por Alberto Méndez y música de Ernesto Lecuona, mientras que Alina Robert, en el rol de la hermana menor, engarzó perfectamente en el angustioso marco familiar, quizás la que mejor reflejó la tragedia del autoenclaustramiento, con sus balbuceos y su conducta un poco errática.
“Al cabo del tiempo, ya desaparecido el padre, regresa el hermano con su macuto, testigo de viajes infinitos”, reza la sinopsis de la obra, pero, ¿qué logra cambiar, en este universo de aguda melancolía, para el que su ausencia era el pretexto?
Ya todas están rotas, no hay redención posible.
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