A Lizette Espinosa hay que indagarla. No es de las que enciende guirnalda para llamar la atención. Todo lo contrario. Corre las cortinas para que la luz entre filtrada a una privacidad custodiada con celo. Sus poemas son ella misma. De una belleza apacible. No corren a deslumbrar en los salones, van a seducir en la quietud de la soledad. Son comedidos y modosos. Quisieran pasar inadvertidos. Su hechizo nace precisamente de la sutileza con que discurre ella, con que discurren ellos. Sin estridencias. Sin afeites superfluos. Un susurro sabio. Un silbo enternecedor. Llegan al oído como musitaciones. Aparcan en el alma como visitaciones de la hermosura. Quedan en la memoria como una tempestuosa serenidad.
Lizette Espinosa sabe perfectamente que “el rostro cambia de estación” en ese intransferible peregrinaje individual que es la existencia, y en el cual ella planta su nombre, para reconocerse luego entre los árboles. Va a las esencias. A lo eterno. A la belleza permanente. El acto del ser humano dictado por sus virtudes, signado por sus miserias, nunca a sus exterioridades, mutables, disfrazables. Polvo somos, allí regresaremos, pero enamorados de haber sido.
Verso conciso, lapidario. “Nada queda tan lejos como mi propia sed”, exclama luego de descubrirse una oveja perdida tras el sonido del caramillo, casi siempre indescriptible y muy distante, pero hacia donde marchamos, inexorablemente, con los ojos abiertos, aunque vendados. Verso dador, insondable, como la misma proposición que nos guiña. Nada más distante que la sed de sabernos, de ubicarnos en nuestro justo sitio, de conocer dónde carenarán, al fin, nuestros sustos de amor en esta vida.
Lizette Espinosa, “hija de los huertos, aljibe de aquellos patios” de la memoria, no le pierde pie ni pisada a su pasado. Lo observa trascurrir otra vez, como una película que no se cansará de ver, porque sabe que fue de su casta la promesa y tuvo una abuela que “desgrana recuerdos a la luz de sus manos”, un padre que flotaba sobre el mar como una isla para que ella saltara encima y avistara el futuro.
Sus versos son su identidad reconocida y reconocible. Una identidad que se resiste a perder ciertos y marcados mediodías, sin saber, a ciencia cierta, qué nombre la retiene tras los muros de la vieja ciudad. Identidad que nada tiene que ver con la ridícula pertenencia, ya genérica, étnica o geográfica, sino a un universo que desanda a ciegas y acompañada por una cigarra.
Sus versos son tersos, limpios, como la piel de un niño tierno y sano. Barrida toda hojarasca inútil. Amputada toda frivolidad que abarate. Cada poema es una pieza de delicada orfebrería. No hay un descuido que estropee su armónica hechura. Parecen zurcidos por la mano divina. Cada verso es una puntada exacta, milimétricamente concebida. Y cada uno en función del estricto decir que corresponde. Nada de altisonancias ni lentejuelas metafóricas. Corren con la lisura y suavidad de la brisa sobre las espigas. Llevan la música de la levedad. Y es ahí donde precisamente adquieren su grandeza: en la atención que demandan para que no se nos escape su belleza y su hondura expresiva.
La imagen para ella no es una sarta de tropos lujosos o efectistas. Su lenguaje prístino, elevado pero sin rebuscamientos lexicales. Va a la esencia, a lo inapelable, a lo irremediablemente necesario. No dice estar triste, o que alguien está triste, o que algo es triste, nos introduce delicadamente en la tristeza sin mencionar la palabreja. Obsérvese:
Desaparecidos
La anciana espera por los suyos
sentada en el bordillo de la tarde.
Oscurece y la casa se llena de ladridos,
de huellas que arrastran un antiguo pesar.
El mar trae rumores que golpean la puerta.
La noche encalla en sus ojos,
y una estrella ha caído en el jarro de la leche.
Tono eglológico, vástago legítimo de la morriña garcilasiana. Verso pulido. Médula expuesta. El desgarrón en sí. La evocación latente. Palpitante. El drama sin cursilerías. Sin concesiones. Lo trágico sin poses. La vida dibujada con trazos que de bellos duelen.
Cuántas lecturas se agolpan, cuántas interpretaciones serían válidas. Tantas como lectores se asomen a estos versos. Un poema deja de ser del autor al ser visto por otros ojos, analogado con otras experiencias. Eso es la verdadera polisemia. Y este es un poema de múltiples lecturas. Va desde la soledad de la vejez, la inevitable partida de los hijos al crecer, la ausencia de los afectos que junto a nosotros habitaron, hasta la desaparición de una familia balsera en el Estrecho de la Florida, y ninguna sería desechable. La anécdota al poema no la adjudica el poeta, la encuentra cada lector.
Lizette Espinosa se sabe hija de un frágil equilibrio, de ella y del universo; lo cuida, lo persigue, comprende que una vez roto, tarda en recobrarse. Solo la perfección lo mantiene. Pero la perfección no es dada a los humanos. Sin embargo, batallar por ella es la más noble de las encomiendas, nos ilumina en la creación y nos acerca a Dios. Eso hace en su vida y en su poesía, que son una las dos.
Batalla porque ve, porque columbra que “Donde se quiebra la luz/ afloran desafiantes los abismos”, y que en esa dicotomía existencial, ella, y nosotros, somos equilibristas sobre la cuerda floja. Pero ella, en particular, solo en el equilibrio, la belleza y la perfección se siente abrigada, y su mejor cobija, su mejor haz de luz, es la poesía. Con ella se arropa y se desnuda. “mi desnudez espanta/ los cánones del día./ Es preciso cubrir la propia esencia/ guardar en los bolsillos el asombro…/ Es preciso arropar la tempestad del pecho.”
Y de ese batallar por el equilibrio es que le nace el verso mesurado, sereno, mecido tiernamente por la balanza de lo hermoso. El sobresalto va escondido en el concepto prodigado sin estruendos formales. No hay artificio vano, hay conmoción vivencial. Sus símbolos son diáfanos, como la ruta del agua, al alcance de la garganta sedienta, del ojo amoroso. Su hermenéutica tiene solo los secretos que propicia el encanto de lo sencillo: es la flor en su pedúnculo propio, no en lujoso jarrón que le pendencie la belleza.
Lizette Espinosa no permite que la venza aquello que la lastima. Enfrenta sus trasgos con los temores propios de a quien le sobran agallas. Cuando va a por los altos andamios del verso sanador se sabe acorazada, invulnerable, pero con la fragilidad de “todo lo que ruega por ser” y “camina por el borde del alero”.
Descendencia
Giro como la hora que termina
de segundo a segundo
el paso sesga la justa floración
y mana la inquietud
de quien se sabe ausente
en las celebraciones.
Alguna vez
vi su rostro romper
la exactitud del agua.
Para ella la poesía es cáliz con cicuta y bálsamo a la vez: “estrella que ilumina y mata”. Pero siempre escoge la luz y el lenitivo. Pareciera, que, como el agua, uno de sus símbolos más preciado por lo que de vida conlleva, su misión fuera la de saciar todas las sed, santiguar contra todo maleficio, sanar de toda plaga, sobre todo en ella misma.
Dueña de un severo poder de síntesis, que en sus momentos cumbres puede llegar al laconismo, evade toda verborrea seudoculterana, estrafalaria o sobreabundante. Poda todo guindalejo presumido o charlatán. Suprime toda orla de fulgores fatuos. Planta el verso ígneo sin más cetrería que el “ligero equipaje” de quien aborda “la nave que nunca ha de tornar”. Comprende a cabalidad “la insoportable levedad del ser”. Quizás por ello, la primera cita de su libro Humo, sea ese esclarecedor verso de Francisco de Quevedo sobre la existencia: “Poco antes nada y poco después humo”. Da fe de ello el poema Funeral:
Arde la ciudad
en los ojos que zarpan
por angostos pasajes
en los que se deshace la inocencia
en los labios que traicionaron la promesa
la memoria de la piedra
que un día fue calle
luego casa
y ahora muro
por donde salta la muerte.
Sus estructuras breves, no digo epigramáticas porque su tono no es satírico y mucho menos festivo, dejan la sensación de la fugacidad, de lo que escapa apresuradamente y pone en la mirada un fusilazo de señales luminosas, sobre las cuales es preciso volver para captarlas en todo su esplendor. Hablaríase de aliento menudo, de voz tenue, cuando en realidad se trata de concisión conceptual, economía de recursos poéticos. No es una poetisa de desbordamientos o torrencialidades. Se propone, más bien, la mansedumbre del agua que corre subterránea, comedida, porque conoce su fuerza arrasadora, o la ingravidez del humo que se eleva a las más altas cumbres sin alardes ni arrogancias, mientras trasporta los más sublimes, dolorosos o alentadores mensajes.
Si tuviera que parangonarla, acto que detesto porque creo que cada poeta es un universo, una música, una cosmovisión, una historia particular, intransferible, inimitable, la emparentaría con la elegancia y solidez de Fina García Marruz, con la inclaudicable resistencia de Ana Ajmatova, la redimida turbulencia de Sylvia Plath, el dulce desasosiego de Emily Dickinson, el atrevido desasimiento de Alejandra Pizarnik. Pero, sobre todo, la hermanaría con Lizette Espinosa, una voz que se posesiona indiscutiblemente entre las más elevadas voces de la poesía cubana e hispana.
Sus propios poemas les darán más razones y sorpresa que las que aquí expongo. Por eso los dejo a solas con esta poesía que les hará postrarse ante tanta sosegada turbulencia.
Del libro Por la ruta del agua.
Donde se quiebra la luz
Donde se quiebra la luz
afloran desafiantes los abismos.
Es llano el sendero hacia sus lindes,
angosta su garganta.
Llevo de compañera una cigarra
en este andar a ciegas
donde solo se palpan las entrañas.
No sé qué encontraré entre la maleza,
temo a las alimañas que las pueblan.
Pero heme aquí de nuevo
con la boca repleta de mendigos
que imploran su sombra.
La isla
Mi padre flotaba sobre el mar
como una isla,
para que yo saltara encima
de su tierra y avistara el futuro.
La orilla a dos brazadas
nos mostraba sus dientes
de roca atardecida.
El agua sostenía nuestras vidas,
el peso inmensurable de los sueños
como a dos cargas frágiles
que un barco abandonara.
Ya no
No jugará una niña en el portal
con las trenzas a medio hacer,
la risa galopante sobre los pocos muebles.
No habrá una mano insomne
sobre la frente hirviente, el aliento intranquilo,
ni forma de saber
si el universo cabe en dos pequeños ojos.
Del libro Humo
Plegaria
Amasijo de buenas intenciones
bebederos de luz para el errante.
El hombre teme al hombre, se aniquila
y poco puede un salmo
o el santo aceite ante su desnudez.
Una dosis de bien para el enfermo
otra lluvia que lave al cuerpo de su mal
y aclare, como solo aclara la lluvia
el suelo de su patio
el tormentoso ruido de su alma.
Discernimiento
En estos ojos tan llenos de otros ojos
intento separar estrellas de limallas.
En la oscuridad, cada roce es mordedura,
tajo donde se enconan los momentos.
Y es largo el tramo hasta el declive,
escurridizo el color que busco poner
a mis cristales.
Lumbre
No pondrás nombre al fuego,
no medirás su alcance.
Chantal Maillard
Eres chasquido que se me antoja música
salto de vida en su expresión más pura
agonía del bosque
lava que despereza y se desborda.
He visto a Dios acomodar sus manos
en tu aliento abrasado.
Alegría del hombre, fe de aquella
que procura a su hogar dignos manjares
qué deidad te acompaña, qué solar
te sueña como un niño.
Apacigua al mendigo
déjale la certeza de tu amparo
que sus ojos reflejen tu estampida
y su cuerpo recoja la tibieza.
Puerto en la soledad del alma errante
mansedumbre de los atribulados.
Hay en tu nombre una ternura cierta
un atisbo de sol, una plegaria
que no alcanza a vestir su envergadura.
Nota crucial, rugido maniatado
del tronco en la sombra de una estufa.
Qué ruina sobrevino a la floresta
qué brazos le cargaron.
Destello en los ojos del tigre, en su guarida
donde se ofrecen vastos funerales
en el horno, en el lodo
con que el hombre amasa su destino
en el miedo, en la hoguera
donde la historia cuece al heroísmo.
Cobijo del establo
donde la bestia encuentra fiel socorro
mediodía en los campos, miel de junio
goteando en las colmenas.
Luz del girasol, la doncella
que ríe en la brisa de la tarde
y oculta el rubor que le provoca
los ojos del viajero.
Eres
la promesa del padre y su estatura
la gruta en la que el mar esculpe la pureza.
Tierra que se llora y se ofrenda.
Raíz que ya es torcida y es brebaje
para calmar la pena, el desarraigo.
Pira donde se inmolan las verdades.
Naranja enaltecido, justo incendio.
Dicha que en el pecho dilata
los leves resplandores
serás propósito, el signo que deshace
las fases de la luna.
Llevar dentro de sí la encrucijada
develar el misterio de su fuente.
Nítida luz
que alcanza a desafiar al desamparo
a los moldes que fijan la tristeza
serás herida que florece en el campo
el daño que reposa.
Serás la primavera, acaso un salmo
en la mano de mi madre entre mis manos
en el pan que calla su incansable proeza
en el color de la fruta en la cesta
que no será ofrecida
lo que se añora, tambien lo que se olvida
desde la soledad, en el hastío.
Una voz, el impacto de un tiro.
En la muerte, el nacimiento,
en el humo de la sopa en la vasija
lo que se teme y lo que se escatima
desde la oscuridad de los sentidos.
En el manto de la virgen, la plegaria
que la anciana repite de rodillas
sus ojos aferrados a un cirio
que se deshace en llanto.
La diosa que se yergue en el altar
del vasto pensamiento.
Mujer hecha de salmos
cómo te rompes en la ausencia que calmas
y trasciendes marcada por los signos del fuego.
De qué dulce agua bebes
en qué fuente sumerges tu cuerpo
para luego volver, resuelta
sobre tu propia tierra
como un ave encendida
certidumbre.
Hay luces que se apagan para siempre
cuerpos deshabitados que anidan el olvido
y procrean las sombras.
Donde el muro se desploma
y crece en vicio la yerba y el hartazgo
se oye el rumor de un alma y su pobreza
el crepitar del tiempo que en su saña
fue arrancando las hojas, los abrazos.
Hay un espacio dispuesto en el dolor
donde se queman todas las renuncias
y brillan como el astro las horas
que nos fueron negadas
me pregunto qué arde en esa hoguera
sino lo más querido
la certeza de un rostro dispuesto a redimir
lo que nos falta
y así como aquello
que se funde en otra realidad
llegar al fondo de los otros
a la ceniza que alguna vez
formó parte de todo.
Hay un espacio dispuesto en el hogar
un sagrario donde guardar el fuego
la luz que cada noche
nos salva de la profundidad
y espanta, no sin júbilo el vacío.
Con gran destreza engendra
humeante, escandaloso
el alimento
república en la que se fundan
las leyes del amor y la lealtad
tiene igual que el árbol
el don de la congregación
el círculo sagrado de una alianza
y va como el mendigo
abrazando la sombra, la intemperie.
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Lizette Espinosa (La Habana, 1969) Ha publicado los volúmenes de poesía Donde se quiebra la luz (2015), Por la ruta del agua (2017) y Lumbre (2018), y en coautoría, Pas de Deux (2012, International Latino Book Awards 2014 en la categoría de poesía escrita por varios autores) y Rituales (2016). Textos suyos aparecen en las antologías: Poesía en Paralelo 0 (2016), The multilingual Anthology The Americas Poetry Festival of New York (2017), Crear en femenino (2017), Aquí (Ellas) en Miami (2018), Todas las mujeres (2018) y Nubes. Poesía hispanoamericana (2019) Desde el año 2003 reside en Miami.
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