Radiomensaje de Su Santidad Pío XII al I Congreso Eucarístico Nacional de Cuba
24 de febrero de 1947
Venerables Hermanos y amados hijos:
La consciencia de Nuestro deber pastoral y el paternal amor que constantemente Nos impulsa a querer tomar parte en las alegrías y en las tristezas de todos y cada uno de Nuestros hijos, hubiesen sido más que suficientes para hacernos acceder a la petición de que os dedicásemos unas palabras, como clausura de vuestro primer Congreso Eucarístico nacional.
Pero en el caso presente Nos pareció que las razones se multiplicaban. Porque, antes que nada, este Congreso abre en Cuba la serie de los Eucarísticos nacionales, y Nos, que tanto anhelamos la propagación de estas públicas reuniones, llamadas —como incendio de salvación— a encender de nuevo en las almas el ardor divino, no podíamos menos de saludar con alborozo la aparición de un foco nuevo; se trata, luego, de un Congreso doblemente precioso y prometedor, pues en tan feliz oportunidad no sólo habéis unido vuestra voz al coro universal, que anhela ver brillar una corona más en las sienes de la Madre de Dios y por eso impetra la definición dogmática de su Asunción gloriosa al cielo, sino que también —con determinación que nunca alabaríamos suficientemente— habéis consagrado vuestra patria a los dulcísimos Corazones de Jesús y de María, es decir, habéis pasado con resolución al bando de los que quieren alimentarse no de odio ateo, sino de amor fraterno, os habéis comprometido a vivir, de hoy en adelante, una vida de cristianos fervorosos, de excelentes hijos de la Iglesia, de respetuosos y fieles ciudadanos, que todo esto supone una consagración semejante, cuando es llevada sinceramente a la práctica.
¡Cuántos temas, cuántas emociones y cuántas enseñanzas!
El Señor, hijos amadísimos de la República de Cuba, os ha regalado una patria, hermosa como un jardín espléndido anclado en un mar encantador, donde el cielo siempre es azul, donde la tierra, casi espontáneamente, brinda entre sonrisas sus frutos dulces y aromáticos.
Los que venís de las colinas de Pinar del Río, o de la llanura de Colón, lo mismo que los llegados de la sabana de Sancti Spiritus o de la planicie serena de Camagüey, o de los altos picos de Oriente, todos, todos os sentís orgullosos de haber visto la luz —como alguien felizmente dijo— «en la tierra más hermosa que ojos humanos vieron» ¡y dais gracias a Dios porque os hizo hijos de la Perla de las Antillas!
Pero precisamente en esta placidez y suavidad del fácil vivir, en esta perenne y casi irresistible sugestión de una naturaleza luminosa y exuberante, en esta prosperidad alegre y confiada se esconde acaso el enemigo; por el tronco airoso de vuestra palma real, que el suave soplo de la brisa hace cabecear airosamente, nos parece ver que perezosamente se desliza la serpiente tentadora: «¿por qué no coméis?... — os dice —; seréis como dioses» (cfr. Gen 3). Y si todo el esplendor de esta poderosa atracción puramente natural no se compensara con una vida sobrenatural potente y robusta, la derrota sería cierta.
He aquí, pues, la oportunidad de vuestro Congreso, que debe dejar una huella definitiva en vuestra historia religiosa. No es que ignoremos que, por la infinita misericordia del Señor, hace ya años que en vuestra patria retoña una prometedora primavera de las almas —primavera que Nos mismo hemos querido acelerar y decorar, haciendo lucir en medio de vosotros por vez primera la brillante rosa de una púrpura romana, llamada a ser ornamento de su patria, de las Antillas y de toda la América central. Pero hoy vuestro Congreso os ha procurado la última lección, recordándoos que una vida sobrenatural, robusta y potente, ha de tener siempre como centro de gravedad y como fuente la Sagrada Eucaristía.
Ella, efectivamente, estimulando el fervor de la caridad, uniendo las almas a Cristo —«in me manet et ego in illo» (Jn 6, 57)— y transformándolas en El, produce en la vida sobrenatural efectos semejantes a los causados por el alimento material en la corporal (cfr. S Th. 3 p. q. 79, a. 4 in c.); ella conserva la verdadera vida —«qui manducat meam carnem et bibit meum sanguinem, habet vitam aeternam» (Jn 6, 54)— fortificándola espiritualmente y marcándola con la contraseña que aleja los asaltos del enemigo; ella la aumenta y la perfecciona, multiplicando las energías divinas de las almas y uniéndolas con Dios, su último fin, por medio de aquella unión, que es camino y es prenda de la eterna —«et futurae gloriae nobis pignus datur »—; ella, finalmente, restaura sus fuerzas decaídas y las inunda de místicos goces, preludio de la felicidad sin fin.
¡Corred, amados hijos, a este místico banquete, a este eterno sacrificio, a este perpetuo «Deus vivens in medio vestri» (Jos 3, 10), si no queréis veros hundir por la oleada del materialismo, si deseáis no ver ahogada vuestra palma real entre la mala hierba, bajo los cardos y las espinas! Y si buscáis una mano que os sostenga y os guíe, ved que os la está alargando aquella Señora, que tuvo la misión de poner el pan espiritual de los Ángeles a nuestro alcance, haciéndolo carne y sangre en sus purísimas entrañas; aquella que todos los días nos repite la invitación de la Sabiduría —«et a generationibus meis implemini» (Ec 24, 18)—, para que nos saciemos de sus frutos; acudid a la «Mater divinae gratiae», porque si «Eva comió un fruto que nos ha privado del eterno festín, María nos ha presentado otro, que nos abre las puertas del banquete celestial » (S. Petri Dam. Serm. 45 in Nat. B. V. M.: Migne PL. t. 144 col. 743).
Corría a su ocaso el año de gracia de 1511; Cuba, que había ya visto consagrado su suelo al ofrecerse por primer vez el Santo Sacrificio en el segundo viaje del Gran Almirante, iba a contar ahora con la primera población estable en Baracoa; y cuando Diego Velázquez quiso ponerle un nombre, la llamó de Nuestra Señora de la Asunción. Hoy, a la vuelta de los siglos, los hijos de Cuba piden, henchida el alma de júbilo, la definición dogmática del misterio, porque piensan sin duda, con el que con razón ha sido llamado Doctor Eximio, que «hoc privilegium... ad gloriam Dei spectat Christique Domini; et dignitatem Virginis, summamque innocentiam, puritatem et caritatem maxime decet», que este privilegio... mira a la gloria de Dios y de Jesucristo Nuestro Señor, y sumamente conviene con la altísima dignidad, inocencia, pureza y caridad de la Virgen (Suárez, Opera omnia, Parisiis 1866, t. 19 p. 318).
Cuba es tierra de la Madre de Dios, porque sobre ella reina como patrona, desde hace casi medio siglo, Nuestra Señora de la Caridad del Cobre; Cuba fue la liza de aquel varón apostólico, el Beato Antonio María Claret, que consagró su obra principal al Inmaculado Corazón de María, dejando este título como estandarte de victoria, a sus celosos hijos. Que por su intercesión y por las oraciones y las enseñanzas de este Congreso el Dios eucarístico os conceda veros libres de la plaga universal; pues aunque los efectos del materialismo neo-pagano han mostrado con macabra elocuencia al mundo de qué cosa es capaz el hombre cuando piensa que solamente es materia, sin embargo estamos, por desgracia, bien lejos de tener la impresión de que la lección haya sido aprovechada y nos embarga el temor de que a un materialismo no quiera suceder otro, no menos fatal y pernicioso.
En este gran día, remate de vuestro congreso y conmemoración para vosotros de históricas glorias nacionales, queremos bendeciros con toda la efusión de Nuestro corazón paternal, deseando que esta Bendición llegue no solamente a los presentes —a Nuestro dignísimo Cardenal Legado, al Episcopado y al clero, a todas las autoridades y a todos los fieles—, sino que luego se derrame por toda la Isla, por todo el mar, por todos los continentes, para difusión del reino del espíritu, que es el Reino de Cristo, «reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz» (Praef. de Jesu Christo Rege).
(Texto tomado del website de La Santa Sede)
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