Carta-plegaria de Cuba
a San Martín de Loynaz y Amunabarro
La Habana mayo 9 de 1962
Sr. San Martín de Loynaz y Amunabarro
Presente
Con la pluma en la mano y el papel delante de los ojos, no sé aun como encabezar esta carta que me estoy atreviendo a dirigirte: no sé si poner, por ejemplo, »Venerado Santo y antecesor mío» o mas bien sencillamente «Amado San Martín» o acaso «Mi celeste tío-abuelo»...
Ninguno de estos giros me complace: el primero me suena un poco pomposo y engolado; el segundo a cosa demasiado familiar y el tercero a vana exageración.
Sin embargo, de alguna manera he de llamarte y también de manera algo distinta ya que al fin y al cabo, si tú eres un santo, yo soy por uno de esos misteriosos caminos de la sangre tu humilde y mínima parienta.
Cierto que el parentesco es muy lejano, pero lejano y todo hay que contarme entre los descendientes del mismo tronco tuyo -que no fueron muchos- y aun entre esos soy de los que llevan tu apellido en primer término, que son bastante menos. Y basta ya de enumerar los títulos; por lo demás, no tengo otros, o por lo menos, ninguno que aquí cuente.
Así pues ¿Cómo he de saludarte San Martín de la Ascensión de Loynaz, en este día de gloria para tí y para nosotros, al celebrar tus bodas místicas, tu hermoso advenimiento a los altares?
¡Cuan arduo se me hace invocarte con algo más que el nombre, saludar en tí este gozo mío de ser brizna de hierba donde tú eres magna eclosión de lirios!
Bien se ve que no acierto a darte el adecuado tratamiento mas no por ello habré de detenerme y esta carta la vas a recibir por encima de todos mis tropiezos.
¿La recibirás de veras?
Olvida la pregunta Santo mío; yo olvidaré por un momento cuantas millas de cielo nos separan, cuantos millones de años-luz o de años-sombra, cuanta dureza de mi corazón incapaz de reconocerte aunque ahora mismo me tendieras la mano.
No importa, yo te escribo; pese a estos titubeos que me ves, escribir es lo único que hago más bien que mal en esta vida mía. Perdona la franqueza, te lo digo porque no sé si tú lo sabes. Es, pues, el medio más seguro que tengo de llegar a los que quiero.
Sabrás también -porque eso si te consta -que nunca te pedí cosa alguna, por más que del mentado parentesco tan ufana me sienta. Nunca tampoco para alcanzar favor que por otra razón no merecía, recordé en mis plegarías tu derramada sangre de la cual una gota siquiera habrá en la mía. No estaba bien hacerlo, desde luego, ni es cordura tratar en términos mundanos los asuntos del cielo. Pero tal vez a otros les hubiera tentado la ocasión, que un lenguaje tenemos y en él habemos de expresarnos.
Bueno, pues he aquí que vengo a hacer lo que jamás hiciera: vengo a pedirte si, por esa misma gota de sangre que nos une, que esta vez te dispongas a escucharme: es necesario que tú vuelvas los ojos, siempre elevados, siempre en éxtasis, y los hagas descender, como por un abismo, si es preciso, hasta encontrar los míos que te buscan, que se parecen quizá a los de alguna de tus hermanas, aquellas cándidas Marías con quienes jugabas de niño bajo los castañares del solar paterno. Es perentorio, imprescindible que me escuches hoy que vengo a pedirte por mi tierra.
Podría añadir que no pido para mí, pero esto no sería exacto. Si pido para ella, estoy pidiendo para mí, porque la suerte de mi tierra es mi suerte, su dolor mi dolor, su sangre, la mía, como también la tuya un poco.
Personalmente, ya tu ves… Nunca tuve menos y nunca me ha sobrado tanto. Buena madera de pobre me dio el Señor, bien que ni tú ni yo lo sospecháramos.
Empero pobre o rica, sola o rodeada del calor humano, ligada estoy a mi país, como te dije, y no sabría apartarme de él. Otros lo han hecho y allá ellos. Hablo por mí, naturalmente. También hay gentes con teorías nuevas y dicen que en el mundo no debe haber fronteras, sino un solo sistema de vivir, una sola medida, un solo pensamiento. Tal vez tengan razón, yo no lo sé; confieso que te escribo en una gran confusión de alma. No obstante, me parece que con la tierra nuestra nos sucede lo que con esos órganos vitales y entrañables: no nos apercibimos de su existencia hasta que duelen.
La mía duele ahora ¡Y como duele! Yo creo que el clamor haya llegado allá donde tu moras rodeado de ángeles próximo a la inefable Presencia. Y entonces no te cuento nada nuevo si te digo que aquella isla niña que una vez traje riendo de la mano, aquella novia de Colón, aquella benjamina bien amada, ya no es niña, ni es novia: es la más desolada de las madres porque tiene que serlo la que ve a sus hijos despedazándose entre sí, cegados por la sangre, por la fiebre del odio, por la ira; es huérfana en los hijos de estos hijos, es viuda en las mujeres que dejaron atrás y manca en el hermano que se amputó a su hermano.
La isla niña ha envejecido siglos en apenas dos lustros: sobre la curva de la espalda lleva una carga de pecados propios y ajenos que casi pesan más que las desgracias. De nada vale discernir quiénes los cometieron: de todos modo será ella la que lleve la carga.
La isla tiene sed: también el cielo le ha negado el agua. Pero no es la falta de agua, ni la falta de pan si el pan faltase; te aseguro que el animo no flaquearía por eso. Es la falta de amor, de caridad, es la ambición de unos y la torpeza de otros y la soberbia, la soberbia de todos.
Yo sé que éste dolor no es un dolor nuevo, no es dolor que estrenemos nosotros: sé que en tu propia tierra lo padeciste con los tuyos y aun la memoria de la sal pasada amarga el agua de tus ríos. Sé también que no es este o aquel pedazo del planeta, sino el planeta mismo lo que arde en la pira de tantas guerras, persecuciones y mentiras.
Pero eso justamente debe moverte a oír a quien te implora, pues su razón no es ya razón de coto adentro. Tú, que te echaste a andar por los caminos de la tierra y sobre ella elegiste el más difícil para llegar a donde estás, vuelve sobre tus pasos: no te detenga lo que antes no te detuvo y aunque sea por solo una jornada regresa a nuestro dolor de humanos, a nuestras calamidades y miserias.
Vuelve aunque sea a rescatar las almas ya que ese fue tu oficio. Y no te arredre el ver que en este siglo es más difícil cristianizar cristianos que en el tuyo moriscos y judíos.
Estos cristianos de hoy clavan a Dios todos los días en una cruz que nadie vela ya, en donde Dios está solo.
Hay que evangelizar a los que vosotros dabais por evangelizados, San Martín; hay que enseñarles otra vez a rezar de verdad el Padre Nuestro.
Tú pensarás que es mucho lo que pido, y yo también lo pienso. El diálogo es posible con salvajes inocentes y crueles; al menos muchas veces es posible. Pero nunca lo es con estos hombres civilizados, llenos de ciencia y de orgullo, llenos hasta de filosofía. No lo es, no lo es con estos hombres, aunque por conseguirlo estuvieses dispuesto, como entonces, a pagar con el precio de tu vida.
Nunca te escucharían porque ellos son siempre los que hablan. Y ciertamente no habrán sino más ponzoñosas las flechas de los indios o las lanzas de los idólatras. Ni más ponzoñosas ni más certeras.
Los pecados de las gentes que fuiste a convertir, eran pecados de ignorancia: los que por esta banda nos dejaste, son ya pecados de sabiduría. Triste es desconocer el Divino Mensaje, pero más triste es todavía haberlo conocido y olvidarlo.
Ahora no es allá donde tenéis que ir vosotros; es aquí donde tenéis que quedaros. Es aquí, en el mundo que llaman civilizado, donde está vuestro puesto, vuestra misión, y sí lo quiere Dios, vuestro martirio.
No tengo tras de mi una gran causa que defender, una luz que difundir, no soy valiente como tú, como tus compañeros, como tantos que hubo y hay todavía; el miedo muchas veces se me ha enroscado a la garganta y si no me avergüenzo de decirlo es porque en cierto modo tengo derecho al miedo ya que yo nada sirvo, nada valgo. Pero aún siendo así, aquí me tienes escribiendo una carta…
Que ella alcance gracia a tus ojos y tú la alcances para el mundo. Y si el mundo es muy grande, para Cuba, y Cuba sea al fin tierra de gracia.
Bálsamo pido para sus heridas a aquel que puede darlo. Pídelo tú conmigo hoy que es tu día y nada te va a ser negado.
Pídelo hoy, cuando el jubilo de las campanas se extienda a todo lo ancho de tus valles, allá en la noble tierra vasca donde tengo amistad, raíz y nombre.
Pídelo hoy, cuando los tuyos se regocijan de contarte la primera centuria en el coro de los Bienaventurados.
Pídelo, sí, y perdona que en medio de la fiesta alce mi voz quebrada. Pero yo, ¿qué iba a hacer con estas penas, con estas locuras que te escribo, con esta isla que te dejo como una roja flor, como una rosa ensangrentada?
Esto tenía que decirte: ahora eres tú quien tiene la palabra.
Queda a tus pies
Dulce María Loynaz
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Escultura de de San Martín de la Ascensión Loynaz.
Era patrimonio de Dulce María Loynaz,
quien se la regaló a Aldo Martínez Malo.
(Foto tomada del website de la revista Vitral)
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Este texto fue leído por primera vez en 1974, en la casa de la Dra. Emilia Delgado Carballo, en su tertulia de los domingos.
Fue publicado originalmente en el número especial dedicado a Dulce María Loynaz por la revista Vitral (Mayo 20, 1997) de la diócesis de Pinar del Río.
Además, fue incluido con una introducción de Alberto Lauro, en la Revista Hispano Cubano (Enero-Marzo, 2007), que se editaba en España. Forma parte del libro Dulce María Loynaz. Cartas que no se extraviaron (Compilación y prólogo de Aldo Martínez Malo. Ediciones Loynaz, Pinar del Río; Fundación Jorge Guillén, Valladolid, España 1997)
Fue publicado originalmente en el número especial dedicado a Dulce María Loynaz por la revista Vitral (Mayo 20, 1997) de la diócesis de Pinar del Río.
Además, fue incluido con una introducción de Alberto Lauro, en la Revista Hispano Cubano (Enero-Marzo, 2007), que se editaba en España. Forma parte del libro Dulce María Loynaz. Cartas que no se extraviaron (Compilación y prólogo de Aldo Martínez Malo. Ediciones Loynaz, Pinar del Río; Fundación Jorge Guillén, Valladolid, España 1997)
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