Un amor tempestuoso, quema. Un amor impresionable, pasa. ¡Qué firme, qué duradero, qué hermoso amor sería este que empezase con la confusión de dos espíritus, y la necesidad común de verse, y el creciente regocijo de hablarse, y fuese luego natural y gravemente mezcla tan sólida de espíritus, y costumbre de mirarse de los cuerpos, que fuera ya locura pensar en desunión y apartamiento! –Las almas se avecinan, los oídos se habitúan, los ojos se prendan, las bocas se enamoran, los dolores se olvidan, las escaseces se distraen, las manos se aprietan, las dudas se mueren, y dos no son ya dos, y dos se aman.–
Fragmento de una carta a Rosario de la Peña. México, marzo-mayo de 1875
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