El San Juan era una vieja tradición principeña que unos hacen remontar al siglo XVIII y otros consideran mucho más vieja. En la primavera, una vez concluidas las transacciones de ganado vacuno, principal fuente económica del territorio, los hacendados, encomenderos, peones o simples ociosos, se dedicaban a festejar de manera rústica el final de un ciclo de laboreo. A pesar de su nombre genérico, no se trataba de una fiesta religiosa, sino profana, que se ubicaba de manera estable entre las celebraciones católicas de San Juan Bautista (24 de junio) y San Pedro (29 de junio), aunque muchas veces su extensión era mayor. Los ganaderos acostumbraban a entrar a la población emulando en su destreza como jinetes, era habitual que lo hicieran por una vía conocida desde entonces como Calle del San Juan o de las Carreras[1]. Ya en la Villa, se dedicaban a celebrar torneos, bailes, paseos, meriendas y “asaltos” o visitas que eran pretextos para cenas abundantes. El disfraz más común era el de “mamarracho”, que consistía simplemente en cubrirse el cuerpo con petates o yaguas, y pintarse o tiznarse el rostro con almagre o carbón.
Gaspar Betancourt Cisneros (El Lugareño), en su curioso artículo “San Juan en Puerto Príncipe”, publicado en El Aguinaldo Habanero[2], describe estos elementales festejos:
En el mes de junio es ya a mediados de la estación lluviosa. Entonces nuestra gente campesina anda mucho a caballo: es el tiempo oportuno de recoger ganados, pastorearlos, conducirlos a los corrales, contarlos y beneficiarlos: y se necesita engordar los caballos, correrlos, amaestrarlos para ese servicio de las fincas. Júntanse los montunos de las haciendas inmediatas: ayúdanse mutuamente a los trabajos del pastoreo, recogida, encierro en los corrales, marcas de señal y letra de propiedad de los ganados. He aquí pues formada una trullada o pandilla que corren, vocean, cantan, se provocan, se desafían, se alientan a la carrera, a la destreza y la agilidad ecuestre; y aquí el origen, para mí, del San Juan, y la elección de la época. Esto pasó del campo a las inmediaciones, y después a la ciudad misma conservando en algunas cosas las huellas de su cuna; pues como luego lo verá vd. la imitación de las operaciones del campo hacía parte de la diversión de la ciudad.[3]
Las diversiones parecían reducirse a las carreras hípicas, las bromas y vejaciones de las que eran objeto personas de todas las clases sociales:
Era todo un saltar de la cama, almorzar o no, ir al pesebre o patio, ensillar el caballo, salir a la calle a dar carreras, gritos desaforados, provocar a los mirones, invitarlos, llevárselos, burlarse de las viejas, decirse sendas claridades, al feo, feísimo, al tonto, tontísimo, al plebeyo, plebeyísimo.[...]Lo cierto es que las frases usuales y de estilo eran las más groseras, y a veces obscenas, y que nuestros buenos abuelos y abuelitas las pronunciaban, oían y celebraban como un chiste del escudero de Don Quijote.[4]
Otro hábito de esos tiempos era la “caza del verraco” en que unos individuos, disfrazados de monteros, daban caza a otro, que hacía de “verraco”, no sólo por las calles de la villa, sino en el interior de cuanta casa encontraran abierta a su paso, con el consiguiente desorden que alguna vez concluyó en hechos sangrientos.
El ambiente se hacía ligeramente más refinado a partir de las cuatro de la tarde, cuando se producía el paseo de las damas y los galanes a caballo, todos —señoras, jinetes y cabalgaduras— emulaban por lo vistoso de sus adornos. En la noche se celebraban bailes en las casas de los vecinos principales, o en ciertos barrios, adornados con ramas e iluminados con antorchas.
Los festejos fueron suspendidos oficialmente por las autoridades en 1817, bajo el pretexto de que eran ocasión para insultos y ultrajes personales, pero los influyentes principeños llegaron a elevar un memorial de protesta a la Corte madrileña y consiguieron que fueran restablecidos en 1835. En lo que el asunto se resolvía, algunas personas del pueblo, de las que no podían acudir a la Audiencia ni al Capitán General, decidieron “sanjuanear” por su cuenta y necesitaban para ello algún disfraz fácil de llevar y de desaparecer si topaban con algún celador de policía. La solución de los rebeldes fue muy ingeniosa. El Lugareño explica de manera muy viva cómo surgieron los ensabanados, que llegarían a convertirse en uno de los elementos más peculiares de estas fiestas:
Temeroso el gobierno de que el disfraz de las máscaras por la noche pudiera perjudicar el orden público, ó acarrear algunas desgracias, prohibió enmascararse. El pueblo, nunca bastante saciado de su diversión, y acostumbrado a usar el San Juan de noche, buscó un medio ingenioso de eludir la prohibición, y lo encontró en las sábanas, manteles, cortinas y cuantos lienzos le vinieron a las manos. La sábana o colcha de una cama es un mueble con el cual puede uno cubrirse de pies a cabeza; es un mueble quitadizo, mueble que de un golpe se presenta colgado al brazo como una toalla que se lleva al río, ó a casa de la lavandera, quedando la persona en trage casero y burlada la prohibición graciosamente.[5]
Para estos nuevos tiempos se estableció una ruta oficial para el paseo de los carruajes, un Bando de la época indicaba: “seguir la dirección de la iglesia Parroquial Mayor al Hospital de San Juan de Dios, de éste al convento de San Francisco, de allí a la parroquia de la Soledad, seguir al convento de las Mercedes y volver al punto primero”. Poco a poco las diversiones van refinándose, bajo la influencia del carnaval europeo, con sus comparsas y disfraces de carácter histórico o novelesco.
A lo largo del siglo XIX el San Juan fue un termómetro de la cultura en Puerto Príncipe; sus aspectos positivos y negativos reproducen la estructura social que rodeaba al patriciado ilustrado; de ahí que cierta concepción ilustrada y exclusiva de estas fiestas tuviera su momento más alto entre 1835 y 1868, para desaparecer después junto con las bases socioeconómicas que las propiciaron, aunque su lado más popular dejó algunos elementos perdurables hasta nuestros días. El desarrollo de la música, la danza, la literatura, así como el del arte culinario y la moda, en esa centuria, aportaron un sello particular a estos festejos, a lo que habría que sumar la presencia en ellos de figuras eminentes de la cultura principeña, como Gaspar Betancourt Cisneros (El Lugareño), Salvador Cisneros Betancourt, Esteban Borrero Echeverría, Eva y Sofía Adán, quienes actuaron como animadores y protagonistas. Surgido con un neto carácter rural, derivado del rol que la ganadería desempeñaba en el territorio, el San Juan tuvo un período en el que la élite criolla lo convirtió en una parte de la utopía ilustrada, aunque su supervivencia, marcada por estos dos aspectos tan diversos, se debió sobre todo a su condición de fiestas populares que cumplían en el Camagüey la función del Carnaval en otras partes.
Como escribiera Salvador Cisneros Betancourt años después:
El Camagüey en aquellos días era un manicomio: la población se volvía loca y aparecía formando una sola familia; se trataban con tal confianza y espontaneidad, como no hubiera podido uno compenetrar tratándose de una población de más de 30 000 almas. En esos días de tan grandioso júbilo, raro era el que comía en su casa, pues el pueblo transformado en un solo hogar servía sus mesas, invitando con exquisitos manjares a los primeros que llegaban. Las calles principales se llenaban de toda clase de carruajes para las comparsas que en dichos días salían. Se permitía toda clase de dichos y jaranas decentes, sin que nadie debiera molestarse.[6]
Mas los ensabanados, a pesar de las nuevas libertades, habían llegado para quedarse y durante más de un siglo invadieron las calles principeñas, con sus sustos y bromas, no más refinadas que las de los antiguos “mamarrachos”. La más simple referencia a ellos ponía los cabellos de punta a Don Domingo del Monte, quien escribió unos años después, poniendo entre los ejemplos de la rusticidad de la vida principeña esas fiestas donde “aun el día de hoy se substituye a las máscaras y domingos de Carnaval una sábana, colcha o mantel sucio en los días de san Juan y san Pedro, y anda la gente ensabanada por calles y plazas a manera de locos sueltos, o de enfermos huidos de un hospital”.[7]
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- Hoy Avellaneda.
- El Aguinaldo Habanero, 1837. Recorte sin día y mes.
- Ibidem.
- Ibidem.
- El Aguinaldo Habanero, 1837. Ibid.
- Salvador Cisneros: “Suceso Bembeta-Pazo”. En: Cuba Libre, La Habana, no. 37, 1902, s/p.
- Domingo Del Monte: ”Movimiento intelectual en Puerto Príncipe”, En: Escritos. La Habana. Colección de Libros Cubanos. Cultural, S.A., 1929, t. II, p.77-78
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