Nota previa: Conocí este texto luego de su presentación en 1989, la imagen de la Iglesia cubana, de aquellos años, como una abuela, me impactó en aquel momento, que coincidía con mi acercamiento a la religión cristiana en la Iglesia Católica, siempre recordé esta presentación por esa imagen eclesiológica.
Recibí algunos números de la revista Enfoque de la Arquidiócesis de Camagüey, con alegría encontré que lo publicaron, en el # 110, Diciembre 2017-Marzo 2018, que hoy comparto con los lectores del blog.
Pepe Sarduy (quien falleció a los 83 años de edad, el 28 de enero de 2017), fue un gran cura, amigo y maestro. Este es uno de los documentos que mejor reflejan la realidad de la Iglesia cubana, de la segunda mitad del siglo XX. Se extiende en la década de los 80s, el tiempo en el que la Iglesia empezó a resurgir de las cenizas que quedaron de los años 60s y 70s, gracias a las abuelas, unos pocos jóvenes y un puñado de sacerdotes y religiosas. La Iglesia de “los cuatro gatos”, como también le llamaban. (Joaquín Estrada-Motalván)
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Intervención de Mons. José Sarduy Marrero en el Centro de Estudios Cubanos de la Universidad de Harvard, Boston, E.U.A., el 24 de junio de 1989.
Ante todo tengo que agradecer a Dios esta oportunidad que se me brinda de compartir con ustedes en este seminario y en este lugar. Creo que es una hermosa ocasión para enriquecernos mutuamente y profundizar los lazos que nos unen más alIá de toda frontera humana, ya que la presencia del Espíritu nos permite confesar una sola fe, un solo Bautismo, un solo Dios y Padre(1).
He venido con temor y temblor en nombre de la Iglesia que está en Cuba, en cuyas fuentes maternales nací, me crie y a la cual ahora sirvo con las posibilidades que Dios nos ofrece.
Vengo de una iglesia que canta su esperanza en medio de dificultades, de una iglesia que trata de seguir fielmente la voluntad de su Señor y que, sujeta por naturaleza a las ambigüedades de lo humano, sabe que sola no puede peregrinar hasta el Padre. Una iglesia que no es sorda al clamor del pueblo ni ciega a los signos de los tiempos, pero que vive una experiencia única, ni mejor ni peor que otras experiencias, pero única, como toda experiencia de lo humano y de lo divino.
De esa iglesia les hablaré solo con el derecho que me dan la invitación de ustedes y el más de medio siglo de vivir en aquellas tierras, de rezar en aquellos templos compartiendo ilusiones y fracasos, triunfos y derrotas, pero viendo con estupor, y esto deseo subrayarlo especialmente: con estupor, la obra de Dios, ya que pese a nuestras infidelidades y errores cumple Él su palabra de estar con nosotros.
Nuestro estupor nace de ver cómo se hace posible lo imposible, cotidiano lo extraordinario y, sobre todo, de ver materializarse maravillosamente aquello que san Pablo nos asegura en su carta a los romanos: “Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman”(2).
Resumiendo, aquella es la iglesia que amo entrañablemente, donde me realizo como persona en mi vocación sacerdotal, aquella que, como todas, es una iglesia encarnada y divina como su Maestro, y una iglesia, quiéralo o no, que vive "de palabra que sale de la boca de Dios”.
Y aunque parezca una digresión inútil quisiera hablarles de una persona muy querida y significativa en nuestra cultura latina: me refiero a las abuelas.
La abuela es alguien que sirve para encontrar nuestra propia identidad. Ellas son como esas raíces grandes y arrugadas que asientan sólidamente el árbol a la tierra. Bien es verdad que las raicillas cumplen como nadie la función de extraer de la tierra la sustancia que da vida al árbol, pero son las viejas raíces, las "raíces abuelas", las que le permiten sostenerse en pie, las que dan prestigio al árbol maduro y lo sostienen frente a las tormentas que sacuden los cimientos.
Así es la abuela, que se hunde como raíz en el pasado, testigo de cuando comenzamos a ser. Ciertamente, las abuelas no pueden, ellas solas, mantener vivo el árbol; son otras raíces- padres o madres- las que dan vida al presente, pero la abuela nos dice quiénes somos y de dónde venimos.
Recuerdo aquel verso satírico que recitaba un mago de la poesía negra cubana(3). Mucho hemos reído con su punzante pregunta: “Y tu abuela, ¿dónde está?”, refiriéndose a alguien que, deseando pasar por blanco, ocultaba en la última habitación de su casa el color negro de la abuela. Por mucho que se quiera ser, no se puede ser sin la abuela, la cual cumple la misión de hacernos ver la realidad de los padres, realismo que nos permite llegar a la madurez en nuestros criterios y opiniones.
Volviendo a mi abuela puedo comprender mejor a mis padres; es más, muchas veces la abuela, con inconsciente picardía, nos revela el verdadero yo del padre que nos ha engendrado cuando nos descubre sus virtudes y defectos y suelta aquella frase de “eres igualito a tu padre cuando era pequeño”. Así nos devela el misterio de una vida y nos hace valorar todo lo bueno y rechazar lo malo, como ingredientes obligados que integran el don de la vida recibido de los padres.
Verdad es que muchas veces la abuela puede malcriar; pero cuántas veces más suele cubrir, como tarea subsidiaria insustituible, las deficiencias de los padres. Cuántas veces es la abuela la que le ofrece al niño o al joven aquello que los padres no han querido o no han podido darles. Ellas ponen siempre esa dosis de ternura, de sabiduría de quien ha vivido mucho, de quien tiene la experiencia de haber visto a sus hijos crecer entre caídas y levantadas, de quien, con una experiencia de humanidad, cree en la fuerza del amor porque ha visto florecer lo que en temprana edad se sembró.
Y les pido permiso para una segunda digresión: les hablaré de las "catacumbas” de La Merced. Allá, en aquella bicentenaria iglesia-convento de La Merced en donde soy rector desde hace quince años, debajo del presbiterio, se halla una antigua cripta funeraria donde, con la ayuda de amigos de allá y de algunos que ahora están por acá, encontré varias tumbas antiguas. Un día se nos ocurrió organizar alIí un museo de antigüedades religiosas: imágenes, sagrarios, cálices, etc., poseedores de algún valor, aunque fuese el de la antigüedad.
Ese museo, un pequeño gozo personal, permaneció en silencio por un tiempo, conocido solo por algunos amigos, los fieles asistentes a la iglesia y algún que otro interesado en los bienes culturales y religiosos. Pero el jueves 27 de febrero de 1986, coincidiendo con la visita del cardenal Pironio a nuestra diócesis con motivo del recién terminado ENEC, apareció en el periódico local un reportaje un tanto inexacto y sensacionalista sobre aquellas catacumbas y el precioso sepulcro de plata del siglo XVIII que guarda la imagen yacente de Jesucristo.
Aquel jueves no lo olvidaré. Acompañaba a monseñor Adolfo y al cardenal Pironio en un recorrido con las autoridades civiles cuando, interesado por los preparativos que hacían los jóvenes para una fogata nocturna con el Cardenal, llamé por teléfono y me comunicaron que habían comenzado a llegar numerosas personas que deseaban ver las catacumbas. Me Ilamó la atención aquel hecho, pero no le di gran importancia. Hasta estos días han pasado por allí más de 20 000 personas a pesar de lo reducido del horario de visita y de las prohibiciones hechas a los miembros de la UJC por temor a la labor proselitista que los jóvenes y yo- decían ellos- realizábamos allí.
Entonces este pobre cura y las catacumbas pasaron a ser noticia en los periódicos, en la radio y la TV y, desde luego, tema de comentario en las escuelas, los centros de trabajo, los medios culturales y hasta en las barberías.
Las largas esperas para entrar a las catacumbas provocaban interesantes diálogos y éramos acosados por largos interrogatorios: “¿Quién es Jesucristo?”, o la pregunta más repetida: “¿Por qué lo mataron?”, y la tradicional curiosidad de saber por qué los curas no nos casamos... Niños, jóvenes por miles, adultos, obreros, militares, profesionales, turistas, solicitan todavía ver las "catacumbas" y hasta hace poco me preguntaban qué tenían estas que recibían más visitantes que otros museos de la ciudad.
Mucho hemos conjeturado buscando una explicación a tal hecho. Un periodista me dijo un día que aquel era un museo único en Cuba, pero no me convenció; finalmente, la respuesta creo que me la ofreció, casi sin pensarlo, un visitante soviético, que labora como técnico en nuestro país. Después de un inteligente y animado diálogo me hizo esta observación, señalándome un viejo sagrario de plata: “¿Por qué usted no le ha puesto fecha de construcción a ese sagrario? No recuerdo bien qué le contesté, excusándome. Y entonces él me dijo con tono cordial, en un español no muy castizo, como quien hace una confidencia: “Póngasela, porque la mayoría de las personas que visitan este lugar y que a usted le preocupan, vienen buscando "las raíces" que las revoluciones suelen cortar”. Aquel día descubrí a mi iglesia en clave de abuela, de esas abuelas raíces que sostienen el árbol, que explican el pasado, sostienen el presente y aseguran el futuro.
Y es que mi iglesia ha sido como una gran abuela. Cuando se produjo el choque de los años ´60 y los templos fueron cerrados en mi diócesis- en dos ocasiones por más de 15 días-, las abuelas acudieron ante las puertas cerradas y frente a ellas rezaban el rosario. Cuando unos estaban presos, otros se exiliaban y otros escondían su fe o la negaban, las iglesias se mantuvieron abiertas gracias a unas cuantas abuelas- físicas o espirituales- que conservaban las llaves, tocaban las campanas, rezaban el rosario, limpiaban el templo- quizá sucio de cristales y piedras lanzadas contra los ventanales-, llevaban a sus nietos a bautizar, le preparaban comida al cura que les iba a celebrar la misa algunas veces al mes…
Fueron esas abuelas las que conservaron a toda costa, entre críticas, burlas y súplicas de conveniencia, las imágenes del Sagrado Corazón o de la Virgen de la Caridad en la sala de la casa, antes de ser quemadas, regaladas o escondidas en la última habitación o detrás del armario, como la abuela negra que tanto molestaba en el poema mencionado.
Y hoy, cuando miles de jóvenes inquietos por ese hombre llamado Jesucristo o eso que llaman “iglesia” acuden a las catacumbas o al paso de la cruz de los quinientos años de evangelización, ellos manifiestan que conocen algo de religión: una medalla, una estampa, una oración que su "abuelita" conserva en la casa. Más allá de lo folklórico de una cena de nochebuena abolida y de una procesión prohibida, de una estampa dulzona del Sagrado Corazón en la sala de la casa o de los miles de exvotos, flores y velas de la Basílica de la Virgen de la Caridad en El Cobre, brota en estos jóvenes la savia que viene de la misma raíz del pueblo, un pueblo de fe, un pueblo forjado con portavoces de Jesús como Varela, Caballero, Martí, Echeverría, Lazaga , Vitier ...
El templo de La Merced lleva ya ocho años cerrado y apuntalado esperando una reparación de la Comisión de Monumentos, que no llega. Mientras, sigue siendo, en el corazón mismo de mi pueblo, un testigo que, aunque callado, en su calidad de testimonio cultural reclama una respuesta en el presente.
Y mientras esa iglesia necesita muletas y mantenimientos para que no se derrumbe definitivamente, Dios obra maravillosamente. De entre la vieja estructura medio destruida, desde la entraña misma de la tierra, surge una fuente de vida a donde acuden sedientos buscando su raíz, como me dijo el amigo soviético. En una larga y casi interminable procesión se asombran de encontrar la Belleza y la Verdad, el Camino y la Vida aparentemente ocultos en la vieja estructura de la Iglesia. ¡Qué abuela más maravillosa ha sido mi iglesia! ¡Benditas también las mujeres que pudiéramos llamar Ana, Verónica, María, Salomé…!
Dios tiene sus propios caminos y aquello que comenzó con el éxito popular de un discutido librito de un fraile dominico, aquella vieja historia de la que la abuela sabe algo, es latir de un pueblo que busca en el presente su propia raíz, su propia identidad, para hacer su propia historia.
¡Qué iglesia la mía!, profetizada por algunos como condenada a desaparecer, pero que tiene una respuesta para el hombre de hoy; que nos habla de nuestro Padre, que era “igualito”; de que el hombre crece entre errores y aciertos; de que no puede decir no a su pasado sin quedar juguete de cualquier viento; de que hace falta conservar el tesoro sagrado de verdades que vienen del pasado, y que evitan la confusión de Babel. Iglesia que habla de lo sagrado, de la trascendencia, del misterio, mientras anuncia entre cantos un mañana mejor. Qué iglesia la mía que cumple aquello que Pablo nos dejó dicho: “Cuando soy débil soy fuerte porque brilla en mí la fuerza de Cristo…”
Y permítanme que haga otra digresión. Un día de aquellos de visitas a las catacumbas apareció un grupito de adolescentes con sus pantalones amarillos- el uniforme de las escuelas de enseñanza media-, el natural y casi insolente desenfado de la edad y una dosis de falta de educación. Preguntaron de muertos y antiguallas, hubo una que otra burla disimulada, para finalmente decirme que ellos tenían un casete con cantos de un cantante popular- Leo Dan- que mencionaba a Dios. Yo les hablé de las canciones religiosas de ese pre- evangelizador en Cuba que se llama Roberto Carlos. En fin, nos sentamos a oir aquella horrible grabación- que es un tesoro para ellos- donde adiviné, más que oi, que, efectivamente, se mencionaba a Dios entre los suspiros amorosos de una canción romántica. Aquello era un signo: ellos se extrañaban de que un cantante popular mencionara a Dios.
Algunos de ellos continuaron viniendo, especialmente dos, que aún lo hacen después de dos años. Uno no se decide a recibir el bautismo porque titubea ante la posible reacción de su familia; el otro, de quien les hablaré a continuación, un chiquillo que más parece de estas tierras que de las nuestras por el color de su piel y de su pelo, se sigue declarando ateo. Su abuelita es creyente practicante, pero él no “ve” a Dios. Entre Luisito- así se llama- y algunos otros jóvenes creyentes y yo se ha establecido una amistad. Por él supe que su padre murió siendo él pequeño y que su mamá, pocos meses después de aquel primer encuentro nuestro se ahorcó, creo que por cuestiones amorosas. Luisito dice: “Si yo me bautizara pondría contento al Padre, que es mi “padre”, pero sería una falsedad de mi parte. Pero desde que vengo aquí y me reúno con estas personas, soy un poquito mejor”.
Como Luisito hay miles de jóvenes y adolescentes cuyos padres no se ocupan de ellos o están divorciados; muchos le cuentan a su madre tres o cuatro esposos, más el actual, que no lo es, y declaran tener hermanos de dos o tres padres diferentes. ¡Bendita iglesia abuela que ha asumido esa misión de la más auténtica caridad porque es bueno proteger al huérfano y a la viuda! Y es que nuestra iglesia ha venido a ser, no solo raíz, sino espacio de libertad y ternura que hace posible que los hombres sean tal como son, para llegar a ser como Dios los quiere; iglesia que es espacio de diálogo y personalización, fuerza liberadora de pobres que no tienen a dónde acudir mendigando no precisamente oro o plata- quizás eso lo tienen-, sino al Señor Jesús hecho presente por su amor; iglesia que suprime parálisis, da vista al ciego, hace oir a los sordos, sana leprosos, perdona pecados, da paz al angustiado, resucita muertos, acoge a los hijos que se marcharon de casa…
Me pidieron que les hablara de la iglesia en Cuba: presente y futuro. Les he hablado del presente, en donde germina ya el futuro. Si me permiten ser poético, como dice Gregorio Magno en su tratado sobre el libro de Job, la iglesia es como un amanecer y, comparándola con la vida humana, mi iglesia hoy es una hermosa y prometedora adolescencia en transición histórica con mi pueblo; es semilla enterrada que comienza a germinar.
En mi país es común usar este dicho popular cuando alguien tiene mucho trabajo o muchas emociones: "Es mucho para un solo corazón", y es esta la sensación que hoy vivimos sacerdotes y laicos comprometidos. Hace algunos años, quizás solo meses atrás, nos veíamos pocos labradores para sembrar tal campo que nos parecía estéril o esterilizado, pero hoy las cosas son diferentes: el Señor ha sembrado un campo inmenso, ¿fue el testimonio de la abuela?, ¿fue la estampa del Sagrado Corazón conservada fielmente por la abuela arrinconada?, ¿fue la maternal mirada que desde las lomas de El Cobre cobija amorosamente a los hijos dispersos?, ¿es ciencia-ficción?, ¿será un milagro? Lo cierto es que vemos en esos campos que antes no pudimos sembrar brotar los retoños; todo comienza a cobrar nueva vida, se oyen cantos diferentes y no precisamente cantos de sirena. Los jóvenes vitalizan la misión atendiendo pequeñas comunidades en donde visitan las casas de los creyentes y los invitan a participar en celebraciones sin sacerdotes. Muchos de ellos, con una especie de unción apostólica, visitan a los enfermos sin familia en hospitales y casas; otros atienden alegremente a grupos de minusválidos y acompañan a ciegos, sordos y paralíticos en una peregrinación a El Cobre.
Más de 18 000 personas visitaron en dos semanas la Cruz de la Evangelización en la parroquia de La Soledad. Personalmente puedo contar a mi alrededor a seis jóvenes decididos a ser sacerdotes. No, no es ciencia ficción: es que Dios ha hecho a la mujer estéril dar a luz siete hijos…(4)
Hace algunos años un hermano sacerdote de la diócesis, el padre Paquito, en un retiro espiritual de los que solemos hacer frecuentemente, nos invitó a meditar sobre la visión de los huesos secos de Ezequiel. No sé si realmente él creía lo que nos dijo, era hablar de esa esperanza contra toda esperanza. No sé si fue profeta, lo que sí sabemos es que hoy es verdad de fe y vida. Ciertamente sentimos que es "mucho para un solo corazón” la tarea que nos espera, que no es precisamente enterrar a un muerto, sino alumbrar vida, cosechar un campo que florece.
Mi presencia aquí para compartir es también para decirles que aquella iglesia necesita mucho, pero no como mendigo moribundo que reclama el amor militante a lo Teresa de Calcuta, sino como alguien que, igual que Pedro, grita a sus compañeros de la otra barca: “Ayúdennos, que se rompe la red por tantos peces”(5).
Pienso que tal vez esperaban algo más académico, pero no es esa mi capacidad. Quizás los he entretenido con algunas incursiones poéticas o sentimentales. Pero es que vengo de esa iglesia pobre donde un ser humano, un Luisito cualquiera, es una riqueza incalculable; una iglesia carente de técnicas, pero rica en perseverancia y paciencia histórica, que sabe que “la Palabra tarda pero llega”, donde el amor es fuerza liberadora engendrando hijos de Dios de las piedras; una iglesia que vive de la fe que transforma las peñas en manantial de agua; una iglesia en la que la fe permite ver lo esencial, que es invisible a los ojos.
Un hermano sacerdote, el padre José Luis, repite a menudo: “La casualidad no existe”. Qué verdad tan grande es esta, porque el hoy y el mañana de la Iglesia en Cuba no es fruto de la casualidad ni de simples coordenadas históricas. La gran lección bíblica se ha hecho carne en nosotros: Dios escribe derecho con renglones torcidos; Dios escoge lo pobre del mundo, lo que no cuenta, para confundir a los poderosos, para demostrar que los últimos serán primeros y que la cruz es fuerza y sabiduría de Dios.
Con palabra profética Teresa de Calcuta afirmó en algún momento que nuestra iglesia tenía la mayor riqueza: la cruz. Una cruz entregó el Papa Juan Pablo II a nuestros obispos para iniciar una nueva evangelización y esa cruz, como señal discutida, recorre el pueblo anunciando una esperanza, despertando conciencias dormidas, mostrándonos a veces que somos “tardos y necios de corazón" para entender que aquel lema que nuestro obispo escogió para su episcopado se ha hecho verdad y vida en la iglesia en Cuba y que al concluir estas palabras quisiera dejarles como mensaje que viene de aquella isla: es bueno confiar en el Señor.
Gracias
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- Cfr.
- Cfr.
- El declamador es Luis Carbonel.
- Cfr. 1S. 2,5.
- Cfr. LC. 5,6-7.
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Ver en el blog En Memoria de Pepe Sarduy
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