“El hombre que guarda
muchos recuerdos de su infancia,
ese está salvado para siempre”.
Dostoievski
Aunque yo soy habanera, mi niñez estuvo ligada a Pinar del Río. Mi abuela materna padecía desde muy joven de una artritis dolorosa, y los médicos de La Habana le habían recomendado se diera baños sulfurosos. Recuerdo de pequeña ir en el carro de mi padre por la Carretera Central desde La Habana hasta Pinar del Río, a pasarnos el fin de semana con abuela en el Balneario de San Diego de los Baños. Para mí el viaje era pintoresco y divertido pues se salía de las moles de concreto de la capital y se recreaba uno la vista con los tonos verdes de la campiña pinareña. Recuerdo que según se iba uno internando más en la provincia de Pinar del Río (Pijirigua, Artemisa, San Cristóbal, Los Palacios), se veían ya los perfiles de la Sierra de los Órganos donde se encuentra el precioso Valle de Viñales. He leído en algún lugar que este el nombre de Sierra de los Órganos se lo dieron los marinos a estas cordilleras pues advertían a gran distancia su perfil inconfundible semejante a los tubos de un órgano, y que van desde Guane hasta el río San Diego. Yo, sin embargo, los bauticé como “Los culines de San Diego”, pues a eso se me asemejaban...
Sierra de los Órganos
y entrada al poblado de San Diego
de los Baños en los años 30.
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El viaje a San Diego demoraba unas tres horas, eso si no nos topábamos por el camino con algún guajiro cargado de gallinas, o con los cientos de miles de cangrejos rojos que emigraban hacia la costa con el fin de reproducirse, y que tapizaban la carretera demorando la marcha. Sin embargo, esto no era nada comparado con lo que debieron pasar los cubanos del siglo pasado para llegar al balneario. La naturaleza había dotado a San Diego de manantiales ricos en aguas curativas, pero durante mucho tiempo estas fuentes de salud estuvieron fuera del alcance de muchos. Cuenta la historia que entre los siglos XVIII y XIX la villa solo tenía vida en la primavera en que construían unos ranchos o bohíos de yaguas y pencas de palma junto al balneario, y que al terminar la temporada destruían con fuego. En el 1839, el famoso escritor pinareño Cirilo Villaverde, realizó un recorrido a caballo por la provincia y decía: “… San Diego de Los Baños no es más que una ranchería, no obstante, con la excelencia y fama de sus aguas termales”. Más adelante, en 1858, el General José Gutiérrez de la Concha se movió con eficacia para mejorar las condiciones del balneario y planeó un servicio para los enfermos que no tenían recursos económicos. Dispuso que el gobierno costease el viaje de ida y vuelta de los pacientes pobres entre sus residencias y San Diego, así como los gastos en los baños. La ruta de La Habana a San Diego era penosa, especialmente para los enfermos e inválidos. Cuenta Emeterio Santovenia, el ilustre historiador pinareño, que el recorrido se hacia así: “En ferrocarril de la capital a Batabanó; en barco de vapor de Batabanó a Hernán Cortes; a caballo o en volanta a lo largo de 9 largas leguas de mal camino (unas 27 millas) de la costa a las estribaciones de la sierra”. Había que de veras tener deseos de ir a San Diego o sentirse muy mal y con la esperanza de una mejoría, para realizar el trabajoso viaje.
Luego el Capitán Concha mandó a construir en el poblado un hospital. La asistencia social junto al mejoramiento de las vías de comunicación dio doble fruto: pronto el número de enfermos pasó de 400 en cada temporada, y San Diego de los Baños empezó a ser pueblo para provecho de sus residentes y con la ayuda de los extraños. Por eso nuestro viaje de tres horas en automóvil desde La Habana resultaba muy agradable si lo comparamos con todo lo relatado anteriormente.
Al llegar a San Diego, desviándonos de la Carretera Central, tomábamos un camino de tierra y manejábamos por unos 10 minutos hasta llegar al Hotel Saratoga que estaba al lado del balneario, y donde nos hospedaríamos por el fin de semana. Recuerdo que El Saratoga era amplio y limpio; con dos pisos y un patio central hermoso lleno de exuberante vegetación tropical. Los dueños del hotel eran asturianos y llevaban con esmero el cuidado de este y la asistencia a los huéspedes. Conocían a mis abuelos desde… ¡quién sabe cuándo! pues antes de yo naciera ya mi abuela se hospedaba allí. Yo casi siempre dormía en la misma habitación que mi abuela, en una cómoda cama protegida por un gigantesco mosquetero que nos guardaba de los mosquitos pues recordemos que se dormía con la ventana abierta y no había tela metálica.
Al caer la tarde se sentía un poco esa tristeza propia del campo al anochecer y las calles quedaban desiertas obligándonos a recogernos temprano. Entonces se oía el concierto de grillos y chicharras; de sapos y ranas, y se veían aquí y allá el centellear de los cocuyos, la única iluminación externa. Al llegar el amanecer todo como que recobraba vida: los gallos comenzaban a cantar, las vacas mugían, los pájaros nos despertaban con sus alegres trinos, y los habitantes del pueblo se empezaban a mover en el trasiego típico de todos los días. Mi abuela se levantaba antes de que saliera el sol, se enfundaba en su trusa (bañador) y su bata de felpa, y bajaba al balneario a darse su baño. Yo me asomaba por la ventana del cuarto y la veía descender por la rampa que conducía al interior del edificio. El olor a azufre era fuerte y penetrante y yo decía que olía como a huevo podrido. No me explicaba como ella podía tolerar esto día tras día, pero me imagino que el olor era más tolerable que el dolor que padecía.
Balneario de San Diego de los Baños
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Adentro del balneario había una inmensa piscina donde los enfermos se sumergían en espera de un pequeño “milagro”: el de aliviarse de sus dolores. El geógrafo cubano, Esteban Pichardo, señala que la comarca reposa sobre un banco calcáreo junto al río San Diego o Caiguanabo, cuyo lecho es un vasto banco de mármoles azules de donde brotan los manantiales sulfo-termales y radioactivos más conocidos de Cuba, con muchas propiedades curativas.
Después de estar en el agua una hora más o menos, abuela regresaba a la habitación y después de ducharse, se acicalaba y se vestía, y ya estaba lista para el resto del día que consistía en descansar en la saleta del hotel, leer, oír música, caminar por el poblado, comer, que en El Saratoga era un gran disfrute pues el cocinero era de primera. También se veía la televisión, se tocaba el piano, se jugaba dominó, o simplemente se cultivaba aquella costumbre, hoy ya casi perdida, que es el arte de la conversación. Así sin prisas, se pasaban los días. A la iglesita o ermita de San Diego íbamos sin falta los domingos a oír misa. No recuerdo mucho su interior, pero por fuera era sencilla y sobria.
Pasados los años, ya en el exilio y en mis investigaciones históricas, he descubierto que allí en San Diego falleció en 1898, durante la Guerra de Independencia, la Capitana de Sanidad, Isabel Rubio, natural de Guane y luchadora en las dos guerras por la independencia. En la zona de El Seborucal Isabel mantenía un hospital de sangre en el que colaboraba una tropa de mujeres que ella había entrenado como enfermeras. El 12 de febrero de 1898 el campamento fue atacado por la columna española. Isabel decide jugarse la vida para salvar a los heridos, y dirigiéndose a la puerta del campamento, protegiendo con su cuerpo la entrada, grita: “¡No tiren, que somos mujeres y enfermos!”. Se oyeron varios disparos cayendo Isabel herida en una pierna. Se la llevan prisionera y luego es ingresada en el hospital militar de San Diego. Pero ya era tarde. La gangrena estaba muy avanzada y fallece tres días más tarde. Una mambisa más que daba su vida por la patria.
Después de pasar el fin de semana entre la naturaleza, disfrutando del sosiego y el descanso de San Diego, nos preparábamos para regresar a La Habana. Para una niña de ciudad como era yo, este viaje resultaba una gran aventura y una magnífica escuela de aprendizaje. En el camino, y ya próximos al límite con La Habana, siempre se hacía una parada obligada para comprar las famosas butifarras del Congo.
Aunque han pasado muchísimos años desde mi última visita a San Diego de los Baños, siempre recuerdo con nostalgia esos fines de semana perezosos y apacibles de mi niñez. Pienso que quizás Dios me permita volver algún día, y como mi abuela, mejorarme yo también de mi artritis en San Diego.
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Teresa Fernández Soneira (La Habana 1947), es una historiadora y escritora cubana radicada en Miami desde 1961. Ha hecho importantes aportes a la historia de Cuba con escritos y libros de temática cubana, entre ellos, CUBA: Historia de la educación católica 1582-1961, Ediciones Universal, Miami, 1997, Con la Estrella y la Cruz: Historia de las Juventudes de Acción Católica Cubana, Ediciones Universal, Miami, 2002. En los últimos años ha estado enfrascada en su obra Mujeres de la Patria, contribución de la mujer a la independencia de Cuba, (Ediciones Universal, Miami 2014 y 2018). El volumen I dedicado a la mujer en las conspiraciones y la Guerra de los Diez Años, y el volumen 2, de reciente publicación, trata sobre la mujer en la Guerra de Independencia. En estos dos volúmenes la autora ha rescatado la historia de más de 1,300 mujeres cubanas y su quehacer durante nuestras luchas independentistas.
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