Severo Sarduy, mal que nos pese, sigue siendo asignatura pendiente para el lector de esta ciudad que lo vio nacer en 1937, y en la que habitó solo sus primeros diecinueve años. Con él como con los mejores se cumple a rajatabla la frase de Cristo: “nadie es profeta en su tierra”
Su obra, empero, debiera ser el orgullo permanente de todo camagüeyano que se precie de serlo, y no digo ya de los eruditos y doctos…
Pero por esas omisiones siempre imperdonables y algunas otras hierbas, no se le ha publicado, ni por equivocación, en estos pagos desmemoriados para su fama de inigualable narrador.
Una librería de la ciudad, en el colmo de los dislates, lleva hasta su nombre, pero el interesado lector no adquiere allí un libro de su autoría.
Y es una pena que así sea. Quienes lo hemos leído en esta nuestra no siempre inefable mediterraneidad, lo hemos hecho muchas veces a hurtadillas. Se habla y se discurre amablemente de su legado, generalmente entre unos pocos iniciados, pero es un diálogo como el de los sordos, con sólo señales y silencios.
Sin embargo la ciudad habita la obra del escritor. Desde las riveras del Sena parisino donde encontró acomodo su cuerpo y su espíritu creativos, y donde hubo de procrear su obra, se permea inefable, no ya como un recuerdo amable, sino mucho más que eso, como una permanente recurrencia.
Mi crónica de hoy re-visita con mirada siempre deslumbrada, su segunda novela: De Donde son los Cantantes (1965) en acto rememorativo, y el lector no quedará defraudado al descubrir pormenores de esa ciudad suya y nuestra, y de esta región legendaria.
La primera de las alusiones es a la mismísima Dolores Rondón como figura esta vez, no de la ancestral leyenda decimonónica y puertoprincipeña, sino de un sainete que, recorre en diez momentos, los mismos que contienen la famosa espinela; el epitafio para su tumba anónima en el camposanto camagüeyano, y que el autor imagina como escrito por la propia Dolores.
Son los nuevos avatares de su personaje retomado en la ficción narrativa, y enmarcada en la ciudad ya republicana, donde Dolores sigue las transformaciones de Mortal Pérez, inequívoco destinatario del poema:
(…) un político de subrayada oratoria en sus etapas de concejal, aspirante a senador, senador y senador depuesto(1)
La historia tiene su setting narrativo en el lugar donde se guarda la memoria perpetua en forma legendaria de aquella Dolores:
-Como hace tanto calor, no nos vendría mal un paseíto por el cementerio: el mármol refresca, casi como una limonada. No hay mesitas ni traganiquel en este jardín de la piedra, pero a eso llegaremos. En este de Camagüey, en el centro de Cuba, no faltan retratos al oleo, con el muerto negro más rosado que lo que estuvo en vida, ni capiteles de dos pisos, ni lectura (…) Duro Oficio el de Dolores. Cortesana y poeta. Cortesana lo fue toda la vida. Poeta por un día (…)(2)
La recreación del personaje definida por el autor como “mulata wilfredolamesca” se enmarca en un ambiente de la ciudad de fácilmente reconocible en las décadas de los cuarenta o cincuenta del pasado siglo XX:
una calle cerca de la estación. Hoteluchos. Olor a tabaco y a mango. En el aire color limón la gorra roja de los maleteros, la risita de las espuelas. Pregones. Joyeros ambulantes, quizás el claxon de un viejo Ford(4)
Una Dolores distinta que se define por boca de Sarduy como:
“(…) bailadora fina, a otros con la rumba de cajón. Letrada, lo soy, no muy leída. Calada en santos, apuntadora de las buenas. Al fijo, al corrido. (…) Hija legítima soy de Ochún, la reina del río y del cielo. Hay que sacudirse. Hay que ir siempre adelante como los tranvías. Hay que salir de aquí”(5)
Una historia que como la de la proverbial décima, no puede tener buen final, y cuyo designio se cumple inexorable con la advenediza Dolores que lo deja todo y marcha presurosa tras su ídolo hasta la capital y más allá si es preciso:
No aguanto más esta ciudad polvosa, sin barcos, sin restaurantes chinos. Quiero Chop-suey, arroz frito, pollo con almendras, puerco azucarado. Iré a donde sea. A Peking, a Hong Kong.(…) pero llegaré a mi destino puntualmente como un tren americano. La vida es como una jabonera; el que no se cae resbala…(6)
Su vuelta es empero a la misma realidad luego que sus dotes de bailarina exótica, sus “caderas camagüeyanas”(7) sean desenmascaradas, y su Mortal venido a menos. Lo que sigue nos suena ahora mismo como un mal presagio, una ya cumplida premonición:
La cuenta se acabó. La carrera se acabó. Las vacas gordas se acabaron, están tísicas, deshidratadas, viudas de toro, hechas tierra(8)
Un exordio final es conclusivo en la voz de la propia Dolores que hace mutis inevitable, no por el foro, sino por el sendero que se cierra irrevocable:
De mi te dejo testimonio: mi vida escrita en una piedra, junto a mi tumba. No la leerán sino los mendigos, los enterradores y las viudas, no la tocarán sino los lagartos y la zarza roja…para que te acuerdes de mi, te dejo estas palabras, en diez versos mi vida, en mármol para que no lo borren ni la lluvia ni el viento:Aquí Dolores Rondón/finalizó su carrera/ven Mortal y considera/las grandezas cuáles son/el orgullo y presunción/la grandeza y el poder/todo llega a fenecer/pues sólo se inmortaliza/el mal que se economiza/y el bien que se puede hacer.(9)
Justo en un segundo momento de la novela; La Entrada de Cristo en La Habana, el autor nos presenta otra vez a ese Mortal: “joven amante ausente que va a metaforizarse en Cristo”, en una larga peregrinación por la geografía cubana. Su paso por el Camagüey es la recreación que desde la ficción comparto ahora, con el amable lector:
(…) mal lo recibieron las de Santa María del Puerto del Príncipe. Oigan los wellcomes que le espetaron las damas camagüeyanas, parapetadas detrás de las conchas y cuerdas de sus ventanas:Dejarás nuestras torres mudas, pero te hundirá las naves el bronce de tantas campanas. (¡Lo habían asimilado a un corsario).(…)(10)
Y después, una especial referencia con la que cierro estas alusiones, al imaginario de una ciudad que perduraría siempre en el recuerdo del narrador, el Sarduy, afincado en las lejanías parisinas, pero jamás ausente de su patria chica, su inolvidable ciudad sin murallas:
Le nublaron la cara la sombra de los dátiles, en los jardines negros de las Mercedes, la araña de los arbotantes del coro. Quiso perderse en los laberintos de los fabricantes de ángeles, entre los quioscos de orfebres y los vendedores de libros viejos. A lo largo de las márgenes del Tínima espejaban en la bruma, bajo el halo amarillo de las bujías, las vitrinas delos rastros españoles, tablas catalanas con santos decapitados (…) Cayeron las persianas todas. Los vendedores…, le tiraron la puerta en la cara. Se apagaron las luces. Doy fe que así se terminó el paseíto camagüeyano(11)
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- De Donde son los Cantantes. Severo Sarduy. Seix Barral. Barcelona, 1980. p.151
- Ibíd. p.57
- Ibíd. p.60
- Ibíd
- Ibíd
- Ibíd. p.74
- Ibíd. p. 77
- Ibíd. p. 86
- Ibíd. p. 83
- Ibíd. p. 132
- Ibíd. p.134
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Ver en el blog
Dos Sonetos de Severo ó algunas notas breves a un hallazgo. (por Carlos A. Peón-Casas)
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