El 31 de octubre de 1937 tiene un significado especial para la ciudad de Camagüey. Pocos, sin embargo, sabrán por qué. Si adelantara que se trató de un acontecimiento que marcó el corazón de los camagüeyanos, pero que aún más, marcaba en signo de fe a todo un pueblo, quizá estuviera dando una pista. El hecho acaecido tuvo, a no dudarlo, una relevancia que trascendió, y que fue más que un muy lucido acto social, del que se hicieran ecos las crónicas sociales de la época. Su sentido, el más profundo, comprometía no sólo la parte emotiva de los lugareños, sino que era en esencia, un acto de muy profunda reverencia y abandono a la Misericordia Divina. Ese día se consagraba nuestra ciudad y nuestra provincia de Camagüey a Cristo Rey. Por ello y a pesar del tiempo y del olvido, voluntario o no, hoy podemos con la misma intención, reeditarlo.
Ese domingo, los ojos de todo curioso que atravesara nuestro querido Parque Agramonte, no podrían dejar de tener un punto de obligada convergencia: la estatua de un Cristo Rey que con sus brazos abiertos, como queriendo abrazar con su gesto a toda la ciudad, remataba lo más alto de la torre de la Catedral.
Y esa inusitada aparición sobre la torre de nuestra Catedral, era sin dudas, todo un acontecimiento que venía a instaurar desde ese día toda una tradición de fervor y confianza en la persona de quien nos dice siempre: Venid a mí, porque yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Se trataba de un gesto de entrañable confianza, y de una ocasión totalmente inusitada en toda la nación. Por primera vez, toda una ciudad, provincia y diócesis, encomendaba su haber y su poseer, “al que es Rey por naturaleza y por derecho de conquista, al que no puede dejar de serlo en el cielo y en la tierra, no a la manera pobre y enfermiza de los hombres, sino a la manera soberana, poderosa, sabia y santa de un Dios”, según expresara Monseñor Pérez Serantes en su Carta Pastoral, aparecida el 18 de octubre de ese mismo año, en ocasión de los actos preparatorios al acontecimiento, a producirse el propio día que la Iglesia celebra la Festividad de Jesucristo Rey.
La idea de acometer tal empresa fue de Monseñor Pérez Serantes, el siempre querido y bien recordado obispo, que tanto bien hizo a esta diócesis y a nuestra patria. Su deseo tuvo un eco inmediato, primero en la persona del párroco de la Iglesia Catedral, luego en el pueblo lleno de fervor religioso, que se volcó a la idea con todo el corazón, para hacer finalmente posible el sueño del obispo de consagrar nuestra querida ciudad a Jesucristo Rey de la Gloria. Esa estatua, al decir del propio obispo en otro lugar de su Carta Pastoral, no debía considerársela como un adorno más de la catedral, o un motivo más de ornamentación de la ciudad. “Deseamos”, decía el obispo, “que todos comprendan lo que esta estatua significa y representa”, y su deseo alcanzaba a todos: los niños, los jóvenes, los padres, la familia toda. “Como faro luminoso que señala el puerto al navegante que cruza la inmensidad de los mares”, seguía diciendo el obispo, “así Jesucristo, cuya imagen colocamos en lo más alto para que se la divise bien de todos los ángulos de la ciudad, es el faro que nos señala el puerto de la vida”.
Las semanas precedentes a la fecha, marcaron el ajetreo inusitado en torno a tan céntrico sitio. Se procedía a la erección, primero de un pedestal donde descansaría la estatua y el mismo pueblo creyente que lo costeaba con sus limosnas, seguía con atención los progresos de la obra. Pero no sólo se hacían preparativos de índole material, también se preparaba el espíritu para que tal hecho revistiera un significado de profunda conversión. Durante nueve días anteriores al domingo 31, se tuvo una Novena a Cristo Rey, la que fuera dirigida por el propio Obispo. Se alistaban así los católicos camagüeyanos para tan alta celebración.
El amanecer de aquel domingo fue definitivamente diferente para toda la ciudad. A las 4:30 de la mañana se impartió la Sagrada Comunión en la Catedral. Y a las 7:00, oficiaba Monseñor Pérez Serantes una Misa de Comunión General, de la que queda un recuerdo todavía palpable y vivo para todos nosotros, pues sesenta y dos años después, al remover la base de la estatua con motivo de las pertinentes reparaciones que la han embellecido, se hallaron, en dos recipientes de cristal, un centenar de pequeños recordatorios de la ocasión, firmados por todos y cada uno de los comulgantes de aquel día. Un bellísimo testimonio de la fe y devoción de nuestros antecesores.
Uno de los recordatorios hallados,
durante la restauración realizada en el año 1999,
dentro de un recipiente de cristal,
en la base de la escultura.
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Al término de la misa, se procedió a la bendición de la imagen y a la solemne consagración de la ciudad y provincia de Camagüey a Cristo Rey. Al caer la noche, vendría junto a las primeras sombras, el tan aguardado momento de ver resplandecer la imagen de Nuestro Señor, toda iluminada para la ocasión, como un faro que quería mostrar a todos el puerto seguro.
Los que aquella noche se agolparon en el parque Agramonte y en las inmediaciones, tuvieron, la certeza, de que aquella luz, más que símbolo sensible, era en verdad, una llama de compromiso personal, y un acicate para dejar a Dios actuar en sus vidas. “Sin Cristo”, decía Monseñor Pérez Serantes, en otro momento de su Carta, “no hay justicia, sin Cristo no hay caridad, no hay pureza ni fidelidad; sin Cristo no hay paz duradera ni hay hogar (…) Sin Cristo, se cae en el ateísmo que es la sima de todos los males y el súmmum de toda pobreza y miseria, clima propicio a toda degradación”.
Palabras que andando el tiempo nos serían muy caras, porque el profetismo del pastor era manifiesto. Palabras, que dichas para aquellos nuestros antecesores en la fe, están hoy muy bien dichas para todos nosotros, los católicos camagüeyanos de este aquí y ahora, pues al volver la mirada sobre la imagen de Cristo Rey, esta vez renovada de la patina del tiempo, estamos llamados a testimoniar a todos nuestros conciudadanos de nuestra fe y nuestra esperanza con renovado entusiasmo apostólico.
Ojalá que al mirar cada noche la estatua encendida de nuestro Señor, nos dejemos penetrar por su Luz, la que es Norte seguro en la noche oscura de nuestro caminar, y que siga resonando todavía en nuestros oídos aquella oración del obispo Pérez Serantes dicha en 1937 al buen Jesús que vela sobre nuestra ciudad:
…“Pedímoste, pues, oh buen Jesús, dulce, manso y humilde de corazón, a Ti que eres toda caridad, que permanezcas siempre con nosotros, que desde lo alto de esta torre donde tu imagen está, como de lo alto del cielo donde eternamente moras, nos bendigas, nos ilumines, y nos guíes, para que dóciles a tus santas y sabias enseñanzas, viendo con claridad la senda que debemos seguir, tengamos la fuerza necesaria para no detenernos, para no retroceder nunca, para resistir y luchar, siguiéndote a Ti, pues quien te sigue no camina en tinieblas”.
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