Monday, December 28, 2020

La inocencia de los hermanos Lumière (por Juan Antonio García)


En la fachada de lo que es hoy la sede del Proyecto El Callejón de los Milagros, un cartel evoca lo que fue la primera exhibición pública del Cinematógrafo Lumière aquel ya lejano 28 de diciembre de 1895.


Ignoro si en alguna otra parte de la isla se le rinde tributo a quienes son considerados los padres de esa práctica cultural que todavía nos mantiene hipnotizados frente a una pantalla, sin importarnos si es de tela o electrónica.

Confieso que en lo personal ya no me atrae demasiado el culto a las efemérides “a secas”. Por demás, pensar en el cine solo a partir de las contribuciones de los hermanos Lumière, sería prolongar la ingenuidad de esa historiografía que organiza sus relatos tomando en cuenta apenas “los grandes acontecimientos” o “los grandes hombres”, o lo que es lo mismo, lo que ocurre en la superficie de la vida.

La existencia del cine le debe muchísimo a un sinnúmero de fenómenos asociados a la ciencia, que en la primera mitad del siglo XIX prepararon el camino a los mercaderes y artistas que llegaron después. Y más allá de las porfías de egos encarnados en Edison o en los Lumière, es fácil advertir la confluencia de variadas circunstancias, que irían desde las meramente tecnológicas hasta el desarrollo de los espacios urbanos.

Hoy hay una parte de la producción cinematográfica que goza de un gran prestigio estético, pero hay que recordar que, en una primera etapa, como es lógico, el cine despertó las críticas más acerbas. Para poner un ejemplo, Noel Burch ha citado un artículo publicado en 1904 en el periódico parisino Fascinateur:
Por la noche en nuestros grandes bulevares, la circulación queda interrumpida por una estúpida cohorte de papanatas que permanecen en el mismo sitio durante horas enteras, con los pies en el barro, la nariz alzada, los ojos tensos en el aire, empujados, pisoteados, sin preocuparse de sus asuntos ni de su ridiculez, hinoptizados por la tela maravillosa en la que resplandecen en lo alto de un quinto piso mediocres figuras o un anuncio cualquiera. Frente a estas apariciones luminosas, la multitud cae en éxtasis y los parisinos adoptan un aire iluminado. No nos extrañemos por esta primitiva pasión. ¡Es tan natural en los hombres!
¿Qué dirán de nosotros en un futuro los antropólogos que estudien nuestras modernas prácticas vinculadas al consumo audiovisual? ¿Un siglo después no sigue siendo similar la fascinación vana ante historias donde lo que predomina es el mero efecto especial?

Puede ser, dada la hegemonía de una producción a la que apenas le interesa lo ingresado en la taquilla, pero no habría que culpar por ello a los Lumière, o a todos esos pioneros que iniciaron el camino con una inmensa pasión: ellos revelaron que es posible mirar y experimentar la vida de otro modo.

Y no es casual que los Lumière escogieran un día como hoy, Día de los Inocentes, para mostrar por primera vez en público su cinematógrafo. El cine nació bajo el signo de la inocencia más absoluta, asociada a la pasión que se desborda, porque el cine no es únicamente un arte (pocas veces logra serlo): el cine en realidad es una pasión que, algunas veces, puede regalarnos arte; otras, entretenimiento. Pero si falta la pasión, faltará todo.



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Texto publicado originalmente en el blog Cine Cubano, La Pupila Insomne. Agradezco a su autor que lo comparta hoy en Gaspar, El Lugareño.

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