Iglesia de la Caridad
------------
Cementerio de Camagüey
----------------
Homilía de Mons Wilfredo Pino, arzobispo de Camagüey, en la eucaristía en honor de Carlota Vidaud.
Queridos hijos e hijas: Quiero compartirles que desde anoche, al fallecer Carlota a las 9 y cuarto, en mí no ha habido tristeza sino una actitud permanente de acción de gracias a Dios por el regalo que nos hizo en la persona de Carlota. ¡Son tantas las virtudes acumuladas en ella que yo le diría a quien no la conoció: “tú no sabes lo que te has perdido!”.
Esta comunidad de La Caridad, siempre se ha sentido orgullosa de ésta, su hija. Personalmente, me he imaginado el gran recibimiento, los grandes aplausos de bienvenida que le han dado en el cielo a Carlota, aquellos que fueron sus amigos entrañables en esta comunidad de La Caridad: los sacerdotes Pepito García, Luciano, Cejas, Homero y Ramón García. También Sor Lina, Sor Susana, Sor Celina, Georgina y Gustavo, Roger Hernández, Aurelio Sánchez, Charito Manso, Janet Muñoz, Marcelo de Varona, Virginia Martínez, Ana Fals, Vilma de Quesada, Hilda y Estela Martínez, Paquita Gutiérrez, Yoya Fernández, Emilita Rodríguez, así como Monseñor Adolfo, el P. Sarduy, el P. Guzmán, el P. Armando Pérez, y ¡tantos otros más!…
Debe haber sido grande la fiesta en la que la gran Carlota si tuvo que cantar o bailar, lo hubiese hecho como lo hacía entre nosotros.
Querida Carlota: En nombre de tanta gente que te quiso y te sigue queriendo, en nombre de tus vecinos que tanto te cuidaban, en nombre de las Hermanas Camilianas y el excelente personal que te cuidó con esmero en el Hogar Mons. Adolfo, en mi nombre personal y el de toda la Iglesia camagüeyana, yo te quiero dar las gracias.
• Gracias, Carlota, por haber sido tan humilde y tan sencilla a pesar de tu gran sabiduría y experiencia. Me tratabas de “tú” hasta que me ordené sacerdote y ese mismo día me empezaste a tratar de “usted”, a pesar de ser yo un chiquillo de 24 años.
• Gracias, Carlota, porque cuando te pregunté un día cuál era la virtud que más apreciabas, me contestaste que “la misericordia”. Y que cuando te pregunté a continuación cuál era el defecto que más te molestaba de los demás, tu santa respuesta fue afirmar: “Yo no veo los defectos, porque Dios perdona los defectos”.
• Gracias, Carlota, porque nunca te consideraste superior a nadie y por eso, a la petición que te hice un día de decirme los consejos que les darías a los jóvenes católicos de Cuba, tu humilde respuesta fue: “No me pida eso. Yo no sirvo para dar consejos. Soy yo la que necesito consejos”.
• Gracias, Carlota, por haber sido una catequista insuperable. Explicabas tan bien el evangelio de Jesús que un día, según me cuentan, uno de los niños de tu grupo de catequesis te preguntó: “Maestra, ¿usted es del tiempo de Jesús?”.
• Gracias, Carlota, porque supiste afrontar las cruces que te trajo la vida. Fuiste mártir y nadie se enteró de ello por ti.
• Gracias, Carlota, por los “nunca” que formaron parte de tu vida.
“Nunca” te casaste y resulta que, para muchos de nosotros, tú fuiste una madre.
“Nunca” te fuiste de Cuba, a pesar de las muchas buenas personas que te querían ayudar a hacerlo.
“Nunca” aceptaste que yo te diera algo del dinero que te daban los turistas cuando les enseñabas las catacumbas de La Merced.
“Nunca” permitiste que se te hiciera un homenaje con motivo de algún aniversario.
“Nunca” aceptaste que el gobierno de Francia, a través de su Embajada en Cuba, te diera, como quería hacerlo, una condecoración por tu aporte a la difusión de la lengua francesa, dando clases de francés en la Escuela de Idiomas de Camagüey durante 20 años.
“Nunca” cambiaste y dejaste de ser como eras: una mujer sincera, jovial, jaranera, probada, fiel, respetuosa, columna de la Iglesia, católica de misa diaria, hermana o madre de los sacerdotes, que lo mismo limpiabas la iglesia que ocupabas cargos de importancia en la Acción Católica o en el laicado nacional.
“Nunca” se te fueron a la cabeza las muchas responsabilidades y elogios recibidos.
Y sé que “nunca” vas a dejar de seguir intercediendo por ésta, tu comunidad de La Caridad, y por éstas, tus Iglesias de Cuba y la del Camagüey.
Queridos hijos e hijas: La muerte de alguien conocido nos llama siempre a la reflexión. Es cierto que los hombres hacen enormes esfuerzos por vencer la muerte, los médicos se esfuerzan por prolongar la vida, buscar medicamentos nuevos, etc. Pero llega un momento en que esos mismos médicos dicen: “Se ha hecho todo lo que podíamos hacer”... La muerte está constantemente cerca.... pero también la ponemos lejos. Hacemos planes como si nunca hubiésemos de morir. Muchos cubanos han perdido, incluso, la costumbre de añadir el “Si Dios quiere...” a cualquier programa que piensan realizar en el futuro. Afortunadamente para Carlota, y para todos nosotros, un día entró Jesucristo, vencedor de la muerte, en la historia del hombre. Hablaba un lenguaje nuevo: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”... “El que crea en mí, aunque muera, vivirá”... “Yo soy el pan de vida, el agua de vida, la luz de vida, la Resurrección y la Vida para siempre”...
Jesucristo, Señor de la vida, resucitó a su primo Lázaro, les devolvió la vida al hijo único de una pobre viuda y a una niña de 12 años. El Señor de la vida aceptó morir para vencer a la muerte. Su resurrección venció la muerte y es también nuestra victoria. La muerte ya no tiene dominio sobre nosotros.
En circunstancias como ésta de hoy, me gusta citar las enseñanzas sobre la muerte que nos hacen los santos de la Iglesia:
San Pablo: “Para mí morir es una ganancia”.
San Ignacio de Antioquía: “Hay una agua viva que dice dentro de mí: ver al Padre”.
Santa Teresa: “Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir”.
Santa Teresita: “Yo no muero, entro en la vida”.
San Francisco: No vendrá a buscarme la hermana muerte, sino Dios”.
Y San Juan nos advierte sobre otro tipo de muerte en vida: “el que no ama, permanece en la muerte”.
Con Jesucristo, la muerte ya no fue el punto final de la existencia del hombre, sino un punto y seguido, la puerta que hay que atravesar para entrar a la vida. La muerte será no un adiós, sino un hasta luego. Nosotros hoy estamos vivos, pero un día moriremos. Por eso nos vendría bien recordar lo que enseñó San Juan de la Cruz: “Al atardecer de tu vida, te examinarán en el amor”. Y pedir con el salmo: “Enséñanos, Señor, a calcular nuestros años para que tengamos un corazón prudente”.
En circunstancias como éstas, repito, una vez más, y como dichas por Carlota a cada uno de nosotros, las palabras de San Ambrosio: “No lloren por mí, ustedes que me quisieron tanto; mi muerte no es muerte sino tránsito feliz. Ya descanso en el Señor. Han sido muy buenos conmigo; séanlo siempre para Dios y un día estaremos reunidos en el Cielo”. Que así sea.
----------------
Ver en el blog
No comments:
Post a Comment