El Evangelio de hoy se enmarca en un contexto de vocación. El término como tal deriva del latín “vocatus”, llamado. Juan el bautista define a Jesús como el “cordero de Dios”. Esta imagen se conecta con el cordero de la Pascua judía. En Egipto, antes de la liberación de la esclavitud, Moisés indica a los israelitas que sacrifiquen un cordero y pinten con su sangre las columnas y la parte superior de la puerta, y esa marca de sangre es la que salva a los hebreos de la muerte de sus primogénitos.
Cristo es aquel llamado a rescatar a la humanidad del poder del mal, vocación que realiza en plenitud a través de su muerte en la cruz. Sin embargo, la cruz no fue un hecho heroico aislado. Toda la vida del Maestro fue liberadora. El Evangelio nos dice que Juan y Andrés siguen a Jesús y le preguntan: “¿Dónde vives?”, es decir: “¿Quién eres?” No sabemos lo que sucedió en el escaso tiempo en que estuvieron juntos, pero algo sí es evidente: salen del encuentro con Jesús no sólo fascinados sino convencidos de que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios.
A veces la costumbre, o el ambiente, hacen que se nos desdibuje que el cristianismo es la aceptación de una identidad hecha desde la libertad. Una opción que implica vivir cada día en clave de bendición, de testimonio patente de la acción de Dios en la cotidianidad de nuestro presente, así como también de voz que salva del mal. Hay preguntas que necesitamos hacernos: ¿mi cristianismo convence?, ¿se nota que en mi vida alienta Dios?, ¿o soy simplemente una “buena persona”, educada, correcta, pero que se queda ahí, en lo humanamente civilizado, sin transmitir al interlocutor una conexión con “algo más”?
Cuentan que el P. Arrupe, superior general de los jesuitas, estando en Japón, conversaba con un japonés sobre la fe cristiana. El japonés le había pedido que le explicara las llamadas “pruebas de la existencia de Dios”, de Santo Tomás de Aquino, que obviamente no son pruebas sino reflexiones lógicas. El P. Arrupe empezó a exponerlas pero a poco de empezar fue interrumpido por el japonés, que le dijo: “Tu Dios tiene que ser verdad”. Sorprendido, Arrupe quiso saber qué “prueba” le había impactado, a lo que su interlocutor respondió: “Ninguna, es el modo en que usted habla de Dios”.
Al llegar a Tierra Santa, en mi peregrinación a pie desde Roma, entré a una cafetería. La atendía una chica joven que traía al cuello un crucifijo. Yo, que parecía cualquier cosa menos un cura, le pregunté: “¿Eres cristiana?”. La chica, que tenía delante a un desconocido que podía ser cualquier cosa, se irguió, me clavó la mirada y con voz de inmenso orgullo dijo: “Sí”. En Tierra Santa vivir como cristiano es cuestión de vida o muerte. Y tal vez creemos que fuera de allí y de los territorios musulmanes, el cristianismo no es cuestión de vida o muerte, pero nos equivocamos.
Hoy, en medio de un mundo esclavizado por la mentira, la manipulación, la dictadura de lo políticamente correcto, la alergia a la verdad y a la fe, la hipersensibilidad enfermiza de un egoísmo magnificado…, hoy, ser modelo y portavoz del mensaje claro del Evangelio, es cuestión de vida o muerte, y mientras no lo entendamos, iremos por el mundo tratando de pasar desapercibidos, viviendo nuestra fe sólo en ambientes “seguros” o, a lo más, siendo “buenas personas” sin pretender mucho más que eso. Pero esa no es nuestra vocación. Un cristiano está llamado a vivir de tal modo que la gente pueda decir: “Tu Cristo tiene que ser la verdad”. Eso sí, tal vez haya momentos en los que el precio será, de algún modo, morir en la cruz.
(Texto tomado del Facebook del P. Alberto Reyes)
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