A José Varona Hernández
Adormidos sauces, llenos de misterios
que en los laberintos de los cementerios
vuestras frentes graves hacia Dios alzáis; centinelas hoscos, pálidos guardianes;
monjes taciturnos de amplios ademanes
que en las tumbas tristes sin saber rezáis . . .
Siempre he comprendido vuestra sinfonía
llena de recuerdos cual la pena mía,
delicada y honda, como mi aflicción.
Cuando mi alma escucha vuestras oraciones
desde el cementerio de mis ilusiones
os saluda el sauce de mi corazón!
En la tarde quieta, plena de otoñales
ritmos de suspiros y de madrigales,
¿qué decís al viento que fugaz pasó?
¿Le contáis tristezas en vuestro lamento?
¡Yo sé, negros sauces, que decís al viento
todo lo que al hombre le he contado yo!
Cuando os miro, una sensación extraña
como extraña ola, silenciosa baña
de ensueños mi lira, mi cantar de luz.
Y mi altiva musa se arrodilla y ora
junto a cada sauce que en la calma llora,
junto a cada tumba, junto a cada cruz . . . !
Acentuáis entonces vuestra sinfonía
llena de recuerdos, cual la pena mía,
delicada y honda, como mi aflicción.
Y en la lengua muda de las oraciones
¡desde el cementerio de mis ilusiones
os saluda el sauce de mi corazón!
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