Al amor que tiene todo hombre al país en que ha nacido, y al interés que toma en su prosperidad les llamamos patriotismo. La consideración del lugar en que por primera vez aparecimos en el gran cuadro de los seres, donde recibimos las más gratas impresiones, que son las de la infancia, por la novedad que tienen para nosotros todos los objetos, y por la serenidad con que los contemplamos cuando ningún pesar funesto agita nuestro espíritu, impresiones cuya memoria siempre nos recrea; la multitud de objetos a que estamos unidos por vínculos sagrados, de naturaleza, de gratitud y de amistad: todo esto nos inspira una irresistible inclinación, y un amor indeleble hacia nuestra patria. En cierto modo nos identificamos con ella, considerándola como nuestra madre, y nos resentimos de todo lo que pueda perjudicarla. Como el hombre no se desprecia a sí mismo, tampoco desprecia, ni sufre que se desprecie su patria, que reputa, si puedo valerme de esta expresión, como parte suya. De aquí procede el empeño en defender todo lo que la pertenece, ponderar sus perfecciones y disimular sus defectos.
Aunque establecidas las grandes sociedades, la voz patria no significa un pueblo, una ciudad, ni una provincia; sin embargo, los hombres dan siempre una preferencia a los objetos más cercanos, o por mejor decir, más ligados con sus intereses individuales, y son muy pocos los que perciben las relaciones generales de la sociedad, y muchos menos los que por ellas sacrifican las utilidades inmediatas o que les son más privativas. De aquí procede lo que suele llamarse provincialismo, esto es, el afecto hacia la provincia en que cada uno nace, llevado a un término contrario a la razón y a la justicia. Sólo en este sentido podré admitir que el provincialismo sea reprensible, pues a la verdad nunca será excusable un amor patrio que conduzca a la injusticia; mas cuando se ha pretendido que el hombre porque pertenece a una nación toma igual interés por todos los puntos de ella, y no prefiera el suelo en que ha nacido, o a que tiene ligados sus intereses individuales, no se ha consultado el corazón del hombre, y se habla por meras teorías que no serían capaces de observar los mismos que las establecen. Para mi el provincialismo racional que no infringe los derechos de ningún país, ni los generales de la nación, es la principal de las virtudes cívicas. Su contraria, esto es, la pretendida indiferencia civil o política, es un crimen de ingratitud, que no se comete sino por intereses rastreros, por ser personalísimos, o por un estoicismo político el más ridículo y despreciable.
El hombre todo lo refiere a sí mismo, y lo aprecia según las utilidades que le produce. Después que está ligado a un pueblo teniendo en él todos sus intereses, ama los otros por el bien que pueden producir al suyo, y los tendría por enemigos si se opusiesen a la felicidad de éste, donde él tiene todos sus goces. Pensar de otra suerte es quererse engañar voluntariamente. Suele sin embargo el desarreglo de este amor tan justo, conducir a gravísimos males en la sociedad, aun respecto de aquel mismo pueblo que se pretende favorecer. Hay un fanatismo político, que no es menos funesto que el religioso, y los hombres muchas veces, con miras al parecer las más patrióticas, destruyen su patria, encendiendo en ella la discordia civil por aspirar a injustas prerrogativas. En nada debe emplear más el filósofo todo el tino que sugiere la recta Ideología que en examinar las verdaderas relaciones de estos objetos, considerar los resultados de las operaciones, y refrenar los impulsos de una pasión que a veces conduce a un término diametralmente contrario al que apetecemos.
Muchos hacen del patriotismo un mero título de especulación, quiero decir, un instrumento aparente para obtener empleos y otras ventajas de la sociedad. Patriotas hay (de nombre) que no cesan de pedir la paga de su patriotismo, que le vociferan por todas partes, y dejan de ser patriotas cuando dejan de ser pagados. ¡Ojalá no hubiera yo tenido tantas ocasiones de observar a estos indecentes traficantes de patriotismo! ¡Cuánto cuidado debe ponerse para no confundirlos con los verdaderos patriotas! El patriotismo es una virtud cívica, que a semejanza de las morales, suele no tenerla el que dice que la tiene, y hay una hipocresía política mucho más baja que la religiosa. Nadie opera sin interés, todo patriota quiere merecer de su patria; pero cuando el interés se contrae a la persona en términos que ésta no le encuentre en el bien general de su patria, se convierte en depravación e infamia. Patriotas hay que venderían su patria si les dieran más de lo que reciben de ella. La juventud es muy fácil de alucinarse con estos cambia-colores, y de ser conducida a muchos desaciertos.
No es patriota el que no sabe hacer sacrificios en favor de su patria, o el que pide por éstos una paga, que acaso cuesta mayor sacrificio que el que se ha hecho para obtenerla, cuando no para merecerla. El deseo de conseguir el aura popular es el móvil de muchos que se tienen por patriotas, y efectivamente no hay placer para un verdadero hijo de la patria, como el de hacerse acreedor a la consideración de sus conciudadanos por sus servicios a la sociedad; más cuando el bien de ésta exige la pérdida de esa aura popular, he aquí el sacrificio más noble, y más digno de un hombre de bien, y he aquí el que desgraciadamente es muy raro. Pocos hay que sufran perder el nombre de patriotas en obsequio de la misma patria, y a veces una chusma indecente logra con sus ridículos aplausos convertir en asesinos de la patria los que podrían ser sus más fuertes apoyos. ¡Honor eterno a las almas grandes que saben hacerse superiores al vano temor y a la ridícula alabanza!
El extremo opuesto no es menos perjudicial, quiero decir, el empeño temerario de muchas personas en contrariar siempre la opinión de la multitud. El pueblo tiene cierto tacto que pocas veces se equivoca, y conviene empezar siempre por creer, o a lo menos por sospechar que tiene razón. ¡Cuántas opiniones han sido contrariadas por hombres de bastante mérito, pero sumamente preocupados en esta materia, sólo por ser como suelen decir las de la plebe! Entra después el orgullo a sostener lo que hizo la imprudencia, y la patria entretanto recibe ataques los más sensibles por provenir de muchos de sus más distinguidos hijos.
Otro de los obstáculos que presenta al bien público el falso patriotismo, consiste en que muchas personas, las más ineptas, y a veces las más inmorales, se escudan con él, disimulando el espíritu de especulación, y el vano deseo de figurar. No puede haber un mal más grave en el cuerpo político, y en nada debe ponerse mayor empeño, que en conocer y despreciar estos especuladores. Los verdaderos patriotas desean contribuir con sus luces y todos sus recursos al bien de su patria, pero siendo éste su verdadero objeto, no tienen la ridícula pretensión de ocupar puestos que no puedan desempeñar. Con todo, aun los mejores patriotas suelen incurrir en un defecto que causa muchos males, y es figurarse que nada está bien dirigido cuando no está conforme a su opinión. Este sentimiento es casi natural al hombre, pero debe corregirse no perdiendo de vista que el juicio en estas materias dependen de una multitud de datos que no siempre tenemos, y la opinión general, cuando no abiertamente absurda, produce siempre mejor efecto que la particular, aunque ésta sea más fundada. El deseo de encontrar lo mejor nos hace a veces perder todo lo bueno.
Suelen también equivocarse aun los hombres de más juicio en graduar por opinión general la que sólo es del círculo de personas que los rodean, y procediendo con esta equivocación dan pábulo a un patriotismo imprudente que les conduce a los mayores desaciertos. Se finge a veces lo que piensa el pueblo arreglándolo a lo que debe pensar, por lo menos según las ideas de los que gradúan esta opinión, y así suele verse con frecuencia un triste desengaño, cuando se ponen en práctica opiniones que se creían generalizadas.
Es un mal funesto la preocupación de los hombres, pero aun es mayor mal su cura imprudente. La juventud suele entrar en esta descabellada empresa, y yo no podré menos que transcribir las palabras del juicioso Watts tratando esta materia.
“Si solo tuviéramos, dice, que lidiar con la razón de los hombres, y ésta no estuviera corrompida, no sería materia que exigiese gran talento ni trabajo convencerlos de sus errores comunes, o persuadirles a que asintiesen a las verdades claras y comprobadas. Pero ¡ah! el género humano está envuelto en errores y ligado por sus preocupaciones; cada uno sostiene su dictamen por algo más que por la razón. Un joven de ingenio brillante que se ha provisto de variedad de conocimientos y argumentos fuertes, pero que aun no está familiarizado con el mundo, sale de las escuelas como un caballero andante que presume denodadamente vencer las locuras de los hombres, y esparcir la luz y la verdad. Mas él encuentra enormes gigantes y castillos encantados; esto es, las fuertes preocupaciones, los hábitos, las costumbres, la educación, la autoridad, el interés, que reuniéndose todo a las varias pasiones de los hombres, los arma y obstina en defender sus opiniones, y con sorpresa se encuentra equivocado en sus generosas tentativas. Experimenta que no debe fiar sólo en el buen filo de su acero y la fuerza de su brazo, sino que debe manejar las armas de su razón, con mucha destreza y artificio, con cuidado y maestría, y de lo contrario nunca será capaz de destruir los errores y convencer a los hombres.”(1)
¡Cuántos males causa en la política este imprudente patriotismo! Yo me detendré en considerarlos, y ojalá mis consideraciones no pudiesen estar apoyadas en hechos funestísimos, cuya memoria es una lección continua para mi espíritu, si bien la prudencia y la caridad me prohíben especificarlos. Hallábame afectado de estos mismos sentimientos cuando escribí este artículo en mis Lecciones de Filosofía; mas la delicadeza de la materia, el temor de ofender a personas determinadas, y el carácter de una obra elemental me impidieron su manifestación. Procuraré entrar en ella del modo más genérico que me sea posible, y si mi acierto no corresponde a mis intenciones, espero que éstas obtengan en mi favor la indulgencia de los verdaderos patriotas.
La injusticia con que un celo patriótico indiscreto califica de perversas las intenciones de todos los que piensan de distinto modo, es causa de que muchos se conviertan en verdaderos enemigos de la patria. El patriotismo cuando no está unido a la fortaleza (como por desgracia sucede frecuentemente) se da por agraviado, y a veces vacila a vista de la ingratitud. Frustrada la justa esperanza del aprecio público, la memoria de los sacrificios hechos para obtenerlo, la idea del ultraje por recompensa al mérito, en una palabra, un cúmulo de pensamientos desoladores se agolpan en la mente, y atormentándola sin cesar llegan muchas veces a pervertirla. Véase, pues, cuál es el resultado de la imprudencia de algunos y la malicia de muchos, en avanzar ideas poco favorables sobre el mérito de los que tienen contraria opinión. Cuando ésta no se opone a lo esencial de una causa ¿por qué se ha de suponer que proviene de una intención depravada? Yo me atrevo a asegurar que muchos que difieren totalmente, aun en cuanto a las bases de un sistema político, no tienen un ánimo antipatriótico; y que bien manejados variarían ingenuamente de opinión, y serían útiles a la patria. ¿Quién no sabe que la palabra bien público es un Proteo que toma tantas formas cuantos son los intereses, la educación, o los caprichos de los que la usan? ¿Por qué hemos de suponer depravación y no error en los que piensan de un modo contrario al nuestro?
Hay casos en que claramente se conocen las intenciones perversas de algunos hombres, y para este conocimiento sirve mucho el que tenemos de su inmoralidad; pero otros muchos casos son totalmente aéreos, y nos figuramos enemigos donde no existen. ¿Cuál es el resultado? Formarlos en realidad, y quitar por lo menos el prestigio a la buena causa suponiendo que 7experimenta más oposición que la que verdaderamente sufre. Nada es tan interesante en un sistema político como la idea de que no tiene enemigos, y por consiguiente nada le es tan contrario como fingírselos. El verdadero político trata por todos los medios de ocultar los verdaderos ataques que experimenta la causa pública, y se contenta con impedirlos si puede en secreto. ¡Qué distinta es la conducta de algunos, cuyo patriotismo consiste en decir que no hay patriotas, y en buscar crímenes aun en las acciones más indiferentes! Sucede en lo político lo que en lo moral, que el rigorismo conduce más de una vez a la relajación.
Otro de los defectos en que suele incurrir el falso patriotismo, es el de acabar de pervertir a muchos que en realidad no están muy lejos de ello, pero cuyo mal no era incurable. Danse prisa en denunciarlos a la opinión pública, y a la denuncia sigue el descaro y la obstinación de los acusados. Hay ciertos entes perversos de que debemos servirnos unas veces para hacer el bien, y otras tolerarlos, para que no hagan mal. Principalmente cuando los hombres tienen prestigio es perjudicial desenmascararlos, porque sus partidarios juzgan siempre que se les hace injusticia y toman su defensa con indiscreción. Por otra parte, el pueblo que ve con frecuencia que le son infieles aun aquellos hombres en quienes más confiaba, duda de todos, y faltando la confianza no hay fuerza moral, expresión que se ha hecho favorita, y que efectivamente califica más que ninguna otra la verdadera acción de un gobierno, que si bien se debe momentáneamente a la fuerza física, cede al fin a la irresistible de la opinión.
En este punto desearía yo se detuviese la consideración de los patriotas, para evitar uno de los ataques más funestos, que suelen hacer a la causa pública. Procuran sus enemigos desacreditar individualmente a sus más decididos defensores, a hombres que sin duda no pueden clasificarse en el número de los enmascarados, y el objeto no es otro sino lograr que el pueblo se desaliente considerándose sin dirección, y crea que no le queda otro remedio sino mudar de sistema de gobierno, para ver si entre los partidarios del opuesto hay hombres que valgan algo más, o que por lo menos no sean perversos. ¡Véase cuánto daño causan los patriotas, o mejor dicho, antipatriotas desacreditadores! Las ignorancias de los nuestros deben callarse para no dar armas a los contrarios; el verdadero patriota debe procurar por todos medios impedir que por malicia, o por ignorancia, se haga mal a la patria; mas el vano placer de publicar faltas, no sólo es un crimen en moralidad sino en política.
De esta conducta, no sé si diga equivocada o perversa, de algunos que por lo menos se denominan patriotas, resulta que muchos hombres de mérito tengan la debilidad de no querer tomar parte en ningún negocio público, y éste es, sin duda, uno de los más graves daños. Trabaja un hombre toda su vida por adquirirse la estimación de sus conciudadanos, y prevee que todo va a perderlo sin culpa suya por la perversidad o ignorancia de cuatro charlatanes, y en consecuencia trata de retraerse cuanto puede para que no se comprometan. ¿Quién puede responder de sus aciertos? Y si la más ligera falta no de intención de hacer el bien, sino de tino para conseguirlo, ha de atraerle el descrédito, y a veces el oprobio, ¿no será necesaria gran fortaleza para arrostrar tan gran peligro? Déla Dios a los verdaderos patriotas para que no quede la patria abandonada a una multitud de ignorantes y de pícaros que la sacrifiquen, que es el resultado de la separación de los buenos.
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Este articulo se halla en mis Lecciones de Filosofía, pero deseando ampliarlo, y no pudiendo por ahora hacer otra edición de aquellas, he determinado insertarlo en esta Miscelánea.
1 Watts: On the improvement of the mind. Part II, chap. 5.
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Texto tomado de Félix Varela, Obras, Volumen 1. Biblioteca de Clásicos Cubanos. La Habana 2001.
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