Sentado en una peña,
inclinado a la tierra el rostro augusto
y los largos cabellos extendidos,
en las arenas dibujaba el Justo
signos desconocidos.
Ante él, el pueblo airado
castigo con furor le demandaba,
contra una mísera mujer impía,
que su terrible ley apedreaba
con bárbara alegría.
La multitud inquieta
las voces con más fuerza repetía;
gime de horror la víctima y de espanto,
y él, inclinada la cabeza en tanto,
a nadie respondía.
Con majestuosa pausa,
al fin, alzando la divina frente,
al pueblo turbulento y agitado
respondióle con voz omnipotente
y rostro sosegado:
"Aquel entre vosotros
que no tuviera culpa, ni pecado,
acuse con justicia inexorable,
y la primera piedra denodado
arroje a la culpable".
Avergonzado el pueblo
se alejó, al escucharle, con presteza;
la víctima besó sus pies gimiendo,
y otra vez inclinando la cabeza
siguió el Cristo escribiendo.
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