Jesucristo, clavado en la cruz, y minutos antes de morir, perdonó a quienes lo mataban y rezó por ellos diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23, 34). Los cristianos, a ejemplo de Jesucristo, tenemos que perdonar a quienes nos hayan ofendido. Y eso no es fácil. Lo fácil es vengarse, odiar, pasar la cuenta, guardar rencor, desquitarse, pagar con la misma moneda, devolver ojo por ojo y diente por diente, tomar represalias…
¡Cuánto nos cuesta perdonar! Dice la Biblia que un día, Pedro, el jefe de los doce apóstoles, le preguntó a Jesucristo: “Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?” (Mt. 18, 21). Supongo que, por la pregunta que hace, el apóstol debía sentirse molesto con las repetidas ofensas de alguien. Su paciencia y su misericordia se estaban agotando. Y, al responderle, Jesucristo parece jugar con las matemáticas de Pedro: “No te digo que perdones solo siete veces, sino setenta veces siete” (Mt. 18, 22), lo que, en otras palabras significa ¡siempre! Por eso no es fácil ser buen cristiano.
Yo no estoy seguro si a todos los cubanos nuestras familias nos han enseñado a perdonar a los que nos ofendan y a pedir perdón a los que hemos ofendido.
Por eso quisiera invitarlos a que, si no lo han hecho todavía, aprovechen este Viernes Santo para perdonar o para pedir perdón.
Perdonar al que nos haya ofendido no significa aprobar el mal que nos hizo o estar de acuerdo en todo lo que nos dijo. Perdonar tampoco impide reclamar nuestros derechos, exige solamente que lo hagamos sin odio. Puede que no se nos quite de la mente la ofensa que nos hicieron, pero si perdonamos sinceramente, recordaremos lo sucedido sin amarguras, sin dolor, sin resentimientos, sin rencores y sin la herida abierta.
Perdonar es haber sacado de nuestra alma el rencor que quedó en nosotros luego de la ofensa recibida, es apagar esa invisible “batidora” que de manera muy lenta, pero a todas horas, da vueltas a nuestros malos pensamientos y resentimientos contra alguien. Perdonar, como han dicho bellamente escritores y poetas, es imitar al árbol del sándalo cuya madera es de un excelente olor y “perfuma el hacha que lo hiere”, o ser como la pequeña flor de la violeta “que derrama su fragancia precisamente cuando se levanta el zapato que la aplastó”. Perdonar es cumplir sinceramente con lo que decimos cada vez que rezamos el Padrenuestro: “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt. 6, 12). Perdonar es luchar con la fuerza del amor que construye y no con la fuerza del odio que destruye.
Aprovechemos, pues, este Viernes Santo para pedirle a Dios la curación de nuestra memoria enferma, que todavía no logra olvidar las ofensas que nos hicieron ayer o hace muchos años. La Madre Teresa de Calcuta aconsejaba: “Perdona, que perdonando tendrás paz en tu alma y la tendrá el que te ofendió”. También de un gran sacerdote es este consejo: “Si quieres ser feliz un instante, véngate. Si quieres ser feliz toda la vida, perdona”. Nuestro Dios, “rico en misericordia” (Ef. 2, 4), no demorará en ayudarnos a que perdonemos sinceramente y cicatricen nuestras heridas.
Cristo crucificado nos invita, además, a que nos llenemos de valor y pidamos perdón a quienes nosotros ofendimos. No nos rebajamos cuando pedimos perdón a alguien, más bien ese gesto nos engrandece.
• Saber pedir perdón es ganarle la guerra a nuestro orgullo.
• Pedir perdón por una mala acción que hicimos es la gran oportunidad de demostrar nuestra humildad, nuestra sinceridad y nuestra honestidad.
• Pedir perdón es aceptar que cometimos un error, que le hicimos daño a alguien, que le quitamos la alegría a alguien, que causamos daño a alguien, que fuimos injustos con alguien.
• ¡Vamos a pedirle a nuestro buen Dios que nos ayude a acercarnos a quienes ofendimos y pedirles su perdón!
¡ Que así sea!
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