En mis dibujos hay una confrontación eterna, por cuanto a veces fueron hechos en una sala de lujo, otras, sobre un terreno pantanoso.
Mis manos delicadamente rotas, mis dedos de onicofago, resueltos al encuentro con la hoja, cada vez con más fuerzas trazan lo que parece, no una línea, sino una cuerda interminable (tal ves una cuerda de circo).
En ocasiones el dibujo aparece saturado de imprecisiones, de relámpagos ambiguos, en otras, lo creo en mi mente y cuando parece nítido, decidido al combate, entonces se oculta, aunque luego reaparesca en mi mesa de trabajo transformándose a cada instante. Me gusta reflejar en ellos, historias inconclusas, la angustia de los pájaros, el placer de lo efímero; tal vez en ese placer, en esa angustia, en esa historia inconclusa, está mi propio mundo.
Luego hay días en que se alejan cuál jirones, cuando la mano descansa, agónica de jaulas.
Noches después abarcan todo el espacio de la mente, y en la mañana son lanzados al latón, por miedo a lo que dicen, o porque no dicen nada.
Los dibujos te llevan a latitudes extraordinarias, te obligan a regresar en el tiempo, te reubican en las filas por la marcha de la vida.
Son parte de la polea y de la inmovilidad, de la memoria y del futuro inesperado.
Son como una ráfaga inocente, que procelosa esclarece las incidencias del tornasol.
Son como un gallo de peleas, que es comprado para no pelear.
Son-quizás porque no he aprendido a descifrarlos del todo-el misterio que más me preocupa, la incógnita que abunda secretamente en mi imaginación.
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