Una revisión de las primeras medidas tomadas por el alcalde Emilio Bacardi, ofrece una perspectiva interesante sobre el concepto de civilización que se abría paso en Santiago de Cuba en los umbrales del nuevo siglo.
El 15 de enero de 1902, un bando de la alcaldía dio un plazo de 15 días a las mujeres de mal vivir para desalojar el callejón de Escudero. En la prensa local se afirmaba que “la opinión publica aplaudía esta medida moralizadora”.
Un decreto del 22 de marzo puso fin a la antigua costumbre de los barrios populares de situar mesitas para vender dulces, cenas y refrescos en las puertas de las casas; la prohibición se basaba en que dicha practica “pugnaba con la cultura y las buenas costumbres de toda sociedad civilizada”.
El carnaval sufrió recortes que se anunciaron de la siguiente manera: “Se ha limitado el periodo carnavalesco, despojándolo del exceso de ridiculez”. ¿Cual seria la ridiculez? Quizás se refería a los bailes de los cabildos de nación o incluso a las congas. Lo real es que en febrero del año siguiente apareció un nuevo carnaval que se caracterizaba por las batallas de serpentinas y confetis, desde los coches y balcones y tenia sus principales escenarios en el Parque Céspedes y la Calle San Tadeo alta (Aguilera).
¡Este fue sin lugar a dudas un episodio de la antigua disputa entre África y España por dominar esta fiesta popular¡
Para algunos las regulaciones del carnaval e incluso la alternativa invernal del mismo ocultaba prejuicios raciales, lo cual no hubiera tenido nada de extraño, estando la abolición de la esclavitud a menos de dos décadas de haberse producido. Pero cuando Bacardi prohibió también las tradicionales procesiones católicas, no pocos comprendieron que la Alcaldía desarrollaba una cruzada contra una serie de prácticas tradicionales que a la luz de la nueva mentalidad resultaban incivilizadas.
En 1908 el alcalde Ambrosio Grillo, probablemente bajo presión de la iglesia católica, autorizó una procesión, provocando una airada protesta de la cual se hizo eco el periódico El Cubano Libre, este en una nota editorial titulada ¿Hacia Atrás? se preguntaba “¿A que volver ahora con procesiones que el buen gusto y la civilización desterraron y con lo que todo el mundo estaba ya conforme.”
Una ojeada a las Ordenanzas Municipales vigentes en aquel año nos permite aproximarnos al concepto de decencia que se imponía en el Santiago de la época:
-Se prohíben las conversaciones deshonestas en voz alta, los cantos, gritos y excitaciones obscenas por las calles, plazas y paseos.
-No se podrá salir a la calle en desnudez ni en traje poco decoroso, ni ejecutar en público actos inmorales o movimientos indecorosos e indecentes.
-Los dependientes no podrán estar en camisetas
-Las meretrices no pueden ocupar coches llevando el fuelle bajo.
En los primeros lustros del siglo, los mambises en el poder, sometieron a crítica la moral de la época colonial, prohibieron antiguas costumbres como las mesitas en las puertas de las casas, las procesiones católicas, las peleas de gallos y las corridas de toros; se revisó crítícamente el carnaval que en esa época tenía todavía un fuerte aliento africano y se reguló la prostitución creándose una Zona de Tolerancia aledaña al puerto.
Desde la Alcaldía y con el respaldo de la Revista Municipal, los periódicos locales y una activa sociedad civil, en cuya vanguardia se encontraban El Museo Municipal, las bibliotecas publicas y Bellas Artes, se impusieron nuevos gustos que permitieron florecer el estilo ecléctico en la arquitectura; el maquinismo que echaba a un lado los coches de caballos, dando paso al automóvil, el tren y el tranvía; así como nuevos deportes que creaba públicos en torno a la pelota y el boxeo, menoscabando la antigua popularidad de las vallas de gallos y las corridas de toros.
Simbólicamente el Teatro de La Reina cambió su nombre por el de Teatro Oriente y allí se vieron las primeras películas en cuya imágenes los santiagueros apreciaron que el mundo entero no era su aldea.
La sociedad santiaguera debió sentir la ilusoria sensación de que salía de la oscura barbarie de los tiempos de España y entraba en la modernidad. ¿Qué era la modernidad en aquel instante? La respuesta era muy simple, bastaba ver la iluminación con electricidad en La Alameda o Enramadas; los automóviles y el tranvía subiendo y bajando lomas; solo había que mirar los bellos edificios eclécticos que como el Hotel Imperial en la calle de Enramadas construyera Carlos Segrera o simplemente ir a ver una película, donde se podía “por una peseta sin moverse del Teatro Oriente, recorrer el mundo entero, con la vista y la imaginación…”
La modernidad, en la nueva mentalidad de los santiagueros, era el maravilloso mundo que emergía lleno de luces y colores de las ruinas de la sórdida ciudad colonial fundada por los españoles en el verano de 1515.
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Rafael Duharte Jiménez (Santiago de Cuba, 1947). Profesor, Historiador Ensayista y Guionista de radio y televisión. Ha publicado 12 libros, numerosos artículos y ensayos en revistas en Cuba y el extranjero y una Historia Audiovisual de Santiago de Cuba que consta de 355 audiovisuales de 12 minutos cada uno; conferencista en 28 universidades y centros de investigación en El Caribe, América Latina, Europa y Los Estados Unidos. Es miembro de la UNIHC y la UNEAC. Actualmente labora como especialista de la Oficina de la Historiadora de la Ciudad de Santiago de Cuba.
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