La Iglesia Católica, celebra hoy, 24 de octubre, la fiesta de dos obispos santos, el español Mons. Antonio María Claret (1807-1870) y el méxicano Mons. Rafael Guízar (1878 - 1938). Ambos sacerdotes tienen en común, que parte de su santidad fue forjada misionando en tierras cubanas.
Comparto en este post un testimonio de ese otro gran prelado Mons. Enrique Pérez Serantes (España 1883-Cuba 1968), sobre el paso de Mons. Rafael Guízar por la Isla:
"Mons. Guízar Valencia vino a la diócesis de Cienfuegos, donde yo era Prov. y Vic. Gral., a fines de 1916, o principios de 1917, y con nosotros estuvo hasta que, consagrado en 1919, regresó a Méjico. Procedía de Guatemala con el nombre de Rafael Ruiz, pues no considerándose seguro en su destierro, optó por este país, donde comprendió o supo por una Hermana Teresiana, que podía misionar con toda libertad.
Mons. Guízar entró misionando, no hizo más que misionar, semana tras semana, y se fué misionando. Como Mons. Guízar no se había conocido otro misionero por los que aquí vivíamos.
Habíamos tenido y aún estaba aquí un gran misionero jesuíta, que murió más tarde en Colombia en olor de santidad; pero no llamó la atención como Mons. Guízar, al cual se debe el actual movimiento misionero que hay en Cuba.
Misionó toda la diócesis de Cienfuegos, una de las más importantes, y algunos pueblos los misionó dos veces; misionó toda la diócesis de Camagüey y parte de la de Santiago de Cuba y misionó parte de la de la Habana. En la capital de la República dió misiones en la Catedral, en la iglesia de los PP. Franciscanos, en Belén de los PP. Jesuítas (creo que dos veces), en la parroquia de la Caridad y en el Presidio: no recuerdo si en otra iglesia más. En el Presidio comulgaron la totalidad; casi, más de 2000; otros tantos entre jóvenes y caballeros comulgaron en Belén. Son éstas cifras hasta entonces desconocidas en las mejores solemnidades religiosas.
La primera misión dada en la capital, que fue la de la Catedral (estoy temiendo que haya sido la de San Francisco), llamó muchísimo la atención, y a ella acudieron personajes de lo más encumbrado: el maestro del periodismo aquí, y quizá el mejor de lengua castellana, D. Nicolás Rivero, Director del "Diario de la Marina", le dedicó unas magnificas "Actualidades".
Tuve la suerte de acompañarle, como ayudante, a muchas misiones en Cienfuegos y en Camagüey, y no me canso de dar gracias al Señor por haberme deparado tan excelente maestro, a quien debo lo poco que sé y practico en este amplísimo campo de nuestro apostolado.
Tenía una resistencia, que era lo primero que saltaba a la vista, que traspasaba los límites de lo natural. Durante las misiones, misionaba todo el día: y desde tocar las campanas, predicar y enseñar el catecismo y confesar y girar repartiendo invitaciones, visitando enfermos, tocar y cantar, etc., etc.; él lo hacía todo; comía poquísimo y no dormía mucho. Amaba la pobreza como un San Francisco: vivía continuamente en presencia de Dios, y no le interesaba lo que no redundaba en su gloria y honor: despreciaba con toda el alma la gloria humana y en todo no buscaba más que las almas, o a Jesucristo en las almas. Predicaba con gran fervor, con entusiasmo, con muchísima unción a las personas mayores, y con admirable paciencia, con verdadero amor enseñaba el catecismo a los niños, y a los que sin ser niños, se juntaban con aquellos. Pero no eran las dotes de orador o de catequista consumado la corriente que electrizaba a las masas y las llevaba a donde quería; era todo el conjunto del misionero de cuerpo entero, del hombre de Dios, que todos sabían descubrir en un hombre que no se entretenía un minuto con nadie para hacerse simpático o para recibir halagos, pero que estaba lleno de caridad para con todos, especialmente para con los más necesitados.
La gloria de Dios lo absorbía todo entero; a la salvación de las almas dedicaba todo el tiempo disponible; con el ejemplo y con la palabra iba encendiendo en estos dos amores a los sacerdotes de ambos cleros con quienes tropezaban a su paso: "quisiera verlos a todos misioneros", esto en parte lo ha logrado; lo que hoy se está haciendo en este terreno a él se debe.
Las iglesias, aún las más grandes, resultaban pequeñas para dar cabida a los fieles que acudían a sus misiones; en algunas iglesias llegaron a los 2000 los niños que asistían a la catequesis, y lograba cautivar la atención de estos niños al extremo, que para tener en orden, en perfecto silencio y atentos, no necesitaba de ningún ayudante ni lo quería.
Conversiones, ¿quién las recuerda?, mejor dicho ¿quién puede recordar su número? —Fuera de casos particulares, que los ha habido y él mejor que nadie los conocía, las conversiones eran en masa, porque por centenares y por miles recibían los sacramentos de confesión y comunión los que hacía tiempo vivían alejados de ellos.
Cuando el año de 1919, creo que fue entonces, la epidemia de gripe, que se extendió por todas partes, llegó a Cuba, tuvo Mons. Guízar que suspender sus misiones, que estaba dando en Cárdenas (de la diócesis de Matanzas, que he dejado de ennumerar al principio); entonces se reconcentró en Cienfuegos y durante más de un mes se consagró enteramente a asistir a los enfermos de un extremo al otro de la ciudad, de la mañana a la noche sin darse punto de reposo. Diariamente y aún varias veces en el día visitaba el Hospital general y las clínicas o Sanatarios regionales españoles, quedándole aún tiempo para atender a muchos enfermos en sus casas particulares: sólo iba a casa, a la hora que podía, a comer y a dormir. No le importaba ir a pie, ni le arredraba la lluvia ni nada. Cienfuegos que conocía la abnegación, el celo, la gran caridad de este apóstol, recibió con ésto otra sublime lección: durante estas- semanas estuvo predicando en otra forma una gran misión, que no dejó de ser fructífera.
Allá va, querido amigo, ese botón, que será una muestra más de la dedicación constante de este fiel servidor del Señor, al sublime ministerio del apostolado: muchísimo más se puede decir, que no había de diferir mucho de lo que ya ahí sepan.
Va todo de un tirón sin orden ni concierto: pero te servirá para formarte una idea de lo que hizo por acá ese insigne misionero mejicano, al cual hemos reputado todos- de santo."
(Mons. Enrique Pérez Serantes, citado en el libro "Mons. Rafael Guízar Valencia. El Obispo Santo 1878 - 1938", de Eduardo J. Correa. México 1951)
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