Son muchos los que sueñan la ciudad de memoria, y la recorren con la alegría que sólo la evocación les permite remontar.
Se suman los que aúpan la ciudad en esa duermevela que preside las ensoñaciones mejores, son casi una legión formidable la que desanda calles y plazas de antaño, la que evoca el olor del amanecer, el latido insomne de los crepúsculos, la magia indeleble de las voces recién extinguidas, audibles todavía en el tráfago de una remembranza que se niega a ser vencida por la feroz desmemoria.
Otros la habitan a su manera, en estas o en las regiones más plurales de un mundo que los ha acogido, y donde hacen malabares para no pecar de olvido.
Aún así, lo logran con ese ímpetu salvaje, el mismo que animó a los ancestros de antaño, los que cruzaron primero la mar océana y pusieron casa en esta ínsula cuajada de esperanzas… y que repiten con las mismas ilusiones, los que hoy se hacen al mismo proceloso mar, pero en sentido contrario, condenados a un ostracismo singular, pero a veces inevitable….
Unos y otros, nos salvamos todos; porque todavía recorremos estos espacios marcados por una desolación manifiesta, con la prestancia y el orgullo de los ancestros; el legado mejor a no dudarlo; inundados de luz, pletóricos de asombros, germinados de todas las esperanzas posibles…
La vida empero, sigue brotando impoluta. Nuevas voces se colman de nuevos sueños. Y el espacio de la otrora villa, nacida entre ríos de presencia difuminada en sus menguados caudales, es el mismo hábitat circunspecto de esa progenie, de uno y otro lado, la que nos trasciende y que igualmente salvará con su estirpe renovada, el deseado amanecer que nos increpa.
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