Era una cafetería de barrio como tantas en la ciudad agramontina de los años cincuenta del siglo veinte, que ya pasó. La Redonda fue su nombre comercial, un poco enigmático, pero igual de atrayente quizás por la novedad.
Un negocio bien puesto, y con clientela fija y perseverante a la hora en que la colada que se anunciaba en la calle García Roco, del reparto de Beneficencia, con un sonoro timbre. Efluvio inconfundible del Café Fariñas, producto del comerciante local que prestaba su apellido a la marca bien conocida, y de apetecible aroma y mejor bouquet.
La moderna cafetera ya con las sofisticaciones de la época, en su refulgente acabado de aluminio brillante, y con artilugios de modernidad añadidos, como aquel adminículo que con potente chorro de vapor esterilizaba las tazas antes de ser servidas, era representada y vendida por el Sr. José Guerra y González, tal y como se hacía anunciar en el propio establecimiento.
Los propietarios del local eran padre e hijo. El negocio pequeño, pero pulcro tenía un empleada fija, Evelina Mendoza, por muchos años la nana de mi tía paterna Ana María, y ya crecida aquella, empleada del prospero timbiriche de entonces. Era la cara del local, con sus atractivos ojos azules, y sus buenas maneras para con todos los marchantes.
La foto que rescata aquellos minutos de gloria del próspero emprendimiento, para seguir la usanza de los nuevos términos, deja claro que no sólo de café se nutrían sus expendios: una vistosa vitrina hacía las delicias de los más pequeños con golosinas sin cuento, refrescos bien fríos en su potente refrigerador General Electric; y cigarros y tabacos para acompañar la tacita del café humeante, de a tres centavos, con ese gesto inseparable de los parroquianos, que acto seguido del primer sorbo, prendían con deleite sus cigarrillos Trinidad y Hermanos, los Partagás de ocasión, o las brevas exquisitas de H Upman.
El gusto por aquellas coladas interminables mantenía el próspero cafetín. Su cercanía a la entonces Plaza de Santa Rosa, el mercado de exuberante variedad, la hacía paso obligado de muchos parroquianos, que se hacían asiduos, al buchito del consabido néctar.
Años después de ser nacionalizada, la conocí en mi temprana niñez. La cafetera primigenia todavía estaba en uso, pero creo muy pronto caducó o faltó el café, así que fue sustituida por una máquina expendedora de frozzen, Coppelita, creo le llamaban, que más temprano que tarde, hizo igualmente mutis por el foro. Para después el local tuvo usos y funciones diversas muy distintas a su primitiva función social. Hoy día es sólo un recuerdo apagado, otra certeza más del consabido y cierto refrán de que cualquier tiempo pasado siempre fue mejor.
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