Alcides Herrera lo rehusó casi todo. Y hablo de trascender, publicar, aparecer en listas de convidados. Agradecía un micrófono en espacios íntimos, y más de una vez nos dejó con los deseos de escucharlo. Antes de cantar, ya escribía; antes de escribir, ya dibujaba, y ese trazo breve y preciso de los comienzos lo fue trasladando a la página, a cada composición que entonaba con su dejo peculiar, como si un cansancio antiguo lo acompañara siempre.
A la hora de clasificar lo inclasificable, no podría venir otro nombre, pues desde niño asombraba con aquella actitud de revertir las fórmulas, de matizar e ironizar; con su oído impecable, memoria fotográfica, humor insólito, imágenes sobrias, contagio puro, porque aproximarse a su ámbito era algo irreversible, y ya no te lo podías quitar de la cabeza.
El mejor poeta espirituano, como se llamaba a sí mismo, llevaba esa ventaja: no conseguir representación y a la vez demostrar que la escritura es una de tantas concreciones, si se podía asumir con franqueza, y plasmarla sin soberbia, limpia, con un sabor escurridizo, sin esfuerzo. Muchos le pidieron libros, y amable pedía plazos para no cumplirlos. Su condición inédita, de alguna manera, era su sello. Ahora algo falta en esta ciudad de pactos y sectas, y nadie puede atraparlo en esas categorías que se inventan para describir un grupo, un proceso, una actitud.
Y como sólo le faltaba morir bien, vencido su cuerpo, asomado al espesor de lo que todavía se le podía resistir (esas raras veces en que lo vencía el silencio), pudo dispersarse en muchos otros, en sus anfitriones, en sus cómplices, demasiados para enumerar, que pueden llorar y reír a la vez, y no saben cómo curarse de tanta luminosidad.
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