Un texto de esta singularidad merece siempre las mejores coordenadas. Se trata para el neófito, de una obra histórica especialmente laureada por la Academia de la Historia de Cuba con un prestigioso premio el José Miguel Tarafa en el año de 1954.
La destinataria de aquel honradísimo galardón era una joven promesa camagüeyana: la Dra. Mary Cruz del Pino. La convocatoria fue librada dos años antes por la señorita Josefina Tarafa y Govín, para el Concurso Extraordinario al Premio homónimo instituido por ella, por esa vez con el tema obligatorio de: “Para una Biografía de la Provincia de Camagüey”.
El concurso sería estrictamente anónimo, y sería recompensado con la suma de mil pesos. Al menos cuatro concursantes sometieron sus manuscritos. Finalmente el Jurado creado por la Academia de la Historia de Cuba, otorgó el premio el 18 de febrero de 1954, a la obra marcada con el lema: “No hay accidente para el espíritu del hombre; no hay más que norte coronado de luz”. José Martí, y presentada con el sugestivo título de Camagüey en cuatro dimensiones. La agraciada. Como ya habíamos adelantado fue la Dra. Cruz del Pino.
La publicación del susodicho premio vio la luz en noviembre del año 1955 con el título que da inicio a nuestro artículo. La autora, que trabajó dicho proyecto durante su estancia en la ciudad de Detroit, estado de Michigan, en Estados Unidos, para 1953, dejaba saber al lector en el Proemio de su obra que:
Esta es mi visión del Camagüey en cuatro dimensiones: tres espaciales, una de tiempo. A lo largo, a lo ancho, y en lo alto y lo profundo del camagueyanismo se asienta el relato. En el decursar de sus etapas india, española, cubana-que dan carácter y fisonomía propia a la provincia-su actual ubicación histórica.Pero como la perspectiva filosófica y la visual padecen de las mismas deficiencias, podrá advertirse que los he hecho más lejanos tanto como los más próximos aparecen algo esfumados, borrosos, No así los relativamente cercanos en el pasado que, cual una imagen en foco, se presentan con rasgos claros y definidos.
El lector no queda defraudado con las perspectivas que animaron a esta todavía bisoña historiadora, al recrear los mejores acentos de esta su tierra camagüeyana. Desde el mismo comienzo de su contundente ensayo se descubre ese estro poético e innovador:
A un pintor, los mapas de la provincia camagüeyana pudieran sugerirle un yacente torso femenino, en tres cuartos de perfil, con su curva cóncava de la cintura que se invierte en la convexa de la cadera. Los cayos que la festonean bien pudieran ser los desensartados caracoles de su collar indio.
Igualmente su descripción de nuestra geografía tiene otros matices de sugerida e indiscutida originalidad:
Para quienes la observan con ojos geométricos. Camagüey será un tosco trapecio; como para los aficionados a la zoología parecerá tomar la forma de una tortuga. Los que no logren hallar un preciso término de comparación, tal vez la describan, como una irregular extensión de 26.098 kilómetros cuadrados de tierras en la parte centro-oriental de la isla de Cuba. Y añadirá para mejor información del lector que la sinuosa línea costeña del norte limita con el Océano Atlántico; la S invertida y ladeada del sur, con el Mar Caribe; y las llaves gráficas de sus fronteras al este y al oeste con las provincias de Oriente y Las Villas.
El libro, que sigue el estricto plan de una evolución histórica desde los tiempos precolombinos hasta la actualidad del minuto de su escritura, se detiene de manos de la autora en detalles de nuestros primeros moradores en tierras del ancestral Camagüey:
Como la isla entera, la región camagüeyana había estado poblada, desde tiempo inmemorial, por unas gentes de elevada estatura, piel cobriza, orbitas muy separadas, negra y lacia cabellera, de cultura simplísima caracterizada por el rudimentario trabajo de la piedra y el uso de las conchas, moradores de las cavernas a quienes los habitantes de Haití denominaban siboneyes… Indolentes, estáticos, olvidados hasta del tiempo, vivían aislados sin intentar acaso un intercambio con sus vecinos de tierras cercanas… Entre tanto, desde la cuenca del Orinoco, había llegado a Haití un nuevo núcleo de población… Eran los tainos… se asentaron con planta firme desde Maisí hasta las sierras de Mabuya, en Camagüey… La raza de Haití sabía como trabajar la tierra… Su coa o macana era usada en la labranza tanto como en la caza y hasta la guerra… Para rayar la yuca fabricaron guayos de madera dura, con incrustaciones de piedra, como en las que en sus exploraciones por la Sierra de Cubitas halló el arqueólogo-poeta camagüeyano, Pichardo Moya… Para amasar y transformar la yuca rayada en su pan indio, el casabe, usaban tarteras de arcilla cocida llamadas burenes, restos de los cuales fueron hallados por Rodríguez Ferrer en sus excavaciones hace un siglo al sur de la provincia de Camagüey.
Los hitos fundantes, de la que fuera la primitiva villa de Santa María del Puerto del Príncipe luego de los años de descubrimiento y colonización de la Isla de Cuba, nos lo narra la autora en un párrafo que compartimos con el curioso lector:
El día dos de febrero de 1514 llegaron jinetes españoles a la Punta del Guincho, en Nuevitas. Poco después, los refuerzos pedidos a Baracoa por mar hacían su entrada. Y se procedió a la fundación de una villa, con la ceremonia de rigor. Se leyó el bando por el que se declaraba instalado el Ayuntamiento, e instituida la Parroquia, en nombre del Rey, y repetido tres veces el aviso en demanda de la oposición “si la hubiere” sin que se presentara obstáculo alguno, se declaró fundada la villa de Santa María del Puerto del Príncipe, ya crecido el nombre de aquel puerto que bautizara Colón en honor del Príncipe Don Juan.
La primitiva villa habría de ver muy pronto progresos:
(…) Pedro Díaz de Tabares, enfiló sus esfuerzos a la noble tarea de propiciar la inmigración blanca. Para ello, fletó por su cuenta en 1516 la carabela Avemaría que desde Santo Domingo, trajo a la región a los nuevos colonizadores, las primeras cabezas de ganado-vacuno, caballar, asnal, cabrío y de cerda-además de posturas de naranja, caña de azúcar y útiles de labranza.
Otro momento de circunstancias históricas en el recorrido de este libro tan bien planeado por su joven autora de entonces, refiere en un capítulo de sugestivo título: La andariega villa, a los primitivos asentamientos, que buscaban final acomodo entre los ríos Hatibonico y Tiníma.
Comenzaron las andanzas del Puerto Príncipe que dieron lugar a la paradoja de llamar Puerto a un lugar de tierra adentro… El nuevo asiento de la villa fue el pintoresco Caonao, de memorable y triste historia. Allá en la costa quedaron unos pocos hombres armados que tenían las funciones de correos, a más de las de vigías y guardas del lugar… Con el traslado de la villa a Caonao se observó un acelerado ritmo de progreso…especialmente de la ganadería, que fue, desde los primeros años, gran fuente de riquezas… Sin embargo la proyectada conquista de México y los relatos fabulosos de aquel país, hicieron emigrar a un buen número de los de los pobladores hacían los puertos desde donde saldrían para la meta de sus ambiciosos sueños… Las injusticias con los sojuzgados tainos crecían a su vez…llegados al clímax de la desesperación se sublevaron en la hacienda de La Gran Corriente de Agua (Saramaguacán)…reconociéndose vencidos antes de entregarse prefirieron incendiar los edificios. Abandonada por sus habitantes, la villa se redujo a cenizas en pocas horas. Después de larga y fatigosa caminata los principeños se detuvieron en el cacicazgo de Camagüey, cuyo cacique Camaguebax, les ofreció el terreno comprendido entre los ríos Tínima y Hatibonico para asentar su población. Era el día de Reyes de 1528.
En otro de los sucesivos apartes de de esta encomiable obra de nuestra historia local, tan necesitada de ser revisitada, hallamos otros detalles siempre interesantes del decursar de la vida del primitivo Príncipe, en los primarios años de su consolidación en el temprano siglo XVI:
El número de habitantes de la jurisdicción de Puerto Príncipe decrecía notablemente… Esta llegó a contar con sólo catorce familias blancas y unos ciento sesenta esclavos, negros en su mayoría porque los indios se extinguían sin remedio. Muchas obras permanecían inconclusas debido a la escasez de recursos eclesiásticos y del Ayuntamiento… pero la villa en lo que atañía a los particulares, se empeñaba en prosperar. A las industrias del queso, el tasajo y los cueros curtidos y el casabe, se añadía un tejar… Otros caseríos fueron apareciendo: Vertientes, al sur y Nuevitas y Jiguey, al norte. En el último se construyó en 1548 la primera embarcación criolla, un guairo hecho con maderas de la región, calafateada con chapapote de unas minas próximas a Cubitas y herraje forjado por Maese Ruy Díaz, primer herrero establecido en Puerto Príncipe.
Del temprano siglo XVII en su segunda mitad, resalta el texto algunos hechos puntuales del decursar de la otrora villa, recreamos para el lector algunos de aquellos que por su novedad pueden hacer el asombro de muchos:
En 1616 una crecida del río a orillas del cual se levantaba el poblado de Tana, lo arrasó por completo. Temiendo más inundaciones, nunca más se levantó el caserío. Aquel mismo año, pero en la estación de seca, un grupo de esclavos provenientes de Trinidad y Sancti Spiritus prendió fuego a Puerto Príncipe y la redujo a escombros. En el incendio, todos los documentos de índole civil, militar y eclesiástica se convirtieron en cenizas, así como una colección de objetos de arte indio que Balboa (…) había pretendido donar al Museo del Escorial en Madrid…La cosecha de trigo era cosa común en el Camagüey cuando el gobierno aconsejó su cultivo en la Isla en 1692. Se cosechaba en la región desde que los colonizadores traídos por Tabares llegaron a la Punta del Guincho y constituía la materia prima de industrias crecientes. Los molinos harineros y las tahonas se multiplicaban. Sus productos eran vendidos, no sólo en la vecindad, sino que a los barcos que tocaban los activos puertos de ambas costas. (Hoy en día la provincia tiene fama por sus panes, galletas y bizcochos, en especial las galletas de La Paloma de Castilla y los panes de Caracas de Pérez Sosa, que son muy apreciados en toda Cuba.
Del decursar de los siglos XVIII y XIX, en las revelaciones del libro que nos ocupa hallamos anécdotas de singular prestancia. Dejamos para el lector, en plan de cierre, algunas de sus más interesantes pinceladas con que la mano tan hábil de aquella narradora singular,nuestra Mary Cruz, nos legara este fresco de nuestras mejores memorias, que prometemos seguir develando para el lector, en otro minuto.
En 1774 Puerto Príncipe era la segunda población de la Isla por el numero de sus habitantes. Habían aumentado las facilidades para la fabricación del azúcar y crecía la exportación maderera por los puertos de Guanaja y Vertientes. En el primero se estableció el astillero donde fueron fabricadas con maderas de la región, las primeras volantas que rodaron por las calles principeñas. Tan resistentes y de tan buena calidad eran los productos forestales camagüeyanos, que hasta e el Arsenal de La Habana se usaron para la construcción de los barcos de guerra.
Fue durante un San Juan el de 1837, cuando El Lugareño, precursor de tantos aspectos del desarrollo social y económico de Puerto Príncipe, demostró prácticamente a los camagüeyanos como funcionaba un ferrocarril. Casi como jugando, para usar la vieja frase popular, diremos que dio magnífica lección objetiva y ganó con ella para la Compañía que había de construir la vía férrea entre Nuevitas y Puerto Príncipe, la venta de acciones por valor de más de cien mil pesos. ¿Quién podría resistir la tentación de aquella propaganda? Unos trabajadores, en comparsa carnavalesca, llevaban un tren de madera en miniatura, con su locomotora y carros de carga y pasajeros. De trecho en trecho, por las calles más céntricas y concurridas los primeros ferrocarrileros tendían la línea y hacía andar aquel sorprendente aparato -hoy juguete común de la niñez…-pero que dejara boquiabiertos en aquella época a los más cultos y civilizados.
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Camagüey (Biografía de una provincia) Obra Laureada con el Premio José Miguel Tarafa por la Dra. Mary Cruz del Pino. La Habana, 1955.
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