Hay quienes leen rápido. Y opinan más rápido aún. Disculpen que yo demore. Pero necesito cierto tiempo. Leer es cosechar lo que alguien, con tesón y amor, sembró. Opinar debe ser, entonces, valorar con delicado celo el plantío que nos alimenta.
Todo libro es un huerto del que segamos el alimento que nos sostiene el alma. Todo libro es sementera de lo más noble de quien plantó las semillas. Así que opinar debe ser, por lo menos, un acto de admiración y respeto por el labriego. Y ello requiere tiempo, porque, uno es el de la siembra, y otro, es el de la siega.
Joaquín Gálvez ha plantado Desde su propia isla y nosotros vamos a segar en esa isla, en todas esas islas, que es el poeta. Y digo isla e islas porque todo poeta es único y muchos seres a la vez. Si por un lado reafirma su individualidad, su identidad, su insularidad, por otro se torna múltiple, diverso, heterogéneo, complejo.
Nada hace más común al ser humano que la idea de que es excepcional. Todos creemos ser excepcionales pero el universo nos refriega en el rostro lo comunes que somos. Lo que nos ocurre a uno, nos ocurre a todos, con mayor o menor intensidad, pero sin dejar de ser lo mismo. Polvo somos y al polvo regresaremos.
El poeta, todo poeta, lo sabe, y por eso prefiere ser “polvo enamorado”. Y es cuando acepta que “Cada partícula de mi cuerpo es tuya también” y de todo el que vaya a cosechar -alimentarse- de sus versos.
Sus sentimientos, sus vivencias, sus agonías, sus añoranzas, sus derrotas, sus victorias son comunes a todos, pero el modo en que él las refleja es particular y nacen de unas entrañas que, a su vez, se alimentaron de muchas particularidades que bordaron, y bordan cada día, la multiplicidad cósmica.
Nadie nace de la nada. Siempre hay una sustancia, un latido que nos inicia, y de ello somos suma y reflejo. Cuando echamos a andar, vamos de la mano de alguien o de muchos, luego nos destetamos, y, a veces, hasta negamos su presencia, pero los códices que nos brindaron nos quedan, nos marcan, nos enrumban. La poesía es un eterno juego de olvidos y retornos.
Desde mi propia isla es mi isla y es la isla de todos. La diferencia estriba en cómo la vemos, cómo la abordamos. No me refiero, por supuesto, a esa mierdita rodeada de agua que, por recurrente y repetida, tan vulgar se la vuelto; me refiero a la insularidad que representa la soledad y la impotencia del ser humano frente a la vastedad del universo. Joaquín Gálvez lo ha comprendido y decidió “despojarse de todos los rostros y ser su propio rostro” para verla, para abordarla.
En un acto de anagnórisis suprema, diríase, de reconocimiento rotundo, se ha asomado a la inmensidad cósmica y ha vislumbrado su particularidad dentro de la multiplicidad, y ha escapado “del coro de los grillos” y no teme decir “rosa”, “bello”, “amar” al entender que la cursilería es una actitud no un vocablo o una sonoridad. Que lo ridículo es precisamente la pretensión de escapar de la ridiculez que somos frente a la magnificencia universal. Que la originalidad es una especie de testaruda obnubilación del desvalimiento que somos. Que solo somos dueños de una maldición que nos obliga a repetirnos y que “sólo fuimos (somos) habitantes de la eternidad cuando decidimos ofrendarle al instante su permanente fiesta”, sino pregúntenselo a Nietzsche que lo dijo primero, y lo más seguros lo haya aprendido de alguien anterior a él.
Ya dueño de una voz, hecha de todas las voces que lo han surtido, y madurada con todas las magulladuras y caricias que ha conseguido, pero suya, Joaquín Gálvez se adentra en su propia isla y se reconoce como lo que somos todos: unos huérfanos de la inocencia, unos condenados a saber que no sabemos ni cojones, unos alucinados que pretendemos deslumbrar con nuestras filigranas a quienes no las pueden o no las quieren ver, y entonces, quejarnos, dolernos de incomprendidos, en ese sitio, en que no se está tan bien ni un carajo, y a donde “el olvido se convierte en el único camino de regreso”. Pero se lo toma con cierta ironía porque, a fin de cuentas, “todo pasa y todo queda”.
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