Hace casi un año que consumo buena parte de mí tiempo, leyendo las noticias, de la guerra y pesando lo que exponen periódicos de los beligerantes y revistas de los neutrales, amén de folletos y libros de unos y otros.
Por mi parte soy neutral, en cuanto es humanamente posible; quiero decir que, aun cuando deseo el triunfo de una de las partes, de ningún modo quiero el aniquilamiento de la adversa.
No pretendo que este sentimiento mío sea el mejor, sólo digo que es mío; y lo digo, porque hace al caso con la relación estrecha que guarda con el objeto de este artículo.
Un profesor de la universidad de Birmingham, Mr. de Seilncourt, en la segunda de las bellas conferencias que acaba de pronunciar sobre "los poetas ingleses y el ideal nacional ", dice estas palabrns, dignas de meditarse: "Nosotros vemos la contienda. como una lucha entre los ideales de la ambición militar, que no reconoce otro derecho que la fuerza y el libre y el no estorbado desarrollo nacional. Es verdad qne para Alemnnia ln guerra se presenta en cierto modo a la misma luz (in something of the same light.")
De modo que las naciones confederadas se tienen por defensoras de la civilización y los gobiernos de sus adversarios creen representar el ápice del progreso.
Añádase a esto que las noticias que comunican al mundo las agencis telegráficas, inspiradas por los aliados, son todas favorables a sus armas, y la que transmiten las agencias alemanas y austriacas, nos dicen preisamente todo lo contrario. No hay que suponer qne todo ello sea obra deliberadnmente mendaz como lo creen y lo dicen y lo repiten los parciales de la triple o de la dúplice.
Son en mucha parte obra de la ofuscación y de la pasión. Cuando vemos que fuerzas formidables tardan dos semanas en tomar medio kilómetro de trincher, que al cabo de otras dos han perdido para comenzar de nuevo la oscilación y que este flujo y reflujo parece tan constante como el de las mareas, nada de extraño tiene qne cada cual pregone un triunfo, cuando son los suyos los que en ese momento avanzan.
Estos movimientos son mucho más extetnsos en el frente oriental, donde se ganan y se pierden distritos y hasta provincias, sin que dejen de presentar los mismos caracteres fundamentales a los espectadores distantes.
Para mí, que no soy militar, ni diplomático, el carácter distintivo de esta guerra colosal y de la madeja de combinaciones que sobre ella y en torno de ella mueven los gabinetes, es el estan camiento. Lo cual no significa que de estos siniestros campos de acción y de inacción no estén manando ríos de sangre y despeñándose cátaratas vertiginosas de dinero. Ni que muchos de los gobiernos neutrales dejen de mantener en un vaivén que sería cómico, si los momentos actuales no fueran eminentemente siniestros.
Y vamos ya a la lección que encuentro cada vez más clara en esta descomunal contienda.
Si nos es tan difícil darnos entera cuenta de lo que ocurre en torno nuestro, de aquello de que somos, por decirlo así, testigos, ¿qué será cuando se trata de lo que se aleja de nosotros y, por consiguiente, cuanto más se aleja?; para lo presente, estamos en la penumbra: más allá se van espesando por grados las tinieblas. No muy lejos, la noche es completa.
Tenemos los hombres del día, elementos de información que no conocieron a medias nuestros antepasados, pero lo que nos enseña a veces la guerra actual entre otras muchas cosas que nos enseña, es que las noticias se falsean en estos tiempos de publicidad, tanto como en las más obscuras épocas del oscurantismo. Son tantos los proyectores de luz qne bombardean contra nosotros, qn e nos atontan y ofuscan; es decir, que no nos dejan ver nada.
Hoy poseemos las gacetas oficiales, los libros azules, blancos, verdes, de todos los colores del iris; los documentos públicos y hasta privados, las memorias, las confesiones, las famosísimas autobiografías; y con todo eso, andamos poco menos que a tientas, sabemos, por ejemplo, casi tanto de la guerra napoleónica de que nos hablan infinitos historiadores perfectamente informados. como de las guerras pérsicas de que no nos habla sino el venerable y tres veces mendaz Herodoto. Lea el que quiera sobre la campaña de Napoleón en Rusia, nada más que escritores franceses, ingleses y rusos y me contará maravillas.
Y la razón de estas sinrazones, de porque uno atenúa lo que otro exagera, este tergiversa, el otro oculta y el de más allá pretende descorrer el velo, es una sola qne actúa hoy como ha actuado ayer y, probablemente, actuará mañana.
La razón consiste en que el hombre ve mal cada vez que se pone los anteojos de la pasión. Y lo peor es que los lleva siempre puestos. Oigo ya la voces de protesta: Yo no me apasiono, dice cada cual; estoy muy lejos, ningún interés me mueve, como no sea el de la verdad. "¿Quid est veritas?", dicen que dijo el desengañado e indiferente Pilatos. ¿Qué cosa es la verdad? Lo que veo a través de mis cristales ahumados.
No hay quimera igual a la de creer que nuestros juicios puedan nacer puros de toda mezcla de afecto.
Ese es su pecado original; y para éste no hay aguas purificadoras. Un solitario en Koenigsberg, o en cualquiera otra parte, escribe volúmenes sobre la razón pura. Bueno. Ese río de palabras, cuando llega el momento de juzgar sobre hechos, no se lleva, no arrastra uno sólo de los granos de pasión de que se forman nuestros prejuicios.
Si fuera posible hablar de humanidad y de simpatías humanas, en medio de estas sacudidas espantosas de la conciencia moral, diría, para terminar, que el sentimiento que cabe, ante este desbordamiento de odios y temores, es el deseo de que se abran al cabo camino aquellas nobles pasiones, a ver si es posible que el orgullo de los pueblos se venza a sí mismo, y deje que se siente melancólicamente el mundo a restañar la sangre que le mana de tantas y tan crueles heridas.
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Texto tomado de
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